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«Es extraordinario.»

Alice no daba crédito a sus ojos. Había más laberintos en Francia que en Italia, Bélgica, Alemania, España, Inglaterra e Irlanda juntas. Los había en Amiens, Saint-Quentin, Arras, Saint-Omer, Caen y Bayeux, en el norte de Francia; en Poitiers, Orleans, Sens y Auxerre, en el centro; en Toulouse y Mirepoix, en el suroeste, y la lista continuaba.

El más famoso de los laberintos sobre pavimento se encontraba en el norte de Francia, en medio de la nave central de la principal y más impresionante de las catedrales góticas, la de Chartres.

Alice golpeó con una mano la mesa, lo cual provocó que varias cabezas se levantaran a su alrededor con gesto desaprobador. ¡Claro! ¿Cómo había sido tan tonta? El municipio de Chartres estaba hermanado con su ciudad natal de Chichester, en la costa meridional de Inglaterra. De hecho, su primer viaje al extranjero había sido una excursión escolar a Chartres, cuando contaba once años. Tenía vagos recuerdos de que había llovido todo el tiempo y de estar de pie, envuelta en un impermeable, mojada y con frío, bajo unas bóvedas y unas columnas impresionantes. Pero no recordaba el laberinto.

No había ningún laberinto en la catedral de Chichester, pero la ciudad también estaba hermanada con Rávena, en Italia. Alice recorrió con el dedo la pantalla, hasta encontrar lo que estaba buscando. En el suelo de mármol de la iglesia de San Vítale, en Rávena, había un laberinto. Según el epígrafe, era sólo la cuarta parte de grande que el laberinto de Chartres y databa de un período muy anterior en la historia, quizá incluso del siglo v, pero ahí estaba.

Alice terminó de copiar y pegar la información que le interesaba en un documento de texto y pulsó imprimir. Mientas tanto, tecleó «catedral Chartres Francia» en la ventana del buscador.

Aunque ya en el siglo viii había habido algún tipo de construcción en el lugar, Alice averiguó que la actual catedral de Chartres databa del siglo xiii. Desde entonces, diversas creencias y teorías esotéricas se habían asociado al edificio. Había rumores de que bajo sus bóvedas y sus elaboradas columnas de piedra se escondía un secreto de suma importancia. Pese a los ingentes esfuerzos de la Iglesia católica, las leyendas y mitos se mantenían.

Nadie sabía quién había mandado construir el laberinto ni con qué fines.

Alice seleccionó los párrafos que le interesaban y cerró la aplicación.

La última página terminó de imprimirse y la máquina guardó silencio. A su alrededor, la gente empezaba a recoger sus cosas. La bibliotecaria de expresión agria cruzó con ella una mirada y se señaló el reloj.

Alice asintió, reunió sus papeles y se puso a la cola delante de mostrador, para pagar. La fila avanzaba con lentitud. Los rayos del sol de la tarde se colaban por las altas ventanas, formando escaleras de luz donde bailaban partículas de polvo.

La mujer que iba delante de Alice llevaba los brazos cargados de libros para pedir en préstamo y parecía tener una pregunta acerca de cada uno de ellos. Alice dejó que sus pensamientos se concentraran en la inquietud que la había estado preocupando toda la tarde. ¿Sería posible que en los cientos de imágenes que había visto, en los cientos de miles de palabras, no hubiera una sola coincidencia exacta con el laberinto labrado en la roca, en el pico de Soularac?

«Posible, pero no probable.»

El hombre que tenía detrás estaba demasiado cerca de ella, como cuando alguien en el metro intenta leer el periódico por encima del hombro de otro pasajero. Alice se volvió y lo miró a la cara. El hombre retrocedió un paso. Su rostro le resultaba vagamente familiar.

–  Oui , merci -dijo ella, cuando llegó al mostrador y pagó las páginas que había impreso. Casi treinta en total.

Cuando salió a la escalinata de la biblioteca, las campanas de Saint-Étienne estaban dando las siete. Había estado dentro más tiempo del que creía.

Ansiosa por ponerse en camino, volvió a toda prisa al lugar donde había aparcado el coche, al otro lado del río. Iba tan absorta en sus pensamientos que no reparó en el hombre de la cola, que la seguía por el puente manteniéndose a una distancia prudencial. Tampoco notó que sacaba un teléfono del bolsillo y hacía una llamada, mientras ella se incorporaba con su coche al lento río del tráfico.

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