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Alaïs entró subrepticiamente en la cocina y le pidió a Jaume pan de cebada, higos, pescado salado, un trozo de queso y una jarra de vino. El hombre le dio mucho más de lo que necesitaba, como siempre hacía. Una vez más, Alaïs agradeció su generosidad.

Después despertó a su doncella, Rixenda, y le susurró un mensaje para dòmna Agnès: debía decirle que Alaïs se sentía mejor y que pensaba reunirse con las señoras de la casa, después de tercias. Rixenda pareció sorprendida, pero no hizo ningún comentario. Sabía que a Alaïs le disgustaba esa parte de sus deberes y que solía excusar su presencia siempre que podía. Se sentía enjaulada en compañía de las mujeres y la aburría la charla insustancial durante las labores de bordado. Sin embargo, ese día, aquélla sería la prueba perfecta de que tenía pensado regresar al castillo.

Alaïs esperaba que no repararan en su ausencia hasta más tarde. Si tenía suerte, sólo cuando la campana de la capilla tocara a vísperas se percatarían de que no había vuelto y darían la voz de alarma.

«Y para entonces hará mucho tiempo que me habré ido.»

– Rixenda, no te presentes ante dòmna Agnès hasta que haya desayunado -le indicó-. Espera a que los primeros rayos del sol lleguen al muro del oeste de la plaza, ¿de acuerdo? Òc ben? Hasta entonces, a todo el que venga en mi busca, aunque se trate del criado de mi padre, puedes decirle que he salido a cabalgar al campo, del otro lado de Sant Miquel.

Las caballerizas estaban en la esquina nororiental de la plaza de armas, entre la torre de las Casernas y la torre del Mayor. Varios caballos piafaron, levantaron las orejas al oírla acercarse y relincharon suavemente, con la esperanza de que viniera a darles heno. Alaïs se detuvo en la primera cuadra y acarició el ancho testuz de su vieja yegua gris, que tenía el tupé y la crin estriados de pelos blancos.

– Hoy no, vieja amiga -dijo-. No podría pedirte tanto.

Su otra montura estaba en la cuadra vecina. Era una yegua árabe de seis años, Tatou, regalo sorpresa de su padre el día de su boda. Era alazana, del color de las bellotas en invierno, con la cola y la crin blancas y calzada en los cuatro remos. Alta hasta los hombros de Alaïs, tenía la cara achatada de los corceles de su raza, huesos densos, dorso firme y temperamento apacible. Más importante aún, era resistente y muy veloz.

Para alivio de Alaïs, la única persona presente en los establos era Amiel, el hijo del herrero, adormilado sobre el heno en el rincón más alejado de las cuadras. En cuanto la vio, se puso en pie apresuradamente, avergonzado por haber sido sorprendido durmiendo.

Alaïs interrumpió sus disculpas.

Amiel examinó los cascos y las herraduras de la yegua, para asegurarse de que el animal estaba en condiciones de salir; le puso una manta y, a instancias de Alaïs, una silla de viaje en lugar de los arreos de caza que pensaba ponerle. Alaïs sentía una opresión en el pecho. El menor sonido procedente de la plaza la hacía sobresaltarse, y se volvía cada vez que oía una voz.

Sólo cuando el mozo hubo terminado, Alaïs sacó la espada de debajo de la capa.

– La hoja está desafilada -dijo.

Sus miradas se encontraron. Sin decir palabra, Amiel cogió la espada y la llevó al yunque en la forja. El fuego estaba encendido, alimentado día y noche por una sucesión de niños que apenas alcanzaban el tamaño suficiente para transportar los pesados y puntiagudos haces de leña de un extremo a otro de la fragua.

Alaïs vio las chispas que salían despedidas de la piedra y observó la tensión en los hombros de Amiel, cada vez que el muchacho dejaba caer el martillo sobre la hoja, para afilarla, aplanarla y reequilibrarla.

– Es una buena espada, dòmna Alaïs -dijo el mozo con naturalidad-. Os será muy útil, aunque… ruego a Dios que no tengáis que usarla.

– Eu autressí -sonrió ella. «Yo también.»

La ayudó a montar y la condujo a través de la plaza. Alaïs sintió que se le desbocaba el corazón, por temor a que la vieran en el último momento y su plan fracasara.

Pero no había nadie y pronto llegaron a la puerta del este.

– Que Dios os proteja, dòmna Alaïs -susurró Amiel, mientras la joven depositaba una moneda en su mano. Los guardias abrieron las puertas y Alaïs dirigió a Tatou, con el corazón palpitante, a través del puente y más allá, por las calles matinales de Carcasona. Había superado el primer obstáculo.

Nada más dejar atrás la puerta de Narbona, Alaïs aflojó las riendas de Tatou.

«Libertat.»

Cabalgando hacia el sol naciente, Alaïs se sintió en armonía con el mundo. El pelo se le apartó de la cara y el viento le devolvió el color a las mejillas. Mientras Tatou galopaba por la llanura, ella se preguntó si eso sería lo que sentiría el alma cuando abandonaba el cuerpo al partir para sus cuatro días de viaje hacia el cielo. ¿Tendría esa misma sensación de la gracia de Dios, esa trascendencia, ese desprendimiento de toda bajeza, de todo lo físico, hasta que sólo quedara el espíritu?

