Alice dio la vuelta al libro y leyó la nota biográfica del autor: una traducción al occitano del Evangelio de San Juan, varias obras sobre el antiguo Egipto y una laureada biografía de Jean-François Champollion, el estudioso del siglo xix que descifró el enigma de los jeroglíficos.
Una chispa se encendió en la mente de Alice. Vio de nuevo la biblioteca de Toulouse, con mapas, gráficos y dibujos parpadeando delante de sus ojos. «Otra vez Egipto.»
La ilustración de la portada del libro de Baillard era la fotografía de un castillo en ruinas, envuelto en una neblina violácea y temerariamente asomado a un acantilado de roca viva. Alice lo reconoció por las postales y las guías turísticas como Montségur.
Abrió el libro. Las páginas se apartaron por sí solas a unos dos tercios del grosor del volumen, donde alguien había insertado un trozo de cartulina. Alice empezó a leer:
La ciudadela fortificada de Montségur se encuentra en la cima de la montaña, a casi una hora de ascenso desde el pueblo del mismo nombre. Oculto a menudo por las nubes, el castillo tiene tres de sus lados tallados en la pared misma de la montaña. Es una extraordinaria fortaleza natural. Las ruinas no datan del siglo xiii, sino de guerras de ocupación más recientes. Aun así, el espíritu del lugar recuerda siempre al visitante su trágico pasado.
Hay infinidad de leyendas asociadas con Montségur, la «montaña segura». Algunos creen que fue un templo solar; otros, que fue la inspiración para el Mensalvat de Wagner, el refugio o montaña del Grial de Parsifal, su obra cumbre. Otros lo consideran el lugar definitivo de reposo del Grial. Se ha dicho que los cátaros eran los guardianes del cáliz de Cristo y de otros muchos tesoros procedentes del templo de Salomón en Jerusalén, o quizá del oro de los visigodos y de otras riquezas de origen impreciso.
Si bien se dice que el legendario tesoro de los cátaros fue sacado subrepticiamente de la ciudadela asediada en enero de 1244, poco antes de la derrota final, el tesoro nunca ha sido hallado. Los rumores de que el más valioso de sus objetos se ha perdido son inexactos.*
Alice leyó la nota a pie de página a la que remitía el asterisco. En lugar de una aclaración, encontró una cita del Evangelio de San Juan, capítulo ocho, versículo treinta y dos: «Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.»
Levantó las cejas. No parecía guardar ninguna relación con el texto.
Alice puso el libro de Baillard junto a las otras cosas que pensaba llevarse y cruzó el pasillo hasta el dormitorio del fondo.
Había una vieja máquina de coser Singer, incongruentemente inglesa en aquella casa francesa de gruesas paredes. Su madre había tenido una exactamente igual y solía pasarse horas cosiendo, llenando la casa con el reconfortante traqueteo del pedal.
Alice pasó la mano sobre la superficie cubierta de polvo. Parecía estar en buen estado de funcionamiento. Abrió uno a uno los pequeños cajones y en su interior halló carretes de hilo, agujas, alfileres, trozos de cinta y de encaje, una cartulina con viejos broches de presión plateados y una caja con botones variados.
Se volvió hacia la mesa de escritorio de roble, junto a la ventana que daba a un pequeño patio cerrado, al fondo de la casa. Los dos primeros cajones estaban forrados con papel pintado, pero completamente vacíos. El tercero estaba cerrado con llave, pero asombrosamente, la llave estaba puesta en la cerradura.
Con una mezcla de fuerza y habilidad, Alice hizo girar la minúscula llave y consiguió abrirlo. Al fondo del cajón había una caja de zapatos. La sacó y la colocó sobre el escritorio.
Todo en su interior estaba sumamente ordenado. Había una pila de fotografías atadas con una cinta. Suelta y colocada encima, una carta dirigida a Mme. Tanner, con una fina caligrafía de trazos negros, como patas de araña. Había sido franqueada el 16 de marzo de 2005 en Carcasona y llevaba un sello con la palabra prioritaire en tinta roja. Al dorso no figuraba la dirección del remitente, sino únicamente un nombre, escrito por la misma mano: Expéditeur Audric S. Baillard.
Alice deslizó los dedos dentro del sobre y sacó una sola hoja de grueso papel crema. No había fecha, ni encabezamiento, ni explicación alguna, sino simplemente un poema, escrito con la misma caligrafía de patas de araña.
Bona nuéit, bona nuéit…
Braves amics, pica mieja-nuèit
Cal finir velhada
E jos la flassada
Un vago recuerdo agitó levemente la superficie de su subconsciente, como una canción olvidada desde hacía mucho tiempo. Las palabras grabadas en los escalones más altos de la cueva…
Era la misma lengua, hubiese podido jurarlo, ya que su subconsciente era capaz de establecer las conexiones que su mente consciente no distinguía.
Alice se apoyó en la cama. La fecha era el 16 de marzo, un par de días antes de la muerte de su tía. ¿La habría guardado ella misma en la caja o lo habría hecho otra persona? ¿Quizá el propio Baillard?
Apartando a un lado el poema, Alice deshizo el nudo de la cinta.
Había diez fotografías en total, todas en blanco y negro, y dispuestas por orden cronológico. El mes, el lugar y la fecha estaban escritos al dorso, a lápiz, con letras mayúsculas. La primera foto era un retrato de estudio de un niño muy serio, con uniforme de colegial y raya al lado en el pelo repeinado. Alice le dio la vuelta, frederick william tanner, septiembre 1937, leyó al dorso. Estaba escrito en tinta azul y la letra era diferente.
