Mientras Alice cerraba las cortinas, empezaron a caer los primeros goterones de lluvia, que estallaban como manchas de tinta negra en el alféizar de la ventana. Hubiese querido salir de inmediato, pero era tarde y no quería arriesgarse a conducir en medio de la tormenta.
Cerró con llave y pasador la puerta y las ventanas, puso el despertador y se metió en la cama sin desvestirse, a esperar que llegara la mañana.
Al principio, todo era como siempre, familiar y apacible. Estaba flotando en el blanco mundo ingrávido, transparente y silencioso. Después, como al abrirse de un golpe seco la trampilla del suelo del cadalso, sintió una repentina sacudida y cayó a través del cielo abierto hacia una ladera boscosa que subía rápidamente a su encuentro.
Sabía dónde estaba. En Montségur, a comienzos del verano.
Empezó a correr en cuanto sus pies tocaron el suelo, trastabillando por un empinado y agreste sendero de montaña, entre dos hileras de árboles muy altos. Sus frondosas copas lo dominaban todo con su altura y se cernían sobre ella. Intentó agarrarse a las ramas para ralentizar su avance, pero sus manos las atravesaron. Se le pegaron a los dedos montoncitos de hojas diminutas, como pelos en un cepillo, que le pintaron de verde las yemas.
El sendero descendía bajo sus pies. Alice se dio cuenta de que el crujido de la grava y la piedra había reemplazado a la tierra blanda, el musgo y la hierba del tramo superior. Pero, aun así, no se oía ningún ruido. No había aves cantando, ni voces llamando, ni nada más que su propia respiración agitada.
El sendero viraba y se enroscaba sobre sí mismo, lanzándola primero en una dirección y luego en otra, hasta que dobló un recodo y vio el silencioso muro de llamas que bloqueaba el camino más adelante. Levantó las manos para protegerse la cara de las llamas, que rugían y resoplaban azotando y agitando el aire, como juncos bajo la superficie de un río.
Después, el sueño empezó a cambiar. Esta vez, en lugar de la multitud de rostros que cobraban forma entre las llamas, hubo uno solo, el de una joven de expresión amable pero firme, que tendía la mano y cogía el libro de manos de Alice.
Estaba cantando, con una voz que era un hilillo de plata. «Bona nuèit, bona nuèit.»
Esta vez, no hubo dedos fríos que la agarraran de los tobillos ni la amarraran al suelo. El fuego ya no la llamaba. Ahora subía en espiral por el aire como un penacho de humo, con los delgados y fuertes brazos de la mujer rodeándola en un estrecho abrazo. Estaba a salvo.
Braves amics, pica mièja nuèit.
Alice sonrió mientras las dos ascendían más y más hacia la luz, dejando el mundo muy lejos, allá abajo.
Carcassona
Julhet 1209
Alaïs se levantó temprano, tras despertarse con el ruido de las sierras y los martillos en la plaza de armas. Miró por la ventana y vio las galerías de madera y los entablados que estaban levantando sobre las murallas de piedra del Château Comtal.
El impresionante esqueleto de madera estaba cobrando forma rápidamente. Como una pasarela cubierta tendida a través del cielo, ofrecía la perfecta posición privilegiada desde la cual los arqueros podrían hacer caer una lluvia de proyectiles sobre el enemigo, en la improbable eventualidad de que las murallas de la Cité no pudieran resistir su avance.
Se vistió rápidamente y corrió a la plaza. En la forja rugía el fuego. Los martillos cantaban sobre los yunques, modelando las armas y aguzando su filo. Los trabajadores de las murallas se gritaban unos a otros, en secos y breves estallidos, mientras otros preparaban las hachas, las cuerdas y los contrapesos de las peireiras, las catapultas más grandes.
De pie junto a las cuadras, Alaïs vio a Guilhelm. El corazón le dio un vuelco. «Mírame.» Él no se volvió ni alzó la vista. Alaïs levantó la mano para llamar su atención, pero se arrepintió y la dejó caer. No pensaba humillarse suplicando su afecto si él no estaba dispuesto a dárselo.
Las industriosas escenas del interior del Château Comtal encontraban eco en la Cité, donde habían apilado piedras desde las Corbières hasta la plaza central, listas para las ballestas y las catapultas. Un acre hedor a orina emanaba de la curtiduría, donde estaban preparando pieles de animales para proteger del fuego las galerías. Una continua procesión de carros entraba por la puerta de Narbona, llevando comida para abastecer la Cité: carne de La Piège y el Lauragais, vino del Carcassès, cebada y trigo de las llanuras, y alubias y lentejas de las huertas de Sant Miquel y Sant-Vicens.
Una sensación de determinación y orgullo impregnaba toda la actividad. Sólo las nubes de aciago humo negro sobre el río y las ciénagas del norte, donde el vizconde Trencavel había ordenado que se quemaran los molinos y se destruyeran las cosechas, recordaban el carácter real e inminente de la amenaza.
Alaïs esperó a Sajhë en el lugar acordado. Su mente bullía de preguntas que deseaba hacerle a Esclarmonda, interrogantes que iban y venían en su cabeza, primero uno y después otro, como pajarillos sobre un río. Cuando finalmente llegó Sajhë, Alaïs casi no podía hablar por la expectación.
Lo siguió a través de calles sin nombre hasta el suburbio de Sant Miquel, donde se detuvieron ante una puerta baja que daba a las murallas exteriores. El ruido de los excavadores abriendo zanjas para impedir que el enemigo se acercara e intentara socavar las murallas era estruendoso. Sajhë tenía que gritar para hacerse oír.
