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Baillard contempló el anillo sobre la mesa y después tendió la mano y lo cogió. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, lo inclinó a la luz. El delicado motivo del laberinto, labrado en la cara inferior, era claramente visible.

– ¿Es su anillo? -preguntó Jeanne.

Audric no se atrevió a contestar. Se estaba preguntando por el azar que había puesto el anillo en sus manos. Se preguntaba si de verdad había sido un azar.

– ¿Mencionó Yves adonde han llevado los esqueletos?

La anciana sacudió la cabeza.

– ¿Podrías preguntarle? Y, si es posible, pídele que haga una lista de todos los que estaban ayer allí, cuando abrieron la cueva.

– Se lo pediré. Estoy segura de que nos ayudará, si puede.

Baillard se deslizó el anillo en el pulgar.

– Transmite a Yves mi agradecimiento. Debe de haberle costado mucho coger esto. Ni siquiera imagina la importancia que puede tener a la postre su rapidez de reflejos -dijo sonriendo-. ¿Ha dicho qué otra cosa se ha descubierto junto a los cuerpos?

– Un puñal, una bolsa pequeña de piel sin nada dentro, una lámpara sobre…

– Vuèg? -exclamó con incredulidad-. ¿Vacía? ¡Imposible!

– El inspector Noubel, el oficial al mando, le insistió aparentemente a la mujer sobre ese punto. Yves dijo que ella no cedió. Dijo que no había tocado nada, excepto el anillo.

– ¿Y a tu nieto le pareció de fiar?

– No me lo dijo.

– Sí… Tiene que habérselo llevado otra persona -murmuró entre dientes, frunciendo el ceño en gesto reflexivo-. ¿Qué te ha dicho Yves de esa mujer?

– Muy poco. Es inglesa, tiene veintitantos años y no es arqueóloga, sino voluntaria. Estaba en Foix por invitación de una amiga, que era la segunda persona al frente de la excavación.

– ¿Te ha dicho su nombre?

– Taylor, creo que dijo. -Arrugó el entrecejo-. No, Taylor no. Quizá Tanner. Sí, eso es. Alice Tanner.

El tiempo pareció detenerse.

¿Será cierto? Su nombre despertaba ecos en el interior de su cabeza.

– Es vertat? -repitió en un suspiro.

¿Se habría llevado el libro? ¿Lo habría reconocido? No, no. Se contuvo. No tenía sentido. Si se había llevado el libro, ¿por qué no el anillo?

Baillard apoyó las manos planas sobre la mesa, para que le dejaran de temblar, y buscó con la mirada los ojos de Jeanne.

– ¿Crees que podrías preguntarle a Yves si tiene una dirección? Si sabe dónde encontrar a donaisela…

Se interrumpió, incapaz de continuar.

– Puedo preguntarle -respondió ella, y en seguida añadió-: ¿Te sientes bien, Audric?

– Cansado -replicó él, intentando sonreír-. Nada más.

– Esperaba verte algo más… alegre. Esto es, o al menos podría ser, la culminación de todos tus años de trabajo.

– Hay mucho que asimilar.

– Pareces más conmocionado que entusiasmado con la noticia.

Baillard imaginó el aspecto que debía de tener: los ojos demasiado brillantes, la cara demasiado pálida, las manos temblorosas.

– Estoy entusiasmado -dijo-. Y sobre todo agradecido a Yves, y a ti también, desde luego, pero… -Hizo una profunda inspiración-. ¿Crees que podrías llamar a Yves ahora? ¿Podría hablar yo con él directamente? ¿Tal vez quedar para vernos?

Jeanne se levantó de la mesa y fue hasta el vestíbulo, donde el teléfono estaba sobre una mesita, al pie de la escalera.

A través de la ventana, Baillard se puso a contemplar las laderas que subían hasta las murallas de la Cité. Una imagen de ella cantando, mientras trabajaba, se abrió paso en su mente, una visión de la luz que caía en franjas luminosas entre las ramas de los árboles, proyectando un difuminado resplandor sobre el agua. A su alrededor se desplegaban los sonidos y los olores de la primavera, sobre pequeñas notas de color dispersas en el sotobosque: azules, rosas y amarillos, la tierra generosa y profunda, el aroma embriagador de los arbustos de boj a ambos lados de la senda rocosa. La promesa del calor y de los días de verano que aún tenían que llegar.

Se sobresaltó cuando la voz de Jeanne lo hizo regresar de los suaves colores del pasado.

– No contesta -dijo.

CAPÍTULO 24

Chartres

En la cocina de la Rué du Cheval Blanc, en Chartres, Will Franklin se bebió la leche directamente de la botella de plástico, para intentar matar de su aliento el olor a brandy rancio.

El ama de llaves había dejado la mesa puesta desde muy temprano por la mañana, antes de marcharse en su día libre. La cafetera italiana estaba sobre la cocina. Will dedujo que sería para François-Baptiste, ya que habitualmente la criada no se tomaba tantas molestias por él cuando Marie-Cécile no estaba en casa. Supuso que François-Baptiste también dormiría hasta tarde, porque todo estaba intacto, sin una cucharilla ni un cuchillo fuera de su sitio. Dos cuencos, dos platos y dos tazas con sus platillos. Cuatro variedades de mermelada y un bote de miel, junto a una fuente grande. Bajo el paño blanco que cubría la fuente, Will encontró melocotones, nectarinas y melón, y algunas manzanas.

