– Yo no sé nada, dòmna -se apresuró a decir con voz ahogada.
– ¿Cómo es eso? Seguramente habrás oído algo. Algún rumor en las cocinas…
– Muy poco.
– Bueno, intentemos reconstruir juntos la historia -dijo ella, intrigada por su actitud-. Recuerdo que volvía de los aposentos de mi padre, después de que tú fueras a buscarme para que acudiera a verlo. Entonces me atacaron dos hombres. Me desperté en un huerto, cerca de un riachuelo. Era temprano, por la mañana. Cuando volví a despertarme, estaba en mi habitación.
– ¿Reconoceríais a esos dos hombres, dòmna?
Alaïs lo miró con atención.
– No. Estaba oscuro y todo sucedió demasiado de prisa.
– ¿Se llevaron algo?
Ella dudó.
– Nada de valor -dijo finalmente, incómoda con la mentira-. Después, por lo que sé, Alziette Baichère dio la noticia. La he oído presumiendo al respecto hace un momento, aunque no acabo de comprender qué hacía ella en mis habitaciones. ¿Por qué no estaba conmigo Rixenda? ¿O cualquiera de mis doncellas?
– Instrucciones de dòmna Oriane, dòmna. Se ha hecho cargo personalmente de vuestro cuidado.
– ¿Y a nadie le ha parecido extraña tanta preocupación? -dijo ella. Era totalmente impropio de su carácter-. Mi hermana no destaca precisamente por esas… habilidades.
François asintió.
– Pero ¡insistió tanto, dòmna !
Alaïs sacudió la cabeza. Una lejana reminiscencia encendió un destello en su mente. El fugaz recuerdo de estar encerrada en un espacio reducido, pero no de madera, sino de piedra, y un hedor acre a orina de animales y a dejadez. Cuanto más se esforzaba por atrapar el recuerdo, más se le escabullía y se alejaba.
Volvió al asunto que la ocupaba.
– Supongo, François, que mi padre ya habrá salido hacia Montpelhièr.
El hombre hizo un gesto afirmativo.
– Hace dos días, dòmna.
– Entonces es miércoles -murmuró ella, estupefacta. Había perdido dos días-. Dime, François -añadió, frunciendo el ceño-, cuando se marcharon, ¿no se extrañó mi padre de que yo no saliera a despedirlos?
– Así fue, dòmna, pero… me prohibió que os despertara.
«Eso no tiene sentido.»
– ¿Y mi marido? ¿No dijo Guilhelm que yo no había regresado esa noche a nuestros aposentos?
– Creo que el chavalièr Du Mas pasó la primera parte de la noche en la forja, dòmna, y que después asistió a la misa de bendición con el vizconde Trencavel, en la capilla. Parecía tan sorprendido por vuestra ausencia como el senescal Pelletier, y además…
Se hizo un silencio incómodo.
– Adelante. Di lo que estás pensando, François. No te culparé.
– Con todos mis respetos, dòmna, creo que el chavalièr Du Mas no debía de querer revelarle a vuestro padre que ignoraba vuestro paradero.
En cuanto las palabras salieron de la boca del criado, Alaïs supo que tenía razón.
La animadversión entre su marido y su padre pasaba por su peor momento. Alaïs apretó los labios, para no delatar que pensaba lo mismo.
– Corrieron un riesgo muy grande -dijo ella, refiriéndose otra vez a sus captores-. Atacarme en el corazón del Château Comtal ya fue locura suficiente, pero multiplicar su crimen tomándome prisionera… ¿Cómo pudieron tener la menor esperanza de salirse con la suya?
Se interrumpió secamente, al darse cuenta de lo que acababa de decir.
– Todos estaban muy atareados, dòmna. No había toque de queda, y si bien la puerta del oeste estaba cerrada, la del este permaneció abierta toda la noche. No habrá sido difícil para dos hombres llevaros entre los dos, siempre que se cuidaran de ocultar vuestro rostro y vuestras ropas. Hay muchas damas… muchas mujeres, quiero decir… ya me entendéis…
Alaïs reprimió una sonrisa.
– Sí, François, te entiendo perfectamente.
La sonrisa se esfumó de su cara. Necesitaba pensar, decidir lo que iba a hacer a continuación. Estaba más confusa que nunca, y su ignorancia del porqué de lo ocurrido y de la manera en que había sucedido todo no hacía más que acrecentar su temor. «Es difícil actuar contra un enemigo sin rostro.»
– Convendría hacer circular el rumor de que no recuerdo nada del ataque, François -dijo ella al cabo de un momento-. De ese modo, si mis atacantes están todavía en el castillo, no se sentirán amenazados.
La idea de hacer otra vez el mismo recorrido de vuelta por la plaza de armas le heló la sangre. Además, no soportaba la idea de dormir bajo la mirada de una criada de Oriane. Alaïs no tenía la menor duda de que la había enviado su hermana para espiarla.
– Pasaré aquí el resto de la noche -añadió.
Para su sorpresa, François pareció horrorizado.
– Pero, dòmna, no es apropiado para vos…
– Siento tener que echarte de tu cama -dijo ella, suavizando su orden con una sonrisa-, pero la compañera que tengo en mis aposentos no es de mi agrado.
Una expresión impasible y hermética descendió sobre el rostro del criado.
– Aun así, François -prosiguió ella-, te agradeceré que te quedes cerca, por si te necesito.
El hombre no le devolvió la sonrisa.
