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Justo al lado de la puerta, encontró dos interruptores. Uno de ellos correspondía a la bombilla encendida, y el otro, a una hilera de lámparas amarillas más tenues, suspendidas de unas alcayatas metálicas hincadas en la piedra, sobre la pared de la izquierda, que seguían todo el recorrido de la escalera hasta abajo. A ambos lados, una cuerda azul trenzada, pasada a través de unos aros metálicos negros, hacía las veces de pasamanos.

Will bajó el primer escalón. El techo era bajo, una mezcla de ladrillos viejos y piedra, a no más de cinco centímetros de su cabeza. El espacio era estrecho, pero el aire estaba limpio y fresco. No daba la sensación de un lugar olvidado.

Cuanto más bajaba, más frío hacía. Veinte peldaños y aún quedaban más. Pero el ambiente no estaba húmedo y, aunque no se veían extractores ni ninguna otra forma de ventilación, parecía haber una corriente de aire fresco procedente de algún sitio.

Al llegar abajo, Will se encontró en un pequeño vestíbulo. No había nada en las paredes, ningún signo, sólo la escalera a sus espaldas y una puerta delante, que ocupaba todo el ancho y la altura del pasillo. La iluminación eléctrica proyectaba sobre el ambiente un enfermizo resplandor amarillo.

A Will se le disparó la adrenalina al acercarse a la puerta.

La voluminosa llave antigua de la cerradura giró con facilidad. Cuando hubo franqueado la entrada, la atmósfera cambió de inmediato. Un pasillo cuyo suelo ya no era de hormigón, sino que estaba cubierto con una espesa alfombra color burdeos que se tragaba el sonido de sus pasos. La iluminación funcional había sido sustituida por ornamentados candelabros metálicos. Las paredes eran de la misma combinación de ladrillo y piedra que antes, pero estaban decoradas con tapices, imágenes de caballeros medievales, doncellas de piel de porcelana y sacerdotes con capirotes y túnicas blancas, inclinada la cabeza y extendidos los brazos.

También se distinguía en el aire una insinuación de algo más: incienso, un aroma pesado y dulzón que le recordaba las olvidadas Navidades y las Pascuas de su infancia.

Will miró por encima del hombro. La visión de la escalera que conducía de regreso a la casa, del otro lado de la puerta abierta, lo tranquilizó. El breve pasillo terminaba en una gruesa cortina de terciopelo que colgaba de una barra negra de hierro. Estaba cubierta de símbolos bordados en oro, una mezcla de jeroglíficos egipcios, indicaciones astrológicas y signos del zodíaco.

Extendió una mano y apartó la cortina.

Detrás había otra puerta, claramente mucho más antigua que la anterior. Fabricada con la misma madera oscura de los paneles del vestíbulo, tenía el marco decorado con volutas y otros motivos, pero la puerta en sí misma era totalmente lisa, marcada únicamente por orificios de carcoma, no más grandes que la cabeza de un alfiler. No había ningún picaporte a la vista, ni tampoco una cerradura, ni modo alguno de abrirla.

Coronaba el dintel un elaborado relieve tallado en piedra, no en madera. Will deslizó los dedos por encima de éste, en busca de algún tipo de mecanismo. Tenía que haber alguna manera de abrir. Recorrió uno de los lados de la puerta desde el suelo hasta arriba, después la parte superior y a continuación el otro lado, hasta que finalmente dio con lo que buscaba: una pequeña muesca justo por encima del nivel del suelo.

Se agachó y apretó con todas sus fuerzas. Oyó un chasquido neto y sonoro, como el de una canica cayendo sobre un suelo de baldosas. El mecanismo cedió y la puerta se abrió.

Will se incorporó, con la respiración algo acelerada y las palmas húmedas. Se le había erizado el vello de la nuca y de los brazos. En un par de minutos -se dijo- saldría de allí. Sólo quería echar un vistazo rápido. Nada más. Apoyó firmemente la mano en la puerta y empujó.

En el interior reinaba la más completa oscuridad, aunque de inmediato percibió que se encontraba en un espacio más amplio, quizá una bodega. El olor a incienso quemado era allí mucho más intenso.

Will buscó a tientas un interruptor en la pared, pero no encontró nada. Cayó en la cuenta de que si descorría la cortina del pasillo, entraría algo de luz, de modo que ató el pesado terciopelo en un voluminoso nudo y se volvió para hacer frente a lo que le esperaba delante, fuera lo que fuese.

Lo primero que vio fue su propia sombra, alargada y escuálida, proyectada a través del umbral. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la parda penumbra, distinguió finalmente lo que había más adelante, en la oscuridad.

Se encontraba en el extremo de una larga cámara rectangular. El techo era alto y abovedado. Monásticos bancos de madera, como los de un refectorio, se alineaban junto a las dos paredes más largas en toda su longitud y se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba su vista. Arriba, donde las paredes se encontraban con el techo, había un friso que repetía un motivo de palabras y símbolos. Parecían los mismos símbolos egipcios que había visto fuera, en la cortina.

Will se secó las manos en los vaqueros. Justo delante, en el centro de la cámara, se veía un impresionante cofre de piedra, como un sarcófago. Lo rodeó por completo deslizando la mano sobre su superficie al caminar. Parecía liso, a excepción de un gran motivo circular en el centro. Se inclinó hacia adelante para ver mejor y repasó las líneas con los dedos. Era una especie de motivo de círculos decrecientes, como los anillos de Saturno.

