Cuando Alice llegó al hotel, el vestíbulo del mismo estaba atestado de recién llegados, de modo que ella misma descolgó la llave del gancho y subió sin que nadie reparara en ella.
Al ir a abrir la puerta, se dio cuenta de que ya estaba abierta.
Tras un momento de vacilación, dejó la caja de zapatos y los libros en el suelo del pasillo y, con mucha cautela, empujó la puerta para abrirla del todo.
– Allô ? ¿Hola?
Sin entrar, recorrió la habitación con la vista. Todo parecía estar tal como lo había dejado. Aún con aprensión, Alice pasó por encima de las cosas que había dejado en el suelo y dio un paso cauteloso hacia el interior del cuarto. En seguida se detuvo. Olía a vainilla y a tabaco rancio.
Percibió un movimiento detrás de la puerta y el corazón le saltó hasta la garganta. Se volvió, justo a tiempo de vislumbrar una americana gris y una cabellera negra reflejadas en el espejo, antes de recibir un fuerte golpe en el pecho que la proyectó hacia atrás. Se golpeó la cabeza contra el espejo de la puerta del armario y las perchas que había dentro repiquetearon como canicas cayendo sobre un techo de hojalata.
Los bordes de la habitación se volvieron borrosos. Todo a su alrededor le pareció desenfocado y movedizo. Alice parpadeó. Oyó al hombre corriendo por el pasillo.
«¡Síguelo! ¡Rápido!»
Se puso en pie con dificultad y salió en su persecución. Bajó trastabillando la escalera, hasta el vestíbulo, donde un nutrido grupo de italianos le bloqueaba la salida. Presa del pánico, recorrió con la vista la animada recepción, justo a tiempo de ver que el hombre se escabullía por la puerta lateral.
Alice se abrió paso entre un bosque de gente y equipaje, tropezando con las maletas, y salió al jardín tras él. El hombre ya estaba al final del sendero. Haciendo acopio hasta del último gramo de energía, Alice echó a correr, pero él resultó ser mucho más veloz.
Cuando finalmente llegó a la calle principal, ya había desaparecido. Se había esfumado entre la multitud de turistas que bajaban de la Cité.
Alice apoyó las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Después enderezó la espalda y se palpó la nuca con los dedos. Ya se le estaba formando un bulto. Tras una última mirada a la calle, se dio la vuelta y volvió andando al hotel. Disculpándose, fue directamente al mostrador, sin guardar cola.
– Pardon, mademoiselle, vous l’avez vu?
La chica que atendía la recepción pareció irritada.
– Estaré con usted en cuanto termine de atender a este caballero -dijo.
– Me temo que lo mío no puede esperar -contestó Alice-. Había un extraño en mi habitación. Acaba de salir corriendo. Hace un par de minutos.
– Una vez más, madame, le ruego que tenga la amabilidad de esperar un momento…
Alice levantó la voz para que todos la oyeran.
– Il y avait quelqu’un dans ma chambre. Un voleur .
«Un ladrón.» Todo el vestíbulo atestado de gente se quedó en silencio. La chica abrió mucho los ojos, se deslizó de su taburete y desapareció por el fondo. Segundos después hizo acto de presencia el propietario del hotel, que guió a Alice fuera del área principal de recepción.
– ¿Cuál es el problema, madame? -preguntó en voz baja.
Alice se lo explicó.
– La puerta no ha sido forzada -dijo él, examinando la cerradura, cuando la acompañó a su habitación.
Con el propietario observando desde la puerta, Alice comprobó si faltaba algo. Para su asombro, todo seguía allí. Su pasaporte todavía estaba en el armario, aunque había sido desplazado. Lo mismo podía decirse del contenido de su mochila. No faltaba nada, pero todo estaba ligeramente fuera de su lugar. Como prueba, era muy poco convincente.
Alice miró en el baño. Por fin, había encontrado algo.
– Monsieur, s’il vous plaît -llamó al dueño del hotel. Le señaló el lavabo-. Regardez .
Había un penetrante olor a lavanda allí donde su jabón había sido cortado a trozos pequeños. También el tubo de la pasta de dientes había sido cortado y abierto, y su contenido había sido exprimido.
– Voilà. Je vous l’ai déjà dit. Ya se lo había dicho.
El propietario del hotel parecía preocupado, pero dubitativo. ¿Quería que llamara a la policía? Preguntaría a los otros huéspedes, desde luego, por si hubieran visto algo, pero teniendo en cuenta que no faltaba nada… Dejó la frase inconclusa.
De pronto, Alice sintió la conmoción. No era un caso corriente de robo como otro cualquiera. Aquel hombre, fuera quien fuese, iba en busca de algo concreto, algo que suponía que estaba en su poder.
¿Quiénes sabían que ella se alojaba allí? Noubel, Paul Authié, Karen Fleury y el resto de los empleados del bufete, Shelagh y, que ella supiera, nadie más.
– No -repuso ella rápidamente-. A la policía no, puesto que no falta nada. Pero me gustaría cambiarme en otra habitación.
El hombre empezó a protestar, diciendo que el hotel estaba completo, pero se detuvo al ver la expresión de su rostro.
– Veré lo que puedo hacer.
Veinte minutos más tarde, Alice estaba instalada en un ala diferente del hotel.