Alaïs sonrió. Los parfaits predicaban que llegaría el día en que todas las almas se salvarían y todas las preguntas recibirían respuesta en el cielo. Pero de momento, estaba dispuesta a esperar. Había demasiado que hacer en el mundo para que ella pensara en dejarlo.

Arrastrando su sombra tras de sí, todos los pensamientos de Oriane y de la casa, y todos los temores se desvanecieron. Era libre. A sus espaldas, las paredes y torres color arena de la Cité se fueron volviendo cada vez más pequeñas, hasta desaparecer por completo.

CAPÍTULO 22

Toulouse

Martes 5 de julio de 2005

En Blagnac, el aeropuerto de Toulouse, el oficial de seguridad prestó más atención a las piernas de Marie-Cécile de l’Oradore que a los pasaportes de los otros pasajeros.

Las cabezas se iban volviendo tras ella, mientras recorría la extensión de austeras baldosas grises y blancas. Sus simétricos rizos negros, su traje sastre color rojo, su inmaculada camisa blanca, todo la señalaba como alguien importante, como una persona que no guardaba cola ni estaba dispuesta a que la hicieran esperar.

Su chofer habitual la estaba aguardando junto a la puerta de llegadas, destacando con su traje oscuro entre la multitud de parientes de pasajeros y entre los turistas con camiseta y pantalones cortos. Ella le sonrió y le preguntó por su familia mientras se dirigían al coche, aunque tenía la cabeza en otras cosas. Al encender el móvil, había un mensaje de Will, que ella borró en seguida.

Cuando el coche se incorporó suavemente al torrente de tráfico del cinturón de Toulouse, Marie-Cécile se permitió relajarse. La ceremonia de la noche anterior había sido más emocionante que nunca. Sabiendo que la cueva había sido localizada, se había sentido transfigurada, colmada por el ritual y seducida por el poder heredado de su abuelo. Cuando levantó las manos y recitó el conjuro, había sentido energía pura fluyendo por sus venas.

Incluso la tarea de silenciar a Tavernier, un iniciado que había demostrado ser poco fiable, se había consumado sin dificultad. A condición de que ninguno hablara -y ahora estaba segura de nadie lo haría-, no había nada de que preocuparse. Marie-Cécile no había perdido el tiempo dándole la oportunidad de defenderse. La transcripción de las conversaciones que había mantenido con una periodista era prueba suficiente, en lo que a ella concernía.

Sin embargo… Marie-Cécile cerró los ojos.

Había algunos detalles al respecto que la inquietaban: la forma en que la indiscreción de Tavernier había salido a la luz, el hecho de que las notas de la periodista fueran asombrosamente concisas y coherentes, y la desaparición de la propia periodista.

Lo que más le preocupaba era la coincidencia en el tiempo. No había razón para relacionar el hallazgo de la cueva en el pico de Soularac con una ejecución ya planeada -y posteriormente llevada a cabo- en Chartres, pero en su mente ambos hechos habían quedado vinculados.

El coche ralentizó la marcha. Abrió los ojos y vio que el conductor se había detenido para retirar el ticket de la autopista. Golpeó el cristal.

–  Pour le péage -dijo, entregándole un billete de cincuenta euros, enrollado entre sus bien manicurados dedos. No quería dejar rastros de papel.

Marie-Cécile tenía asuntos que atender en Avignonet, a unos treinta kilómetros al sureste de Toulouse. Saldría para Carcasona desde allí. Su reunión estaba prevista a las nueve en punto, pero tenía pensado llegar antes. El tiempo de su estancia en Carcasona dependía del hombre con quien iba a reunirse.

Cruzó las largas piernas y sonrió. No veía la hora de comprobar si estaba a la altura de su reputación.

CAPÍTULO 23

Carcasona

Poco después de las diez, el hombre conocido como Audric Baillard salió de la estación de la SNCF en Carcasona y se encaminó hacia el centro. Delgado y menudo, con su traje claro producía la impresión de una persona distinguida aunque algo anticuada. Caminaba de prisa, empuñando un largo bastón como un báculo entre sus dedos flacos. Su sombrero panamá le protegía los ojos del resplandor del sol.

Atravesó el Canal du Midi y pasó ante el magnífico hotel Terminus, con sus ostentosos espejos de estilo art déco y sus sinuosas rejas de hierro forjado. Carcasona había cambiado mucho. Veía pruebas de ello por todas partes mientras recorría la calle peatonal que atraviesa el corazón de la Basse Ville. Nuevas tiendas de ropa, pastelerías, librerías y joyerías. Se respiraban aires de prosperidad. La ciudad volvía a ser un destino. Un lugar en el centro de los acontecimientos.

Las blancas baldosas de la Place Carnot brillaban al sol. Eso era nuevo. La espléndida fuente decimonónica había sido restaurada y el agua manaba cristalina. Por toda la plaza había terrazas con mesas y sillas de colores vivos. Baillard volvió la vista hacia el bar Félix y sonrió al ver sus familiares toldos desgastados, a la sombra de las limas. Algunas cosas, por lo menos, no habían cambiado.

Subió por una estrecha y animada calle secundaria que conducía al Pont Vieux. Los rótulos marrones que aludían a la categoría mundial de la Cité, la ciudadela medieval fortificada, eran otra señal de que Carcasona había dejado de ser un lugar que simplemente «merecía un rodeo», según la guía Michelin, para convertirse en destino turístico internacional, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.

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