Cuando sus ojos se habituaron un poco más a la penumbra, pudo distinguir que sobre cada uno de los lados había una letra tallada en la piedra: E a la cabeza, N y S sobre los lados más largos, una frente a otra, y O al pie. ¿Los puntos cardinales?

Después reparó en un pequeño bloque de piedra, de unos treinta centímetros de altura, colocado en la base del cofre, en línea con la letra E. Tenía una curva poco profunda en el centro, como el bloque de un verdugo.

El suelo a su alrededor parecía más oscuro que el resto. Estaba húmedo, como si lo hubieran fregado poco antes. Will se agachó y pasó los dedos por la marca. Desinfectante y algo más, un olor agrio, como a óxido. Había algo pegado a una de las esquinas de piedra. Will lo desprendió con las uñas.

Era un trozo de tela de hilo o algodón, deshilachado en los bordes, como si hubiese quedado enganchado en un clavo y se hubiese desgarrado. En los cantos tenía pequeñas manchas marrones. Como de sangre seca.

Will dejó caer la tela y echó a correr, dando un portazo y desanudando la cortina antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Salió a toda carrera por el pasillo, atravesó las dos puertas y subió en tromba la estrecha y empinada escalera, saltando los peldaños de dos en dos, hasta que estuvo en el vestíbulo de la casa.

Se dobló por la cintura, con las manos apoyadas en las rodillas, e intentó recuperar el aliento. Después, al comprender que pasara lo que pasase no podía arriesgarse a que nadie llegara y descubriera que había estado allá abajo, metió una mano y apagó las luces. Con dedos temblorosos, cerró el pestillo de la puerta y devolvió el tapiz a su sitio, hasta que ya nada fue visible desde fuera.

Por un instante, se quedó parado donde estaba. El reloj de péndulo le indicó que no habían pasado más de veinte minutos.

Will se miró las manos, volviéndolas de un lado y del otro, como si no fueran suyas. Frotó la yema del índice con la del pulgar y olió. Era sangre.

CAPÍTULO 25

Toulouse

Alice se despertó con un dolor de cabeza monumental. Por un momento, no tuvo ni idea de dónde se encontraba. Entreabrió los párpados y, por el rabillo del ojo, vio la botella vacía sobre la mesilla de noche. «Te está bien empleado»

Rodó hacia un costado y cogió el reloj.

Las once menos cuarto.

Con un gruñido, volvió a dejarse caer sobre la almohada. Tenía la boca rancia como el cenicero de un pub y en la lengua el sabor agrio del whisky.

«Necesito una aspirina. Agua.»

Entró trastabillando en el baño y se miró al espejo. Se veía tan mal como se sentía. Su frente era un moteado caleidoscopio de magulladuras verdes, violáceas y amarillas. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Conservaba una lejana memoria de haber soñado con bosques y ramas invernales quebradizas por la helada. ¿Había visto el laberinto reproducido sobre un trozo de tela dorada? No podía recordarlo.

Su viaje desde Foix, la noche anterior, también parecía envuelto en una nube. Ni siquiera podía recordar por qué se había dirigido a Toulouse y no a Carcasona, como habría sido lo más lógico. Dejó escapar un gruñido. Foix, Carcasona, Toulouse. No pensaba moverse, pasara lo que pasase, hasta sentirse mejor. Se recostó en la cama y esperó a que los analgésicos hicieran efecto.

Veinte minutos después, seguía sintiéndose mal, pero el doloroso latido detrás de los ojos se había convertido en una simple jaqueca. Se quedó bajo el chorro de la ducha hasta que el agua empezó a salir fría. Sus pensamientos volvieron a Shelagh y al resto del equipo. Se preguntó qué estarían haciendo en ese momento. Habitualmente, el equipo subía al yacimiento a las ocho en punto y se quedaba allí hasta que caía la noche. Vivían y respiraban excavación. No podía imaginar cómo iba a hacer ninguno de ellos para arreglárselas sin su rutina diaria.

Envuelta en la diminuta y raída toalla del hotel, Alice miró si tenía mensajes en el móvil. Nada todavía. La noche anterior esa ausencia la había entristecido, hoy la fastidiaba. Más de una vez, durante sus diez años de amistad, Shelagh se había sumido en rencorosos silencios que habían durado semanas. En cada ocasión le había tocado a Alice arreglar las cosas, y ahora se daba cuenta de que estaba dolida.

«Que sea ella la que corra esta vez.»

Tras repasar el contenido de su neceser, Alice encontró un viejo tubo de crema correctora, raramente usada, que empleó para tapar los peores cardenales. Después se puso perfilador de ojos y un toque de pintalabios. Se secó el pelo con los dedos y por último eligió la más cómoda de sus faldas y una blusa azul nueva sin mangas. Guardó todo lo demás y, antes de salir a explorar Toulouse, bajó a la recepción para comunicar que se marchaba del hotel.

Todavía se sentía mal, pero no era nada que el aire fresco y una buena dosis de cafeína no pudieran curar.

Tras colocar las maletas en el coche, Alice pensó que sería mejor simplemente caminar y ver hacia dónde la llevaban sus pasos. El aire acondicionado de su coche no funcionaba muy bien, por lo que decidió esperar a que bajara la temperatura, antes de partir hacia Carcasona.

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