– Las grandes campanas de Besièrs tocaban a rebato. Mujeres y niños atestaban la iglesia de San Judas y la de Santa María Magdalena, en la parte alta de la ciudad, donde miles de personas se apretujaban como animales en un corral. Los sacerdotes católicos intentaron hacer oír su voz y empezaron a entonar el Réquiem, pero los cruzados echaron las puertas abajo y los mataron a todos.
Su voz se quebró.
– En el espacio de breves horas, toda la ciudad quedó convertida en un inmenso matadero. Entonces comenzó el saqueo. Nuestras mejores casas fueron despojadas de todos sus tesoros, por la codicia y la barbarie. Sólo entonces los barones franceses intentaron controlar a los routiers, pero no por piedad, sino para satisfacer su propia avidez de riquezas. Los mercenarios, por su parte, se enfurecieron al ver que intentaban privarlos del botín que habían conquistado, de modo que prendieron fuego a la ciudad para que nadie sacara provecho. Las viviendas de madera de los barrios pobres se inflamaron como la yesca. Las vigas del techo de la catedral ardieron y se desplomaron, atrapando a todos cuantos se habían refugiado en el interior del edificio. Las llamas eran tan feroces que la catedral se partió por la mitad.
– Dime, amic -dijo el vizconde-, ¿cuántos sobrevivieron?
El músico bajó la cabeza.
– Nadie, messer, excepto los pocos que conseguimos huir de la ciudad. Todos los demás han muerto.
– Veinte mil muertos en el espacio de una sola mañana -murmuró horrorizado Raymond-Roger-. ¿Cómo es posible?
Nadie respondió. No había palabras para expresar el horror.
Trencavel levantó la cabeza y miró al músico.
– Has visto escenas que ningún hombre debería ver, Pierre de Murviel. Has dado muestras de gran arrojo y coraje al traernos la noticia. Carcassona está en deuda contigo y haré que recibas una buena recompensa. -Hizo una pausa-. Pero antes de que te marches, quisiera hacerte otra pregunta. ¿Sabes si mi tío Raymond, conde de Toulouse, participó en el saqueo de la ciudad?
– No lo creo, messer. Se rumorea que permaneció en el campamento francés.
Trencavel miró a Pelletier.
– Eso es algo, al menos.
– Y mientras venías a Carcassona -intervino Pelletier-, ¿te cruzaste con alguien por el camino? ¿Se ha extendido la noticia de esta matanza?
– No lo sé, messer. Me mantuve apartado de las rutas principales, siguiendo los viejos pasos a través de los barrancos de Lagrasse. Pero no vi soldados.
El vizconde miró a sus cónsules, por si tenían preguntas que hacer, pero ninguno habló.
– Muy bien -dijo entonces, volviéndose hacia el músico-. Puedes retirarte. Una vez más, tienes nuestro agradecimiento.
En cuanto el músico hubo abandonado la sala, Trencavel se volvió hacia Pelletier.
– ¿Por qué no hemos recibido ninguna noticia? Resulta difícil creer que ni siquiera nos hayan llegado rumores. Han pasado cuatro días desde la matanza.
– Si la historia del de Murviel es cierta, pocos habrán quedado para transmitir la noticia -dijo Cabaret en tono sombrío.
– Aun así -replicó Trencavel, desechando el comentario con un gesto de la mano-. Enviad de inmediato exploradores, tantos como podamos permitirnos. Tenemos que averiguar si la Hueste sigue acampada junto a Besièrs o si ya ha emprendido la marcha hacia el este. La victoria dará celeridad a su avance.
Cuando se puso de pie, todos se inclinaron.
– Bertran, ordena a los cónsules que difundan por toda la Ciutat la mala noticia. Ahora iré a la capèla de la Virgen. Dile a mi esposa que se reúna allí conmigo.
Pelletier sentía como si tuviera las piernas enfundadas en una armadura, mientras subía la escalera hacia sus aposentos. Parecía tener algo en torno a su pecho, como una banda o una atadura, que le impedía respirar con libertad.
Alaïs lo estaba esperando junto a la puerta.
– ¿Habéis traído el libro? -le preguntó ansiosamente, pero la expresión del rostro paterno hizo que se interrumpiera en seco-. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo?
– No he ido a Sant Nazari, filha. Han llegado noticias.
Pelletier se dejó caer pesadamente en su silla.
– ¿Qué clase de noticias?
El senescal distinguió la aprensión en la voz de su hija.
– Besièrs ha caído -respondió-. Hace tres o cuatro días. No ha habido supervivientes.
Con dificultad, Alaïs consiguió llegar al banco y sentarse.
– ¿Han muerto todos? -preguntó, sobrecogida por el horror-. ¿También las mujeres y los niños?
– Nos encontramos al borde mismo de la perdición -respondió su padre-. Si son capaces de perpetrar tales atrocidades contra personas inocentes…
Alaïs se sentó a su lado.
– ¿Qué pasará ahora? -dijo ella.
Por primera vez desde que tenía memoria, Pelletier percibió miedo en la voz de su hija.
– No podemos hacer nada más que esperar -respondió. Más que oír, intuyó que su hija hacía una profunda inspiración.
– Pero eso no cambia nada de lo que hemos acordado, ¿verdad? -dijo ella cautelosamente-. Nos permitiréis llevar la Trilogía a un lugar seguro.
– La situación ha cambiado.
Una mirada de fiera determinación centelleó en el rostro de la joven.