No tenía apetito. La noche anterior, para matar el tiempo hasta el regreso de Marie-Cécile, había bebido primero una copa, después otra y después una tercera. Cuando ella llegó, era pasada la medianoche; para entonces, Will se había emborrachado hasta el aturdimiento. Marie-Cécile se encontraba en estado de salvaje excitación, ansiosa por compensar la discusión que habían tenido. No se durmieron hasta el alba.

Los dedos de Will apretaron con fuerza el papel que tenía en la mano. Marie-Cécile ni siquiera se había molestado en escribirle personalmente la nota. Una vez más, había encargado al ama de llaves que fuera ella quien le informara de su salida de la ciudad por negocios, de la que esperaba estar de vuelta antes del fin de semana.

Will y Marie-Cécile se habían conocido en la fiesta de inauguración de una galería de arte en Chartres, la primavera anterior, a través de amigos de unos amigos de los padres de él. Will iniciaba un viaje sabático de seis meses por Europa, y Marie-Cécile era una de las propietarias de la galería. Ella lo abordó a él, y no él a ella. Atraído y halagado por la atención, Will se encontró contándole la historia de su vida, mientras compartían una botella de champán. Habían salido juntos de la galería y desde entonces seguían juntos.

«Técnicamente juntos», pensó Will con amargura. Abrió el grifo y se salpicó la cara con agua fría. La había llamado esa mañana, sin saber muy bien qué iba a decirle, pero su teléfono estaba apagado. Estaba harto de esa fluctuación constante, de no saber nunca cuál era su situación.

Will miró por la ventana el jardincillo del fondo. Como todo lo de aquella casa, era perfecto en su diseño y precisión. No había nada que respetara los designios de la naturaleza. Guijarros gris claro; jardineras altas de barro cocido con limoneros y naranjos a lo largo de la pared del fondo, orientada al sur y, en la ventana, hileras de geranios rojos con los pétalos hinchados por el sol. Cubriendo la pequeña reja de hierro forjado, sobre el muro, había una hiedra centenaria. Todo hablaba de permanencia. Todo seguiría allí mucho después de que Will se hubiese marchado.

Se sentía como alguien que hubiese despertado de un sueño para descubrir que el mundo real no era como lo había imaginado. Lo más sensato habría sido salvar lo que aún conservaba y seguir adelante por su cuenta, sin rencores. Por muy desilusionado que estuviera con la relación, Marie-Cécile había sido generosa y amable con él y -tenía que admitirlo- había cumplido su parte del trato. Su decepción era fruto de unas expectativas poco realistas. No era culpa de ella. Marie-Cécile no había roto ninguna promesa.

Sólo entonces reparó Will en la ironía de haber decidido pasar los últimos tres meses en una casa exactamente igual a la suya, de la que había intentado escapar con su viaje a Europa. Diferencias culturales aparte, el ambiente le recordaba la atmósfera de la casa de sus padres en América, elegante y selecta, diseñada más como escaparate social que como un hogar. Entonces, lo mismo que ahora, Will pasaba gran parte del tiempo solo, vagando de una habitación inmaculada a la siguiente.

El viaje era su oportunidad de decidir lo que quería hacer con su vida. En un principio, su plan había sido recorrer Francia y España, reuniendo ideas e inspiración para sus escritos, pero desde que había llegado a Chartres prácticamente no había escrito ni una sola frase. Sus temas eran la rebeldía, la ira y la angustia, la non sancta trinidad de la vida norteamericana. En casa de sus padres encontraba mil cosas contra las cuales rebelarse. Allí se había quedado sin nada que decir. El único tema que ocupaba su mente era Marie-Cécile y era el único tema que no le estaba permitido tocar.

Se terminó la leche y tiró la botella al cubo de la basura. Echó otro vistazo a la mesa y decidió salir a desayunar fuera. La idea de hablar de intrascendencias con François-Baptiste le revolvía el estómago.

Recorrió el pasillo. El vestíbulo de la entrada, de techos altos, estaba en silencio, excepto por el puntual tictac del ornamentado reloj de péndulo.

A la derecha de la escalera, una puerta estrecha daba paso a las amplias bodegas de la casa. Will descolgó su chaqueta vaquera del pomo de la escalera, y se disponía ya a atravesar el vestíbulo cuando advirtió que uno de los tapices estaba torcido. Era un desvío mínimo, pero en la perfecta simetría del resto de la estancia, llamaba la atención.

Tendió la mano para enderezarlo, pero titubeó. Se veía una delgada franja de luz en la pared, detrás de los lustrosos paneles de madera. Levantó la vista hacia la ventana que había sobre la puerta y la escalera, aun sabiendo que a esa hora del día no daba el sol en esa parte de la casa.

La luz parecía provenir de detrás de la madera oscura que cubría la pared. Intrigado, separó el tapiz de la misma. Disimulada entre los paneles, había una puerta pequeña, cuyos bordes coincidían con los de aquéllos. Tenía un diminuto pestillo de latón, hundido en la madera oscura, y un tirador circular plano, semejante al de las puertas de las pistas de squash. Todo muy discreto.

Will probó con el pestillo. Estaba bien engrasado y cedió sin dificultad. Con un suave chirrido, la puerta se abrió ante él, liberando un sutil olor a espacios subterráneos y sótanos escondidos. Apoyando las manos sobre el canto de la puerta, se asomó al interior y descubrió de inmediato la fuente de la luz: una solitaria bombilla blanca, en lo alto de un empinado tramo de escalera, que descendía hacia la oscuridad.

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