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Simeón hizo un amplio gesto con las manos.

– No nos corresponde a nosotros buscar la verdad, ni cuestionar lo que será o no será. Nuestra labor consiste simplemente en custodiar los libros y protegerlos de todo daño, para que estén listos cuando sea necesario.

– Por eso Harif decidió que fuera tu padre quien los transportara, y no nosotros -prosiguió Esclarmonda-. Por su posición, es el mejor messatgièr. Tiene acceso a hombres y caballos, y puede viajar con más libertad que cualquiera de nosotros.

Alaïs titubeó. No quería ser desleal a su padre.

– Le cuesta dejar al vizconde. Se siente desgarrado entre sus viejos compromisos y sus nuevas fidelidades.

– Todos padecemos esos conflictos -replicó Simeón-. Todos nos hemos encontrado ante la disyuntiva de tener que elegir el mejor camino para nosotros. Bertran ha sido afortunado, porque ha vivido mucho tiempo sin tener que tomar esa decisión. -Cogió la mano de la joven entre las suyas-. Pero ya no puede retrasarla más, Alaïs. Debes animarlo a asumir su responsabilidad. Carcassona no ha caído hasta ahora, pero eso no significa que no vaya a caer.

Alaïs sentía sus miradas sobre ella. Se incorporó y se acercó al fuego. De pronto, a medida que una idea cobraba forma en su mente, se le aceleró el corazón.

– ¿Está permitido que otra persona actúe en su nombre? -dijo en tono neutro.

Esclarmonda lo comprendió.

– No creo que tu padre lo permitiera. Eres demasiado valiosa para él.

Alaïs se volvió para encararse con ellos.

– Antes de su partida a Montpelhièr, él mismo me consideró a la altura de la tarea. En la práctica, ya me ha dado su autorización.

Simeón asintió con la cabeza.

– Es cierto, pero la situación cambia diariamente. A medida que los franceses se aproximan a las fronteras de los dominios del vizconde Trencavel, los caminos se vuelven cada vez más peligrosos, como yo mismo he podido comprobar. Dentro de poco, cualquier viaje será arriesgado.

Alaïs se mantuvo firme.

– Pero yo viajaré en sentido contrario -dijo ella, desplazando la mirada de uno a otro-. Y no habéis respondido a mi pregunta. Si las tradiciones de la Noublesso no impiden que alivie de esta carga los hombros de mi padre, me ofrezco para servir en su lugar. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. Soy buena amazona, y hábil con el arco y la espada. Nadie sospechará jamás que yo…

Simeón levantó una mano.

– Malinterpretas nuestra vacilación, niña mía. No pongo en duda tu osadía ni tu valor.

– Entonces dadme vuestra bendición.

Simeón suspiró y se volvió hacia Esclarmonda.

– ¿Qué dices tú, hermana? En el supuesto de que Bertran esté de acuerdo, naturalmente.

– Te lo ruego, Esclarmonda -suplicó Alaïs-. Habla en mi favor. Conozco a mi padre.

– No puedo prometer nada -dijo finalmente-, pero no argumentaré en tu contra.

Alaïs dejó que una sonrisa se abriera paso en su rostro.

– Sin embargo, deberás respetar su decisión -prosiguió Esclarmonda-. Si no te da su permiso, tendrás que aceptarlo.

«No puede negarse. No lo dejaré.»

– Lo obedeceré, desde luego -replicó ella.

La puerta se abrió y Sajhë irrumpió en la habitación, seguido de Bertran Pelletier.

Éste abrazó a Alaïs, saludó a Simeón con gran alivio y afecto, y finalmente dedicó un saludo más formal a Esclarmonda. Alaïs y Sajhë fueron en busca de vino y pan, mientras Simeón exponía lo dicho hasta ese momento.

Para sorpresa de Alaïs, su padre escuchó en silencio, sin hacer ningún comentario. Al principio, Sajhë seguía la escena con los ojos muy abiertos, pero al final sintió sueño y se acurrucó junto a su abuela. Alaïs no participó en la conversación, pues sabía que Simeón y Esclarmonda defenderían mejor que ella su punto de vista, pero de vez en cuando echaba una mirada a su padre.

El senescal tenía la tez gris y arrugada, y parecía agotado. Su hija notó que no sabía qué hacer.

Finalmente, no hubo nada más que decir. Un silencio expectante cayó sobre la minúscula estancia. Todos esperaban y ninguno estaba seguro de cuál sería la decisión.

Alaïs se aclaró la garganta.

– Y bien, paire, ¿qué decidís? ¿Me daréis permiso para partir?

Pelletier suspiró.

– No quiero exponerte a ningún peligro.

La joven sintió que se le hundía el ánimo.

– Ya lo sé, y os agradezco vuestro amor por mí. Pero quiero ayudar y soy capaz de hacerlo.

– Tengo una sugerencia que quizá os satisfaga a ambos -intervino Esclarmonda serenamente- Permitid que Alaïs se ponga en camino con la Trilogía, pero solamente hasta Limoux, por ejemplo. Tengo amigos allí que podrían ofrecerle alojamiento seguro. Cuando hayáis cumplido con vuestras obligaciones y el vizconde Trencavel pueda prescindir de vuestra presencia, podréis reuniros con ella y hacer juntos el resto del viaje a las montañas.

El senescal hizo una mueca.

– No veo en qué puede ayudarnos eso. La locura de emprender un viaje en un momento de tanta agitación como éste llamará la atención, que es lo que menos nos interesa. Además, no puedo saber durante cuánto tiempo mis responsabilidades me retendrán en Carcassona.

Los ojos de Alaïs refulgieron.