El corazón le dio un vuelco. Ese mismo retrato de su padre había estado en su casa, sobre la repisa de la chimenea, junto a la foto de la boda de sus padres y un retrato de la propia Alice a los seis años, con un vestido de fiesta de mangas abombadas. Repasó con los dedos las líneas de la cara. Era como mínimo la prueba de que Grace sabía de la existencia de su hermano menor, aunque nunca se hubieran encontrado.
Alice la apartó y pasó a la siguiente fotografía, tras lo cual examinó metódicamente toda la pila. La más antigua que encontró de su tía era asombrosamente reciente, pues había sido tomada en una fiesta al aire libre, en julio de 1958.
Decididamente, tenía un aire de familia. Como Alice, Grace era menuda y de rasgos delicados, casi de duendecillo, pero tenía el pelo liso y gris, y lo llevaba radicalmente corto. En la imagen, miraba de frente a la cámara, con el bolso firmemente sujeto delante del cuerpo, como una barrera.
La última fotografía era otra instantánea de Grace, varios años más tarde, junto a un hombre mayor. Alice arrugó el ceño. Él le recordaba a alguien. Movió ligeramente la foto, para que la luz incidiera de otra forma sobre la imagen.
Estaban de pie, delante de un viejo muro de piedra. Había cierto acartonamiento en la pose de ambos, como si no se conocieran bien. Por la ropa, era verano o quizá el final de la primavera. Grace llevaba un vestido veraniego de manga corta, ceñido en la cintura. Su compañero era un hombre alto y muy delgado, que vestía un traje de color claro. Tenía el rostro ensombrecido por el ala del sombrero panamá, pero las manos manchadas y arrugadas delataban su edad.
En el muro que había detrás se veía parte de la placa con el nombre de una calle francesa. Forzando la vista para descifrar las diminutas letras, Alice consiguió leer: Rue des Trois Degrés. La inscripción al dorso estaba escrita en la fina caligrafía de Baillard: AB e GT, junh 1993, Chartres.
Chartres otra vez. Tenían que ser Grace y Audric Baillard. Y 1993 era el año de la muerte de sus padres.
Apartando también esa foto, Alice sacó el único objeto que quedaba en la caja: un libro pequeño de aspecto antiguo. La agrietada piel negra de la cubierta se mantenía unida con un oxidado cierre de cremallera y en la tapa destacaban las palabras holy bible, grabadas en letras doradas. Era una biblia.
Tras varios intentos, Alice consiguió abrir la cremallera. A primera vista, le pareció semejante a cualquier otra edición corriente en lengua inglesa. Sólo cuando había pasado rápidamente las tres cuartas partes de las páginas, descubrió un hueco abierto en las finísimas hojas, para crear un escondite rectangular, poco profundo, de unos siete por diez centímetros.
Dentro, doblados y apretados, había varios folios, que Alice comenzó a desplegar con mucho cuidado. Un disco de color claro, del tamaño de una moneda de diez francos, salió de dentro y cayó en su falda. Era plano y muy delgado, y no era metálico, sino de piedra. Sorprendida, lo cogió para mirarlo. Tenía dos letras grabadas:NS. ¿Puntos cardinales? ¿Las iniciales de algún nombre? ¿La moneda de algún país?
Alice dio la vuelta al disco. En la otra cara había un laberinto grabado, idéntico en todos los aspectos al que había visto en la cara inferior del anillo y en la pared de la cueva.
Aunque el sentido común le decía que tenía que haber una explicación perfectamente aceptable para la coincidencia, no se le ocurrió ninguna. Miró con aprensión los folios en cuyo interior había estado el disco. Le inquietaba lo que pudiera descubrir, pero era demasiado curiosa para no abrirlos.
«No puedes detenerte ahora.»
Alice empezó a desplegar los folios. Tuvo que contenerse para no dejar escapar un suspiro de alivio. Era sólo un árbol genealógico, como pudo ver por el encabezamiento de la primera página: arbre généalogique. La mayoría de los nombres estaban escritos en negro, pero en la segunda línea, un nombre, Alaïs Pelletier-du Mas (1193-), aparecía escrito en tinta roja. Alice no consiguió descifrar el nombre que había al lado pero, en la línea inmediatamente inferior, ligeramente a la derecha, sí distinguió otro nombre, Sajhë de Servían, escrito en verde.
Junto a ambos nombres había un motivo pequeño y delicado, destacado con tinta dorada. Alice cogió el disco de piedra y lo colocó junto al símbolo, con el lado del dibujo hacia arriba. Eran idénticos.
Una por una, fue pasando las páginas, hasta llegar a la última. Allí encontró el nombre de Grace, con la fecha de su muerte escrita en una tinta de diferente color. Debajo y a un lado, figuraban los padres de Alice.
El último nombre era el suyo: Alice Helena (1975-), destacado en tinta roja. A su lado, el símbolo del laberinto.
Con las rodillas recogidas bajo la barbilla y los brazos alrededor de las piernas, Alice perdió la cuenta del tiempo que pasó en la habitación silenciosa y abandonada. Finalmente, lo comprendió. Lo quisiera o no, el pasado había regresado en su busca.
El viaje de regreso de Sallèles d’Aude a Carcasona transcurrió en una confusa nube.