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Los otros fieles unieron las manos en un círculo y comenzaron a rezar.

– Padre santo, Dios de la justicia y las almas buenas, Tú que no te dejas engañar, que nunca mientes ni dudas, permítenos saber…

Los soldados ya la habían emprendido a patadas con la puerta, entre risotadas y exabruptos. En poco tiempo, los encontrarían. La menor de las mujeres, que tenía apenas catorce años, se echó a llorar. Las lágrimas rodaban desesperadamente y en silencio por sus mejillas.

– …permítenos saber lo que Tú sabes y amar lo que Tú amas, porque nosotros no somos de este mundo y este mundo no es para nosotros, y tememos encontrar aquí la muerte, en los dominios de un dios extraño.

El parfait levantó la voz cuando la viga horizontal que mantenía cerrada la puerta saltó partida en dos. Astillas agudas como puntas de flecha se proyectaron por el granero cuando los hombres irrumpieron en él. A la luz del resplandor anaranjado del fuego que ardía en el patio, vio sus ojos vidriosos e inhumanos. Contó diez hombres, cada uno con su espada.

Su mirada se fijó después en el capitán, que entró detrás. Un hombre alto, de tez pálida y ojos inexpresivos, tan sereno y controlado como vehementes e indisciplinados eran sus hombres. Tenía un aire de cruel autoridad, el de un hombre acostumbrado a ser obedecido.

Siguiendo sus órdenes, los soldados sacaron a rastras a los fugitivos de su escondite. El capitán levantó el brazo y hundió la espada en el pecho del parfait. Por un instante, sostuvo su mirada. Los ojos del francés, grises como el pedernal, rebosaban desprecio. Alzó el brazo por segunda vez e hincó el acero en lo alto del cráneo del viejo, salpicando la paja de pulpa roja y sesos grises.

Asesinado el sacerdote, se desató el pánico. Los otros intentaron huir, pero el suelo estaba resbaladizo de sangre. Un soldado agarró a una mujer por el pelo y le clavó una estocada en la espalda. El padre de la víctima intentó apartarlo, pero el hombre se dio la vuelta y le abrió el vientre de un tajo. Los ojos del desdichado se abrieron de conmocionado asombro, mientras el soldado revolvía el acero en la herida y empujaba con el pie a su víctima para extraerle el arma.

El soldado más joven vomitó sobre la paja.

Al cabo de unos minutos, todos los hombres estaban muertos y sus cuerpos yacían dispersos por el granero. El capitán ordenó a los soldados que se llevaran fuera a las dos mujeres mayores. Se quedó a la chica y también al muchacho que había vomitado. El chico tenía que endurecerse.

Ella retrocedió, con el miedo aleteando en sus ojos. Él capitán sonrió. No tenía prisa y la joven no podía huir. Dio unas vueltas a su alrededor, como un lobo contemplando a su presa, y entonces, sin previo aviso, atacó. De un solo movimiento, la agarró por el cuello, le golpeó la cabeza contra la pared y le desgarró el vestido. La chica gritó con fuerza, dando patadas y manotazos desesperados al vacío. Él le dio un puñetazo en la cara, notando con satisfacción el tacto de los huesos astillados.

Las piernas de ella cedieron. Cayó de rodillas, dejando un rastro de sangre sobre la madera. El hombre se inclinó y le agarró la túnica, desgarrándola de arriba abajo de un solo gesto. Ella gimió, mientras él le apartaba la tela, descubriendo su cuerpo.

– No debemos permitir que se apareen y traigan otros como ellos al mundo -dijo con frialdad, al tiempo que desenvainaba el puñal.

No tenía intención de contaminar su carne tocando a la hereje. Empuñando el arma, hundió cuanto pudo la hoja en las entrañas de la chica. Con todo el odio que le inspiraban los de su clase, clavó el cuchillo en su vientre una y otra vez, hasta tener ante sí su cuerpo tendido e inmóvil. Como acto final de profanación, le dio la vuelta y, con dos rápidos movimientos del cuchillo, le grabó el signo de la cruz en la espalda desnuda. Perlas de sangre, como rubíes, brotaron sobre la piel blanca.

– Espero que esto sirva de lección para cualquier otro de estos que pase por aquí -dijo serenamente-. Ahora remátala.

Después de limpiar la hoja del arma en el vestido desgarrado de la joven, se puso de pie.

El chico estaba sollozando. Tenía la ropa manchada de vómito y sangre. Intentó hacer lo que su capitán le ordenaba, pero con demasiada lentitud.

El hombre cogió al muchacho por el cuello.

– He dicho que la remates. Rápido. Si no quieres acabar como ellos.

Le dio un puntapié en la base de la espalda, dejándole en la gonela una huella de sangre, polvo y fango. Un soldado de estómago delicado no le servía para nada.

La improvisada hoguera en mitad del patio ardía ferozmente, avivada por el cálido viento nocturno que soplaba desde el Mediterráneo.

Los soldados se mantenían retirados, con las manos sobre la cara para protegerse del calor. Sus caballos, atados a la cancela, piafaban agitados. Tenían el hedor de la muerte en los ollares y eso los ponía nerviosos.

A las mujeres las habían desnudado y las habían obligado a arrodillarse en el suelo, delante de sus captores, con los pies atados y las manos fuertemente amarradas a la espalda. La expresión de sus rostros y los arañazos en su pecho y hombros testimoniaban lo que acababan de soportar, pero permanecían en silencio. Una de ellas lanzó una apagada exclamación cuando les arrojaron delante el cadáver de la muchacha.

