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Shelagh se soltó con tanta fuerza de la mano de Alice que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

– Brayling llamará a las autoridades -dijo Shelagh hirviendo de ira-, porque como tú misma sabrías si alguna vez te molestaras en escuchar una maldita palabra de lo que digo, el permiso para excavar fue concedido contra la opinión de la policía, y con la condición de que todo hallazgo de restos humanos fuera inmediatamente denunciado a la Pólice Judiciaire.

Alice sintió el estómago en los pies.

– Pensé que no era más que retórica burocrática. Nadie parecía tomárselo en serio. Todos se pasaban el día gastando bromas al respecto.

– ¡Obviamente, no te lo tomabas en serio! -exclamó Shelagh-. Pero ¡los demás sí que nos lo tomábamos en serio, siendo como somos profesionales y sintiendo como sentimos un mínimo de respeto por lo que hacemos!

«Esto no tiene sentido.»

– Pero ¿por qué iba a interesarle a la policía una excavación arqueológica?

Shelagh estalló.

– ¡Dios santo, Alice! Sigues sin entenderlo, ¿verdad? Ni siquiera ahora. El porqué no importa una mierda. Las cosas son así. No te corresponde a ti decidir qué reglas respetar y cuáles ignorar.

– Nunca he dicho…

– ¿Por qué tienes que cuestionarlo todo siempre? Siempre crees saber más que los demás; siempre quieres quebrantar las reglas, ser diferente.

Para entonces, Alice también estaba gritando.

– ¡Eso es completamente injusto! Yo no soy así y tú lo sabes. Es sólo que no pensé que…

– Ahí está el problema. No piensas nunca en nada, excepto en ti misma. Y en conseguir lo que quieres.

– Esto es una locura, Shelagh. ¿Por qué iba a querer complicarte las cosas deliberadamente? Escucha tú misma lo que estás diciendo. -Alice hizo una profunda inspiración, tratando de controlar su temperamento-. Mira, reconoceré ante Brayling que la culpa ha sido mía; pero bueno, ha sido eso y nada más… Tú sabes muy bien que en circunstancias normales yo no irrumpiría sola en un sitio como ése, pero…

Hizo otra pausa.

– ¿Pero…?

– Va a parecerte estúpido, pero de alguna manera me atrajo. Sabía que la cámara subterránea estaba ahí. No puedo explicarlo, simplemente lo sabía. Una intuición. Un déjà vu. Como si ya hubiese estado antes.

– ¿Crees que así lo mejoras? -dijo Shelagh en tono sarcástico-. ¡Dios santo, no me lo puedo creer! ¡Una intuición! Es patético.

Alice sacudió la cabeza.

– Fue algo más que eso.

– Sea como sea, ¿qué demonios hacías excavando ahí, tú sola? ¿Ves como tengo razón? Quebrantas las reglas porque sí, sin motivo.

– No -dijo-, no ha sido eso. Vi algo debajo del peñasco y, como era mi último día, pensé que podría hacer un poco más. -Su voz se fue apagando-. Solamente quería averiguar si merecía la pena investigar -dijo, dándose cuenta de su error cuando ya era tarde-. No pretendía…

– ¿Me estás diciendo que, además de todo lo otro, has encontrado algo? ¡Mierda! ¿Has encontrado algo y no te has molestado en decírselo a nadie?

– Yo…

Shelagh tendió la mano.

– Dámelo.

Alice sostuvo su mirada por un momento; después se puso a rebuscar en el bolsillo de sus vaqueros recortados, sacó el objeto envuelto en el pañuelo y se lo dio. No respondía de sus nervios si se ponía a hablar.

Se quedó mirando, mientras Shelagh abría los pliegues blancos de algodón, dejando al descubierto la hebilla que había dentro. Alice no pudo evitar tender una mano.

– Es preciosa, ¿verdad? La manera en que el cobre de las esquinas refleja la luz, aquí y aquí… -Dudó un momento-. Creo que quizá perteneció a alguno de los que están en la cueva.

Shelagh levantó la vista. Su estado de ánimo había sufrido otra transformación. La cólera había desaparecido.

– No tienes idea de lo que has hecho, Alice. Ni la menor idea -dijo doblando el pañuelo-. Yo llevaré esto abajo.

– Yo…

– Déjalo ya, Alice. No me apetece hablar contigo ahora. Lo que digas no hará más que empeorar las cosas.

«¿Qué demonios es todo esto?»

Alice se quedó parada, sin salir de su asombro, mientras Shelagh se alejaba. El acceso de ira había salido de la nada y había sido exagerado incluso para Shelagh, que era capaz de sulfurarse por una nadería, pero se había esfumado con idéntica rapidez.

Alice se sentó en la roca más próxima y apoyó la muñeca magullada sobre la rodilla. Le dolía todo el cuerpo y estaba completamente exhausta, pero también sentía herido el corazón. Sabía que la excavación tenía financiación privada, y no de una universidad ni de ninguna otra institución, por lo que no estaba sujeta a las reglamentaciones restrictivas que pesaban sobre otras expediciones. Como resultado, la competencia para entrar en el equipo había sido feroz. Shelagh estaba trabajando en Mas d’Azil, unos kilómetros al noroeste de Foix, cuando oyó hablar por primera vez de la excavación en los montes Sabarthès. Según ella misma contó, había bombardeado al director, el doctor Brayling, con cartas, mails y recomendaciones, hasta que finalmente, dieciocho meses atrás, había vencido su resistencia, incluso entonces, Alice se había preguntado por qué estaría Shelagh tan obsesionada.

