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Paseando a la sombra de los plátanos, mirando la ropa y los perfumes de los escaparates, volvió a sentirse ella misma. Estaba avergonzada por la forma en que había reaccionado la noche anterior. Totalmente paranoica, completamente exagerada. Por la mañana, la idea de que alguien la estuviera persiguiendo le pareció absurda.

Sus dedos buscaron el número de teléfono que llevaba en el bolsillo. «Sin embargo, esto no lo has imaginado.» Alice apartó el pensamiento. Iba a ser positiva, tenía que mirar adelante. Disfrutaría al máximo su estancia en Toulouse.

Recorrió las callejas y pasajes serpenteantes de la ciudad vieja, dejando que sus pies la guiaran. Las ornamentadas fachadas de ladrillo y piedra rosa eran sobrias y elegantes. Los nombres en los rótulos de las calles, en las fuentes y monumentos proclamaban la larga y gloriosa historia de Toulouse: generales, santos medievales, poetas del siglo xviii y luchadores por la libertad del siglo xx, todo el noble pasado de la ciudad, desde la época romana hasta el presente.

Alice entró en la catedral de Saint-Étienne, en parte para refugiarse del sol. Le gustaban la tranquilidad y la paz de las catedrales y las iglesias, herencia de los viajes que había hecho con sus padres cuando niña, de modo que pasó una agradable media hora vagando por el templo, leyendo sin prestar mucha atención los carteles de los muros y contemplando las vidrieras.

Al notar que empezaba a sentir hambre, decidió terminar con un breve recorrido por los claustros y salir en busca de algún lugar donde almorzar. No había dado más que unos cuantos pasos, cuando oyó un llanto infantil. Se volvió para mirar, pero no había nadie. Sintiendo un vago malestar, siguió andando. Los sollozos parecieron aumentar de volumen. Entonces oyó a alguien murmurar. Una voz de hombre, muy cerca, susurrándole al oído.

– Héréticque, héréticque…

Alice se volvió.

– ¿Sí? Allô ? Il y a quelqu’un ?

Allí no había nadie. Como un rumor de fondo maligno, la palabra se repetía una y otra vez dentro de su cabeza.

– Héréticque, héréticque…

Se tapó los oídos con las manos. De los pilares y los muros de piedra gris, parecían estar surgiendo rostros. Bocas torturadas y manos retorcidas tendidas pidiendo ayuda, sobresalían de cada rincón oculto.

Entonces Alice vislumbró una silueta al frente, casi fuera del alcance de su vista. Era una mujer con un vestido verde de falda larga y capa roja, que entraba y salía de las sombras. En la mano llevaba una cesta de mimbre. Alice le gritó para llamar su atención, justo en el instante en que tres hombres, tres monjes, salían de detrás de una columna. La mujer dio un alarido cuando la atraparon y no dejó de debatirse mientras la arrastraban para llevársela.

Alice intentó llamarlos, pero de su boca no salió ningún sonido. Sin embargo, la mujer sí pareció oírla, porque se volvió y la miró directamente a los ojos. Para entonces, los monjes la habían rodeado y extendían a su alrededor sus voluminosas mangas, como alas negras.

– ¡Dejadla! -gritó Alice, mientras echaba a correr hacia ellos. Pero cuanto más avanzaba, más distantes se volvían las figuras, hasta que finalmente desaparecieron por completo. Era como si se hubieran disuelto en las paredes del claustro.

Desconcertada, Alice recorrió la piedra con las manos. Se volvió a izquierda y derecha, en busca de una explicación, pero el espacio estaba completamente vacío. Finalmente, fue presa del pánico. Corrió hacia la salida que daba a la calle, convencida de que los hombres de hábitos negros la perseguirían y también se abalanzarían sobre ella.

Fuera, todo estaba igual que antes.

«Todo está bien. Tú estás bien.» Respirando pesadamente, Alice apoyó la espalda contra la pared. Mientras intentaba controlarse, se dio cuenta de que ya no era terror la emoción que sentía, sino tristeza. No necesitaba un libro de historia para saber que algo terrible había sucedido en aquel lugar. Había allí una atmósfera de sufrimiento, cicatrices que ni el hormigón ni la piedra podían disimular. Los fantasmas contaban su propia historia. Cuando se llevó una mano a la cara, descubrió que estaba llorando.

En cuanto sus piernas tuvieron fuerzas para sostenerla, se encaminó de vuelta al centro de la ciudad. Estaba resuelta a poner tanta distancia como fuera posible entre ella y Saint-Étienne. No podía explicar lo que le estaba sucediendo, pero no iba a rendirse.

Tranquilizada por el ritmo normal de la vida diaria a su alrededor, Alice se encontró en una pequeña plazoleta peatonal. En la esquina que tenía a su derecha, había una cervecería bajo un toldo rosa fuerte, una terraza con varias hileras de relucientes sillas plateadas y mesas redondas.

Alice ocupó la única mesa libre y de inmediato hizo su pedido, intentando por todos los medios serenarse. Después de beberse de un trago un par de vasos de agua, se recostó en la silla y trató de disfrutar de la caricia del sol sobre su cara. Se sirvió una copa de vino rosado, le añadió unos cubitos de hielo y bebió un sorbo. No era propio de ella horrorizarse con tanta facilidad.

«Pero emocionalmente estás bastante tocada.»