El capitán se dirigió hacia la pira. Ya estaba aburrido; no veía el momento de marcharse. Matar herejes no era lo que lo había llevado a unirse a la cruzada. La brutal incursión era un regalo para sus hombres. Había que mantenerlos ocupados para que no bajaran la guardia y evitar que se enfrentaran entre sí.

El cielo nocturno estaba lleno de estrellas blancas alrededor de la luna llena. Se dio cuenta de que debía de ser pasada la medianoche, quizá más tarde. Había contado con estar de vuelta mucho antes, por si llegaba algún aviso.

– ¿Las echamos a la hoguera, señor?

Con un único y repentino gesto, desenvainó la espada y cercenó de un mandoble la cabeza de la mujer que tenía más cerca. La sangre empezó a manar de una vena del cuello, salpicándole a él las piernas y los pies. El cráneo cayó al suelo con un golpe sordo. De un puntapié, el hombre derribó en el polvo el cuerpo que aún se retorcía.

– Matad al resto de estas perras herejes y después quemad los cuerpos, y también el granero. Ya nos hemos demorado demasiado.

CAPITULO 21

Alaïs se despertó cuando el alba se filtraba en la habitación. Por un momento no consiguió recordar qué hacía en los aposentos de su padre. Desperezándose para desprenderse del sueño, se sentó en la cama y esperó, hasta que el recuerdo de la víspera regresó vivido e intenso

En algún momento durante las largas horas entre la medianoche y el alba, había tomado una decisión. Pese a lo entrecortado de su sueño nocturno, tenía la mente clara como un torrente de montaña. No podía quedarse sentada, esperando pasivamente el regreso de su padre. No tenía manera de juzgar las consecuencias de cada día de demora. Cuando él le habló de su deber sagrado con la Noublesso de los Seres y el secreto que sus integrantes custodiaban, le hizo saber más allá de toda duda que su honor y su orgullo dependían de su capacidad para cumplir los votos pronunciados. Ella tenía el deber de buscarlo, contarle lo sucedido y volver a poner el asunto en sus manos.

«Mejor actuar que quedarse impasible.»

Alaïs se acercó a la ventana y abrió los postigos para dejar entrar el aire de la mañana. A lo lejos, la Montaigne Noire reverberaba en tonos violáceos a la luz creciente del alba, sempiterna e intemporal. El espectáculo de las montañas fortaleció su resolución. El mundo la estaba llamando para que se uniera a él.

Una mujer viajando sola correría riesgos. Su padre lo habría tildado de temeridad. Pero era una excelente amazona, rápida e intuitiva, y confiaba en su capacidad para huir cabalgando de cualquier grupo de asaltadores de caminos o bandoleros. Además, hasta donde tenía noticias, no se conocían ataques de bandoleros en las tierras del vizconde Trencavel.

Alaïs se llevó la mano a la herida de la nuca, testimonio de que alguien había intentado hacerle daño. Si le había llegado la hora, entonces prefería plantar cara a la muerte con la espada en la mano a quedarse sentada, esperando a que sus enemigos volvieran a atacar.

Cuando Alaïs recogió de la mesa la lámpara apagada, vio casualmente su reflejo en el vidrio veteado de negro. Estaba pálida, con la piel del color del suero de la leche, y los ojos velados por la fatiga. Pero había en su expresión una determinación que antes no poseía.

Alaïs hubiese deseado no tener que volver a su habitación, pero no le quedaba más remedio. Después de pasar con cuidado por encima de François, atravesó la plaza de armas y volvió a la zona de castillo donde se encontraban sus aposentos. No había nadie.

Guiranda, la taimada sombra de Oriane, dormía en el suelo junto a la puerta de su señora, con su bonito y enfurruñado rostro sumido en el sueño, cuando Alaïs pasó de puntillas a su lado.

El silencio que encontró al entrar en su habitación le indicó que la otra criada ya no estaba. Presumiblemente se habría despertado y, al descubrir su ausencia, se habría marchado.

Alaïs puso manos a la obra, sin perder un minuto. El éxito de su plan dependía de su habilidad para lograr que todos creyeran que se sentía demasiado débil como para alejarse del castillo. Nadie de la casa debía saber que se dirigía a Montpellier.

Sacó de su guardarropa el más ligero de sus vestidos de caza, de un marrón rojizo similar al pelaje de las ardillas, con mangas añadidas de un pálido gris piedra, amplias bajo los brazos y terminadas en punta. Se ciñó un fino cinturón de piel, del que colgó su cuchillo y su bolsa, la que usaba cuando salía a cazar en invierno.

Se calzó las botas de caza, que le llegaban justo hasta debajo de las rodillas; se ajustó los lazos de piel en torno a la caña de las botas, para sujetar un segundo puñal; cerró las hebillas, y se puso una sencilla capa marrón con capucha y sin adornos.

Cuando estuvo vestida, cogió del cofre joyero varias gemas y algunas joyas, entre ellas su collar de aventurina y su anillo de turquesa con gargantilla a juego. Podían serle de utilidad como moneda de cambio o para comprar el derecho a transitar o a refugiarse en algún sitio, sobre todo cuando hubiera dejado atrás las fronteras de las tierras del vizconde Trencavel.

Por último, satisfecha al comprobar que no olvidaba nada, sacó la espada de su escondite detrás de la cama, donde había permanecido intacta desde su boda. Alaïs la empuñó firmemente con la mano derecha y la levantó, calibrando la hoja sobre la palma. Seguía recta y equilibrada, pese a la falta de uso. Dibujó en el aire la figura de un ocho, recordando el peso y el carácter del arma. Sonrió. La sentía cómoda en su mano.

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