– Con todo respeto, paire, ahora hay incluso más razones que antes para que nos dejéis partir. Si no lo hacemos, los libros quedarán atrapados dentro de la Ciutat. No querréis que eso suceda, ¿verdad? -Hizo una pausa, pero él no contestó-. Después de todos los sacrificios que habéis hecho Simeón, Esclarmonda y tú, después de tantos años de esconder los libros y mantenerlos a salvo, vais a fallar al final.
– Lo que sucedió en Besièrs no sucederá aquí -repuso él con firmeza-. Carcassona puede resistir un asedio y lo resistirá. Los libros estarán más seguros aquí.
Alaïs estiró el brazo sobre la mesa y cogió la mano de su padre.
– Mantened vuestra palabra, os lo suplico.
– Laissa estar, Alaïs -dijo él secamente-. No sabemos dónde está el ejército. La tragedia que se ha abatido sobre Besièrs ya es una noticia antigua. Han pasado varios días desde esos nefastos sucesos, aunque son nuevos para nosotros. Puede que ya haya una avanzadilla dispuesta a atacar la Ciutat. Si te dejo ir, estaría firmando tu sentencia de muerte.
– Pero…
– Te lo prohíbo. Es demasiado peligroso.
– Estoy dispuesta a correr el riesgo.
– No, Alaïs -exclamó el senescal-, no te sacrificaré. La obligación es mía, no tuya.
– Entonces ¡venid conmigo! -exclamó ella-. ¡Esta noche! ¡Reunamos los libros y vayámonos ahora, mientras aún podemos!
– Es demasiado peligroso -repitió él empecinadamente.
– ¿Creéis que no lo sé? Sí, es posible que las espadas francesas pongan fin a nuestro viaje. Pero seguramente será mejor morir en el intento que permitir que el miedo a lo que pueda suceder nos despoje de nuestro valor.
Para su sorpresa, y para su frustración, su padre sonrió.
– Tu ánimo te honra, filha -dijo él, en tono de derrota-. Pero los libros se quedan en la Ciutat.
Alaïs lo miró horrorizada, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.
Besièrs
Durante dos días después de su inesperada victoria en Béziers, los cruzados permanecieron en los fértiles prados y los campos generosos que rodeaban la ciudad. Haber conseguido tan importante trofeo prácticamente sin sufrir bajas era un milagro. Dios no hubiese podido ofrecerles una señal más clara de la justicia de su causa.
Sobre ellos se cernían las ruinas humeantes de una ciudad antaño grandiosa. Fragmentos de grises cenizas subían en espiral hacia un incongruente cielo azul estival y eran dispersadas por el viento sobre el territorio derrotado. De vez en cuando se oía el ruido inconfundible de las paredes y los escombros desmoronándose y el estallido de la madera quebrándose.
A la mañana siguiente, la Hueste levantó el campamento y emprendió la marcha hacia el sur, por campo abierto, en dirección a la ciudad romana de Narbona. Al frente de la columna marchaba el abad de Cîteaux flanqueado por los legados papales, cuya autoridad secular se había visto reforzada por la arrolladora derrota de la ciudad que había osado dar refugio a la herejía. Cada cruz blanca o dorada parecía refulgir como el más rico de los paños sobre las espaldas de los guerreros de Dios. Cada crucifijo parecía concentrar los rayos de un sol reluciente.
El ejército conquistador zigzagueaba como una serpiente por un paisaje de salinas, pantanos y amarillas extensiones de matorrales azotadas por los feroces vientos que soplaban desde el golfo de León. La vid crecía silvestre a la vera de los caminos, junto a olivos y almendros.
Los soldados franceses, inexpertos y poco habituados al extremo clima del sur, no habían visto nunca un paisaje semejante. Se persignaban, viendo en ello la prueba de que habían entrado en un país dejado de la mano de Dios.
Una delegación encabezada por el arzobispo de Narbona y el vizconde de la ciudad se reunió con los cruzados en Capestang, el 25 de julio.
Narbona era un rico puerto comercial del Mediterráneo, aunque el núcleo de la ciudad se hallaba a cierta distancia de la costa. Con los rumores acerca de los horrores infligidos a Béziers aún frescos en la mente y con la esperanza de salvar Narbona de correr la misma suerte, la Iglesia y el estado se avinieron a sacrificar su independencia y su honor. En presencia de testigos, el obispo y el vizconde de Narbona se arrodillaron ante el abad de Cîteaux e hicieron protestas de total y completo sometimiento a la autoridad de la Iglesia. Acordaron entregar a los legados a todos los herejes conocidos, confiscar las propiedades de cátaros y judíos, e incluso pagar diezmos sobre sus propias posesiones, para financiar la cruzada.
En cuestión de horas, el acuerdo era firme. Narbona se salvó de la destrucción. Nunca un botín de guerra se había ganado con tanta facilidad.
Si el abad y sus legados se sorprendieron por la celeridad con que los narboneses renunciaron a sus derechos, no lo dejaron traslucir. Si los hombres que marchaban bajo los bermejos estandartes del conde de Toulouse se abochornaron por la falta de arrojo de sus compatriotas, no lo confesaron.
Se dio orden de cambiar de rumbo. Pernoctarían en las afueras de Narbona y por la mañana emprenderían la marcha hacia Olonzac. A partir de ahí, quedarían sólo unos días de marcha hasta Carcasona.
Al día siguiente, se rindió la ciudad fortificada de Azille, situada sobre una colina, que abrió de par en par sus puertas a los invasores. Varias familias acusadas de herejía fueron quemadas en una hoguera precipitadamente instalada en la plaza del mercado. El humo negro serpenteó por las estrechas y empinadas callejuelas, atravesó los gruesos muros de la ciudad y alcanzó las llanuras que había a lo lejos.