– Es fácil. Podría difundir el rumor de que estoy cumpliendo una promesa hecha el día de mi boda -dijo, improvisando mientras hablaba-. Podría decir que he prometido un donativo a la abadía de Sant-Hilaire. Desde allí, hay un corto recorrido hasta Limoux.

– Tu repentino acceso de devoción no convencería a nadie -dijo Pelletier, con un imprevisto destello de humor-, y menos aún a tu marido.

Simeón negó con un dedo.

– ¡No, Bertran! ¡Es una idea excelente! Nadie criticaría un peregrinaje en este momento. Además, Alaïs es la hija del senescal de Carcassona. Nadie se atrevería a poner en duda sus intenciones.

Pelletier desplazó su silla, con el empecinamiento pintado en la cara.

– Sigo creyendo que la Trilogía está mejor custodiada aquí, en la Ciutat. Harif no conoce la situación actual como nosotros. Carcassona resistirá.

– Toda las ciudades pueden caer, por muy fortificadas que estén y por muy indómitas que sean, y tú lo sabes. El Navigatairé nos ha dado instrucciones de entregarle a él los libros en las montañas. -Miró fijamente a Pelletier con sus ojos negros-. Entiendo que no estés dispuesto a abandonar al vizconde Trencavel en este momento. Lo has dicho y lo aceptamos. Tu conciencia ha hablado, para bien o para mal. -Hizo una pausa-. Sin embargo, si tú no vas, alguien tendrá que ir en tu lugar.

Alaïs podía ver con cuánto dolor luchaba su padre por reconciliar sus emociones enfrentadas. Conmovida, se inclinó hacia él y puso las manos sobre las suyas. Su padre no dijo nada, pero reaccionó a su gesto estrechándole los dedos.

– Aiçò es vòstre -dijo ella suavemente. Dejadme hacer esto por vos.

Pelletier dejó que un largo suspiro acudiera a sus labios.

– Vas a correr un gran peligro, filha. -Alaïs asintió con la cabeza-. ¿Y aun así deseas hacerlo?

– Será un honor para mí serviros de esta manera.

Simeón apoyó la mano sobre el hombro de Pelletier.

– Es valiente esta hija tuya. Firme como una roca. Como tú, mi viejo amigo.

Alaïs casi no se atrevía a respirar.

– Mi corazón se opone -dijo finalmente Pelletier-, pero mi cabeza mantiene la opinión contraria, de modo que… -Se detuvo, como si temiera lo que estaba a punto de decir-. Si tu marido y dòmna Agnès te lo permiten, y Esclarmonda se aviene a acompañarte, tienes mi autorización.

Alaïs se inclinó sobre la mesa y besó a su padre en los labios.

– Has decidido sabiamente -dijo Simeón, resplandeciente.

– ¿Cuántos hombres podéis asignarnos, senescal Pelletier? -pregunto Esclarmonda.

– Cuatro hombres de armas, seis como mucho.

– ¿Y con qué celeridad podréis tenerlo todo dispuesto?

– En una semana -respondió el senescal-. Si nos precipitamos en exceso, llamaremos la atención. Yo pediré autorización a dòmna Agnès y tú a tu marido, Alaïs.

Ella abrió la boca, para decir que su marido probablemente ni siquiera notaría su ausencia, pero se contuvo.

– Para que este plan tuyo funcione, filha -prosiguió Pelletier-, hay que respetar el protocolo.

Con el último rastro de indecisión desterrado de sus palabras y sus gestos, el senescal se incorporó, para marcharse.

– Alaïs -dijo-, vuelve al Château Comtal y busca a François. Anúnciale tus planes con la mayor circunspección posible y dile que no tardaré.

– ¿No venís?

– En un momento.

– Bien. ¿No debería llevarme el libro de Esclarmonda?

Pelletier sonrió con ironía.

– Puesto que Esclarmonda va a acompañarte, Alaïs, estoy convencido de que el libro estará a salvo si permanece un poco más de tiempo en su poder.

– No pretendía sugerir…

Pelletier dio unas palmaditas sobre el bolsillo oculto bajo su capa.

– El libro de Simeón, en cambio…

Metió una mano bajo la capa y extrajo la funda de piel de cordero que Alaïs había visto brevemente en Béziers, cuando Simeón se la había entregado a su padre.

– Llévalo al castillo. Cóselo al forro de tu capa de viaje. Después iré a buscar el Libro de las palabras.

Alaïs cogió el libro, lo metió en su bolsa y levantó la vista hacia su padre.

– Gracias, paire, por depositar en mí vuestra confianza.

Pelletier se sonrojó. Trabajosamente, Sajhë se puso en pie.

– Yo me aseguraré de que dòmna Alaïs llegue a casa sana y salva -dijo, y todos se echaron a reír.

– Será mejor que así sea, gent òme -repuso Pelletier, golpeándole amigablemente la espalda-. Todas nuestras esperanzas reposan sobre sus hombros.

– Veo en ella tus cualidades -dijo Simeón, mientras se dirigían andando a las puertas que conducían de Sant Miquel a la judería-. Es valiente, empecinada, leal. No se da por vencida fácilmente. ¿También se parece a ti tu hija mayor?

– Oriane ha salido más a su madre -se apresuró a responder el senescal-. Tiene el físico y el temperamento de Marguerite.

– Suele suceder. A veces un hijo se parece al padre y otras veces a la madre. -Hizo una pausa-. Tengo entendido que está casada con el escrivan del vizconde Trencavel…

Pelletier suspiró.

– No es un matrimonio feliz. Congost no es joven, y es intolerante con la forma de ser de ella. Pero ocupa un lugar destacado dentro de la casa.

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