Llevaba todo el año viviendo a toda máquina. Se había separado de su novio de toda la vida. La relación llevaba años haciendo aguas y para ella era un alivio estar libre, pero no por eso le resultaba menos penosa la ruptura. Sentía castigado el orgullo y herido el corazón. Para olvidarlo, había trabajado y se había divertido con demasiado ahínco. Cualquier cosa, antes que pararse a pensar en lo que había ido mal. Se suponía que las dos semanas en el sur de Francia iban a servirle para recargar baterías y reponerse.

Alice hizo una mueca. «Menudas vacaciones.»

La llegada de un camarero interrumpió su introspección. La tortilla era perfecta, amarilla y blanda por dentro, con generosos tropezones de champiñón y mucho perejil. Alice comió con voraz concentración. Sólo cuando estaba rebañando con el pan los últimos hilillos de aceite de oliva, empezó a preguntarse qué iba a hacer el resto de la tarde.

Cuando le trajeron el café, ya lo sabía.

La biblioteca de Toulouse era un vasto edificio cuadrado de piedra. Alice le enseñó su tarjeta de lectora de la Biblioteca Británica a la distraída bibliotecaria que encontró detrás de un mostrador y ésta la dejó pasar. Después de perderse un par de veces por las escaleras, llegó a la extensa sección de historia general. A ambos lados del pasillo central, había largas y lustrosas mesas de madera, con una espina dorsal de lámparas de lectura en el centro. Había pocas sillas ocupadas, a esa hora de una calurosa tarde de julio.

En el extremo opuesto, ocupando todo el ancho de la sala, estaba lo que Alice buscaba: una fila de terminales de ordenador. Se inscribió en el mostrador de recepción, donde le dieron una contraseña y le asignaron un terminal.

Nada más conectarse, tecleó la palabra «laberinto» en la ventana del buscador. La barra verde de carga al pie de la pantalla no tardó en llenarse. En lugar de confiar en su memoria, estaba segura de que encontraría un laberinto como el suyo en algún lugar, entre los cientos de sitios enumerados. Era algo tan obvio que no podía creer que no se le hubiera ocurrido antes.

Ante todo, las diferencias entre un laberinto tradicional y su recuerdo de la imagen labrada en la pared de la cueva y en el anillo eran evidentes. Los laberintos clásicos estaban formados por círculos concéntricos con intrincadas conexiones entre sí, que conducían hacia el centro, en círculos decrecientes; pero ella estaba bastante segura de que el laberinto del pico de Soularac era una combinación de vías sin salida y líneas rectas, que volvían sobre sí mismas y no conducían a ninguna parte. Era más bien una maraña.

Los verdaderos orígenes antiguos del símbolo del laberinto y de las mitologías asociadas eran complejos y difíciles de rastrear. Los primeros dibujos tenían al parecer más de 3.000 años. Se habían descubierto símbolos de laberintos tallados en madera, en la roca de las montañas, en ladrillos y en piedra, así como tejidos en tapices o integrados en el medio natural como laberintos de setos o arbustos.

Los primeros laberintos europeos databan de la Edad del Bronce y de comienzos de la Edad del Hierro, entre 1200 y 500 a. J.C. y habían sido descubiertos alrededor de los antiguos centros comerciales del Mediterráneo. Relieves datados entre 900 y 500 a. J.C. habían sido hallados en Val Camonica, en el norte de Italia, así como en Pontevedra, en Galicia, y en el extremo noroccidental de la península Ibérica, en el cabo de Finisterre. Alice miró fijamente la ilustración. Se asemejaba más a lo que había visto en la cueva que cualquiera de las figuras vistas hasta entonces. Inclinó a un lado la cabeza. Se parecía mucho, pero no era igual.

Era razonable pensar que el símbolo hubiera viajado desde el este con los mercaderes y comerciantes de Egipto y la periferia del Imperio romano, adaptándose y modificándose por la interacción con otras culturas. También era razonable pensar que el laberinto, un símbolo evidentemente precristiano, hubiera sido adoptado por la Iglesia. Tanto la bizantina como la romana habían absorbido símbolos y mitos mucho más antiguos y los habían incorporado a su ortodoxia religiosa.

Había varias webs dedicadas al laberinto más famoso de todos: el de Cnossos, en la isla de Creta, donde, según la leyenda, el mítico Minotauro, mitad toro y mitad hombre, se hallaba prisionero. Alice no les prestó atención, pues el instinto le decía que esa línea de investigación no iba a dar frutos. El único punto interesante era la alusión a los diseños laberínticos minoicos de 1550 a. J.C., hallados en las excavaciones de la antigua ciudad de Avaris, en Egipto, así como en los templos de Kom Ombo, en Egipto, y en Sevilla.

Alice archivó la información en algún rincón de su mente.

A partir de los siglos xii y xiii, el símbolo del laberinto aparecía regularmente en manuscritos medievales copiados a mano, que circulaban por los monasterios y las cortes de Europa. Los diferentes escribas embellecían y desarrollaban las ilustraciones, creando imágenes propias y características de cada uno de ellos.

En la primera mitad de la Edad Media, un laberinto matemáticamente perfecto de once circuitos, doce muros y cuatro ejes llegó a ser el más popular. Alice vio la reproducción de un laberinto labrado en un muro de la iglesia de San Pantaleón, del siglo xiii, en Arcera, en el norte de España, y de otro sólo un poco más antiguo, perteneciente a la catedral de Lucca, en Toscana. Después hizo clic para abrir un mapa que mostraba la distribución de los laberintos en las iglesias, capillas y catedrales europeas.

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