– Lo que vos digáis, dòmna.
Alaïs se lo quedó mirando un momento, pero se dijo que estaba sacando demasiadas conclusiones apresuradas. Le pidió que encendiera la lámpara y a continuación lo despidió.
En cuanto François se hubo marchado, Alaïs se acostó hecha un ovillo en la cama de su padre. Al quedarse sola otra vez, volvió a sentir el pesar por la ausencia de Guilhelm, como un sordo dolor físico. Intentó conjurar mentalmente la imagen de su rostro, sus ojos y el contorno de su mandíbula, pero sus rasgos desdibujados se negaron a concretarse. Alaïs sabía que su incapacidad para fijar la imagen de su marido era fruto de su ira. Una y otra vez intentó recordar que Guilhelm estaba cumpliendo con sus obligaciones de chavalièr . No había error ni deslealtad en su conducta. De hecho, había actuado como era menester. En vísperas de tan importante misión, se debía ante todo a su señor y a quienes iban a hacer el viaje con él, y no a su esposa. Sin embargo, por mucho que Alaïs se lo repitiera, no conseguía acallar las voces en su mente. Lo que pudiera decir no cambiaba lo que sentía: que cuando había necesitado su protección, Guilhelm le había fallado. Por injusto que fuera su pensamiento, culpaba a Guilhelm.
Si su ausencia se hubiera descubierto con la primera luz del alba, quizá habrían atrapado a sus atacantes.
«Y mi padre no se habría marchado pensando mal de mí.»
En una granja desierta, en las afueras de Aniane, en las llanas y feraces tierras del oeste de Montpellier, un anciano parfait cátaro y sus ocho credentes , sus fieles, aguardaban agazapados en el rincón de un granero, detrás de un montón de viejos arneses para bueyes y mulas.
Uno de los hombres estaba malherido. Colgajos de carne rosa y gris se desplegaban en torno a los blancos huesos astillados de lo que había sido su cara. Uno de los ojos había sido desalojado de su órbita por la fuerza del golpe que le había destrozado la mejilla. La sangre empezaba a coagularse en torno al hueco. Cuando la casa donde se habían congregado para orar fue atacada por un pequeño grupo de militares desgajado del grueso del ejército francés, sus amigos se habían resistido a abandonarlo.
Pero la presencia del herido había ralentizado su marcha y neutralizado la ventaja que les confería su mejor conocimiento del terreno. Los cruzados los habían perseguido todo el día. La noche no los había protegido y ahora se encontraban acorralados. Los cátaros podían oír los gritos de los soldados en el patio y también el sonido del fuego prendiendo en la madera seca. Estaban encendiendo una hoguera.
El parfait sabía que se acercaba su fin. No podían esperar piedad de hombres como aquéllos, impulsados por el odio, la ignorancia y el fanatismo. Nunca había habido un ejército como aquél en suelo cristiano. El parfait no lo habría creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos. Había viajado hacia el sur, siguiendo en paralelo el avance de la Hueste. Había visto las barcazas enormes que bajaban flotando por el Ródano, cargadas de material y suministros, así como de cofres de madera cerrados con bandas de acero, que contenían valiosas reliquias sagradas para el buen fin de la expedición. Los cascos de los miles de caballos con sus jinetes, cabalgando junto al río, levantaban una gigantesca tolvanera que envolvía a toda la Hueste.
Desde el principio, la gente había cerrado a cal y canto las puertas de sus pueblos y ciudades, y había observado al ejército desde detrás de las murallas, rezando para que siguiera su camino sin detenerse. Circulaban rumores de creciente violencia y horror. Se hablaba de granjas quemadas y de campesinos que habían sufrido las represalias de los soldados al tratar de impedirles que saquearan sus tierras. Fieles cátaros acusados de herejía habían sido ejecutados en la hoguera en Puylaroque. Toda la comunidad judía de Montélimar -hombres, mujeres y niños- había sido pasada por las armas y sus cabezas sangrantes habían sido plantadas en picas fuera de las murallas de la ciudad, para pasto de los cuervos.
En Saint-Paul de Trois Châteaux, un parfait había sido crucificado por una pequeña banda de asaltantes gascones. Lo habían atado a una improvisada cruz, fabricada con dos maderos atados con sogas, y le habían clavado las manos a martillazos. Desgarrado por el peso de su propio cuerpo, no se retractó ni abjuró de su fe. Al final, aburridos por la lentitud de la agonía, los soldados lo destriparon y lo dejaron pudrirse.
Esos y otros actos de barbarie fueron desmentidos por el abad de Cîteaux y los barones franceses, o bien atribuidos a unos pocos renegados. Pero acurrucado en la oscuridad, el parfait sabía que las palabras de los señores, los clérigos y los legados papales no les servían de nada allí donde estaban. Podía oler el ansia de sangre en el aliento de los hombres que los habían acorralado en aquel pequeño rincón de esa creación diabólica que era el mundo.
Reconocía el Mal.
Lo único que podía hacer era intentar salvar las almas de sus fieles, para que pudieran contemplar el rostro de Dios. Su tránsito de este mundo al otro no iba a ser nada llevadero.
El herido todavía estaba consciente. Gemía suavemente, pero una quietud definitiva se había adueñado de él y su piel se había teñido con el gris de la muerte. El parfait impuso sus manos sobre la cabeza del hombre, le administró los últimos sacramentos de su religión y dijo unas palabras de consolament .