Estaba nerviosa. Por segunda o tercera vez, comprobó que la puerta estuviera cerrada y las ventanas aseguradas. Se sentó en la cama, con sus cosas alrededor, intentando decidir qué hacer. Después se levantó, anduvo por la diminuta habitación, volvió a sentarse y volvió a levantarse. Todavía no estaba segura de que no le conviniera mudarse a otro hotel.
«¿Y si vuelve esta noche?»
De pronto, sonó una alarma. Alice dio un salto, antes de advertir que era simplemente el teléfono móvil, que sonaba en el bolsillo interior de su chaqueta.
– Allô, oui?
Fue un alivio oír la voz de Stephen, uno de los colegas de Shelagh en la excavación.
– Hola, Steve. No, lo siento. Acabo de llegar. No he tenido tiempo de ver si tenía mensajes. ¿Qué hay?
Mientras escuchaba, el color abandonó su cara al oírle decir que iban a clausurar la excavación.
– Pero ¿por qué? ¿Qué razón ha podido dar Brayling?
– Ha dicho que no dependía de él.
– ¿Sólo por los esqueletos?
– La policía no ha dicho nada.
El corazón de Alice se aceleró.
– ¿Estaba ahí la policía cuando Brayling se los dijo? -preguntó.
– Estaban aquí en parte por Shelagh -empezó a decir él, pero se interrumpió-. Me estaba preguntando, Alice, si no habrás tenido alguna noticia suya desde que te marchaste.
– Nada en absoluto desde el lunes. Ayer intenté hablar con ella varias veces, pero no me ha devuelto ninguna de las llamadas. ¿Por qué lo dices?
Alice se puso de pie casi sin darse cuenta, mientras esperaba la respuesta de Stephen.
– Es como si se hubiera esfumado -dijo él finalmente-. Brayling parece inclinarse por una interpretación siniestra del caso. Sospecha que ha robado algo del yacimiento.
– Shelagh nunca haría nada semejante -exclamó ella-. Ni remotamente. No es el tipo de…
Pero mientras hablaba, le volvió a la mente la imagen de la cara de Shelagh, pálida y desfigurada por la ira. Aunque le pareció una deslealtad, de pronto sintió que ya no le tenía tanta confianza.
– ¿También lo cree la policía? -preguntó.
– No lo sé. Todo es un poco raro -contestó él vagamente-. Uno de los policías que estuvieron en el yacimiento el lunes ha muerto atropellado en Foix por un conductor que después se dio a la fuga -prosiguió-. Venía en el periódico. Parece ser que Shelagh y él se conocían.
Alice se desplomó en la cama.
– Perdona, Steve, pero todo esto me está resultando difícil de asimilar. ¿Alguien la está buscando? ¿Alguien está haciendo algo?
– Hay una cosa -respondió él con voz vacilante-. Lo haría yo mismo, pero vuelvo a casa mañana, a primera hora. No tiene sentido quedarse más tiempo.
– ¿Qué es?
– Antes del comienzo de la excavación, sé que Shelagh pasó unos días en casa de unos amigos, en Chartres. He pensado que quizá ha vuelto con ellos y simplemente se le ha olvidado decirlo.
A Alice le pareció poco verosímil, pero era mejor que nada.
– He llamado a ese teléfono. El chico que respondió dijo que no conocía a Shelagh, pero estoy seguro de que era el número que ella me dio. Lo tenía grabado en mi móvil.
Alice buscó lápiz y papel.
– Dámelo. Yo también lo intentaré -dijo, mientras se disponía a escribir.
En cuanto oyó el número la mano se le heló.
– Lo siento Steven. -Su voz sonaba a hueco, como si hablara desde una enorme distancia-. ¿Podrías repetírmelo?
– Es el 02 68 72 31 26 -dijo él-. ¿Me avisarás si averiguas alguna cosa?
Era el número que le había dado Biau.
– Déjalo en mis manos -dijo ella, casi sin darse cuenta de lo que estaba diciendo-. Estaremos en contacto.
Alice sabía que hubiese debido llamar a Noubel para poner en su conocimiento el falso robo y su encuentro con Biau, pero dudaba. No estaba segura de poder confiar en él, que no había hecho nada para frenar a Authié.
Buscó en su mochila y sacó un mapa de carreteras de Francia. «Es una locura. Son por lo menos ocho horas al volante.»
Algo se removía en el fondo de su mente. Repasó las notas que había tomado en la biblioteca.
Entre la montaña de palabras dedicadas a la catedral de Chartres, había visto una alusión marginal al Santo Grial. Allí también había un laberinto. Alice encontró el párrafo que estaba buscando. Volvió a leerlo un par de veces para estar segura de que no lo había entendido mal. Entonces apartó de un tirón la silla que había debajo del escritorio y se sentó, con el libro de Audric Baillard abierto por la página señalada.
Otros lo consideran el lugar definitivo de reposo del Grial. Se ha dicho que los cátaros eran los guardianes del cáliz de Cristo…
El tesoro de los cátaros había sido sustraído de Montségur. ¿Y llevado al pico de Soularac? Alice consultó el mapa que había al comienzo del libro. De Montségur a los montes Sabarthès no había mucha distancia. ¿Estaría escondido allí el tesoro?
«¿Cuál es la conexión entre Chartres y Carcasona?»
Oyó a lo lejos los primeros rugidos de la tormenta. La habitación estaba bañada por una extraña luz naranja, producida por el reflejo de las farolas de la calle en la cara inferior de las nubes del cielo nocturno. Se había levantado un viento que hacía batir las persianas y formaba remolinos de basura en los aparcamientos.