Alice miró hacia abajo. Shelagh la había adelantado tanto que casi se había perdido de vista, su alargada y enjuta figura semiescondida entre los matorrales y las hierbas altas de las laderas más bajas. Ya no había esperanza de darle alcance, aunque lo hubiese querido.

Alice suspiró. Estaba al límite de sus fuerzas. «Como siempre.» Estaba sola. «Mejor así.» Era orgullosamente autosuficiente y prefería no confiar en ninguna otra persona. Pero en ese instante no estaba segura de tener bastante reserva de energía como para llegar al campamento. El sol era demasiado despiadado y sus piernas demasiado débiles. Bajó los ojos para mirar el corte que tenía en el brazo. Había empezado a sangrar otra vez, peor que nunca.

Alice recorrió con la vista el abrasado paisaje estival de los montes Sabarthès, todavía en su paz intemporal. Por un momento se sintió bien. Después, bruscamente, fue consciente de otra sensación, un pinchazo en la base de la columna. Anticipación, una sensación de expectación. Reconocimiento.

«Todo termina aquí.»

Alice hizo una profunda inspiración. El corazón empezó a latirle más de prisa.

«Termina donde empezó.»

De pronto, sintió la cabeza llena de sonidos susurrados e inconexos, como ecos en el tiempo. Las palabras inscritas en lo alto de los peldaños volvieron a resonar en su mente. Pas a pas. Daban vueltas y más vueltas en su cabeza, como una cancioncilla infantil recordada a medias.

«Es imposible. Es una tontería.»

Conmocionada, Alice apoyó las manos sobre las rodillas y se obligó a ponerse de pie. Tenía que volver al campamento. Golpe de calor, deshidratación. Tenía que apartarse del sol y beber un poco de agua.

Poco a poco, empezó a descender, sintiendo en las piernas cada pequeña irregularidad del suelo de la montaña. Tenía que alejarse de las rocas y de sus ecos, y de los espíritus que allí vivían. No sabía lo que le estaba ocurriendo, sólo que tenía que huir.

Apresuró cada vez más el paso, casi hasta correr, trastabillando con las piedras y los pedruscos de aristas aguzadas que sobresalían de la tierra seca. Pero las palabras habían arraigado en su mente y se repetían con sonora claridad, como un mantra.

«Paso a paso nos abrimos camino. Paso a paso.»

CAPÍTULO 12

El termómetro rozaba los treinta y tres grados a la sombra. Eran casi las tres de la tarde. Sentada bajo el toldo de lona, Alice sorbía obediente una Orangina que le habían puesto entre las manos. Las burbujas tibias le crepitaban en la garganta, mientras el azúcar entraba aceleradamente en su torrente sanguíneo. Había un olor intenso a vendajes, apósitos y antisépticos.

El corte en el interior del codo había sido desinfectado y vendado. Le habían aplicado un blanco vendaje nuevo en la muñeca, hinchada como una pelota de tenis, y le habían desinfectado los pequeños cortes y abrasiones que le cubrían las rodillas y las espinillas.

«Tú te lo has buscado.»

Se contempló en el pequeño espejo que colgaba del mástil de la tienda. Una carita en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños, le devolvió la mirada. Debajo de las pecas y la piel bronceada, estaba pálida. Tenía un aspecto lamentable, con el pelo lleno de polvo y manchas de sangre seca en el delantero de la camiseta.

Lo único que quería era volver a su hotel, en Foix, quitarse la mugrienta ropa y darse una larga ducha de agua fría. Después bajaría a la plaza, pediría una botella de vino y no se movería durante el resto del día.

«Y no pensaría en lo sucedido.»

No parecía muy probable que pudiera hacerlo.

La policía había llegado media hora antes. En el aparcamiento, al pie de la ladera, una fila de vehículos oficiales azules y blancos aparecía alineada junto a los deteriorados Citroën y Renault de los arqueólogos. Era como una invasión.

Alice había supuesto que primero se ocuparían de ella, pero aparte de preguntarle si había sido quien había hallado los esqueletos y de anunciarle que la interrogarían a su debido tiempo, la habían dejado sola. No se le acercaba nadie. Alice lo comprendía. Ella era la culpable de todo el ruido, el caos y la confusión. No era mucho lo que podía hacer al respecto. De Shelagh no había ni rastro.

La presencia de la policía había cambiado el carácter del campamento. Parecía haber docenas de agentes, todos con camisas azul claro, botas negras hasta las rodillas y pistolas en las caderas, concentrados como un enjambre de avispas sobre la ladera de la montaña, levantando una polvareda y gritándose instrucciones en un francés demasiado rápido y cerrado para que ella pudiera entenderlo.

De inmediato acordonaron la cueva, extendiendo una tira de cinta plástica a través de la entrada. El ruido de sus actividades reverberaba en el aire quieto de la montaña. Alice podía oír el zumbido del rebobinado automático de las cámaras de fotos, compitiendo con el canto de las cigarras.

Unas voces transportadas por la brisa le llegaron flotando desde el aparcamiento. Alice se volvió y vio al doctor Brayling subiendo la escalera, en compañía de Shelagh y del corpulento oficial de policía que parecía estar al mando.

– Obviamente, esos esqueletos no pueden pertenecer a las dos personas que están buscando -insistió el doctor Brayling-. Esos huesos tienen claramente cientos de años. Cuando se lo notifiqué a las autoridades, ni por un momento pensé que éste iba a ser el resultado -añadió, haciendo un amplio gesto con las manos-. ¿Tiene idea del daño que están causando sus hombres? Le aseguro que no estoy nada conforme.

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