– La menina os espera dentro -dijo, con una expresión repentinamente solemne.
– ¿Tú no entras?
– Me ha dicho que os acompañara y que luego regresara al castillo, a buscar al senescal Pelletier.
– Lo encontrarás en la plaza de armas -le informó ella.
– Bien -dijo el chico, que había vuelto a sonreír-. Hasta luego.
Alaïs empujó la puerta y llamó a Esclarmonda, ansiosa por verla, pero en seguida se detuvo. En la penumbra, distinguió una segunda figura, sentada en una silla en un rincón de la habitación.
– Pasa, pasa -dijo Esclarmonda, con una sonrisa que se traslucía en su voz-. Creo que ya conoces a Simeón.
Alaïs estaba asombrada.
– ¿Simeón? ¿Tan pronto? -exclamó con deleite, corriendo hacia él y cogiendo sus manos-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cuándo llegasteis a Carcassona? ¿Dónde os alojáis?
Simeón dejó escapar una larga y sonora carcajada.
– ¡Cuántas preguntas! ¡Cuánta prisa por saberlo todo en seguida! Bertran me ha contado que, de niña, no parabas de preguntar.
Alaïs reconoció con una sonrisa la veracidad de lo dicho. Se acomodó sobre el banco que había junto a la mesa y aceptó la copa de vino que le ofrecía Esclarmonda, mientras escuchaba el resto de la conversación de Simeón con la sabia mujer. Entre ellos ya parecía haberse establecido un vínculo, una facilidad de trato.
Hábil narrador, Simeón estaba entretejiendo historias de su vida en Chartres y Béziers con sus recuerdos de Tierra Santa. El tiempo pasó casi sin darse cuenta, oyéndolo hablar de las colinas de Judea en primavera y las llanuras de Sefal, cubiertas de lirios, azucenas azules y amarillas y almendros color rosa, que se extendían como una alfombra hasta los confines del mundo. Alaïs escuchaba extasiada.
Las sombras se alargaron y la atmósfera fue cambiando sin que Alaïs lo advirtiera. De pronto fue consciente de un nervioso aleteo en el estómago, un adelanto de lo que iba a suceder. Se preguntó si era así como Guilhelm y su padre se sentirían en vísperas de una batalla, con esa sensación de que el tiempo pendía de un hilo.
Miró a Esclarmonda, que tenía las manos recogidas sobre el regazo y la expresión serena. Su actitud era compuesta y tranquila.
– Estoy segura de que mi padre vendrá en seguida -dijo Alaïs, sintiéndose responsable de su persistente ausencia-. Me dio su palabra.
– Lo sabemos -replicó Simeón, dándole un par de golpecitos en la mano. Tenía la piel reseca como el pergamino.
– No creo que podamos esperar mucho tiempo más -terció Esclarmonda, contemplando la puerta, que seguía obstinadamente cerrada-. Los dueños de la casa volverán en cualquier momento.
Alaïs sorprendió un intercambio de miradas entre ellos. Incapaz de seguir soportando la tensión, se decidió a hablar.
– Ayer no respondiste a mi pregunta, Esclarmonda. -La asombró la firmeza de su propia voz-. ¿Tú también eres guardiana? ¿Tienes en tu poder el libro que mi padre está buscando?
Por un instante, sus palabras parecieron quedar flotando en el aire entre ellos, sin nadie que las reclamara para sí. Después, para sorpresa de Alaïs, Simeón se echó a reír.
– ¿Cuánto te ha contado tu padre acerca de la Noublesso ? -preguntó, con un destello de luz en los ojos negros.
– Me ha dicho que siempre hay cinco guardianes, juramentados para proteger los libros de la Trilogía del Laberinto -respondió ella con arrojo.
– ¿Y te ha explicado por qué son cinco?
Alaïs sacudió la cabeza.
– El Navigatairé, el jefe, cuenta siempre con la ayuda de cuatro iniciados. Juntos representan los cinco puntos del cuerpo humano y el poder del número cinco. Cada guardián es escogido por su fortaleza, su determinación y su lealtad. No importa que sea cristiano, sarraceno o judío. Lo importante no es la sangre, la cuna o la raza, sino el espíritu y el coraje. Así, se incorpora también la naturaleza del secreto que hemos jurado proteger, que pertenece a todas las confesiones y a ninguna. -Sonrió-. La Noublesso de los Seres existe desde hace más de dos mil años (aunque no siempre con el mismo nombre), para custodiar el secreto y protegerlo. A veces hemos ocultado nuestra presencia; otras, la hemos proclamado abiertamente.
Alaïs se volvió hacia Esclarmonda.
– Mi padre es reacio a aceptar tu identidad. No puede creer que seas una guardiana.
– Porque contradice sus expectativas.
– Bertran siempre ha sido así -rió Simeón.
– Jamás había imaginado que el quinto guardián pudiera ser una mujer -repuso Alaïs, saliendo en defensa de su padre.
– No habría sido tan raro en épocas pasadas -dijo Simeón-. Egipto, Asiría, Roma, Babilonia, otras antiguas culturas de las que habrás oído hablar sentían más respeto por la condición femenina que estos oscuros tiempos nuestros.
Alaïs estuvo pensando un momento.
– ¿Creéis que Harif está en lo cierto al considerar que los libros estarán más seguros en las montañas?