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Alice estudió al inspector, un hombre de mediana edad, bajo, moreno y pesado, con más barriga que pelo. Estaba sin aliento y era evidente que el calor lo hacía sufrir mucho. Apretaba un pañuelo flácido, que usaba para enjugarse el sudor de la cara y el cuello con muy escasos resultados. Incluso a distancia, Alice distinguía los círculos de sudor bajo sus axilas y en los puños de su camisa.

– Le ruego disculpe la molestia, monsieur le directeur -dijo lenta y ceremoniosamente-. Pero tratándose de una excavación privada, estoy seguro de que podrá explicar la situación a su patrocinador.

– El hecho de que tengamos la suerte de que nos financie un particular y no una institución pública es irrelevante. Lo verdaderamente irritante, por no mencionar los inconvenientes de índole práctica, es la suspensión de los trabajos sin motivo alguno. Nuestra tarea aquí es de la mayor importancia.

– Doctor Brayling -dijo el inspector Noubel, como si llevaran un buen rato hablando de lo mismo-, tengo las manos atadas. Estamos en medio de una investigación de asesinato. Ya ha visto los carteles de las dos personas desaparecidas, oui ? Así pues, con o sin inconvenientes, hasta que quede demostrado a nuestra entera satisfacción que los huesos hallados no son los de nuestros desaparecidos, sus trabajos quedarán suspendidos.

– ¡Por favor, inspector! Pero ¡si es evidente que los esqueletos tienen cientos de años!

– ¿Los ha examinado?

– A decir verdad, no -respondió Brayling-. No como es debido, desde luego que no. Pero es obvio. Sus forenses me darán la razón.

– Estoy seguro de que así será, doctor Brayling, pero hasta entonces -Noubel se encogió de hombros-, no puedo decir nada más.

– Comprendo su situación, inspector -intervino Shelagh-, pero ¿puede al menos darnos una idea de cuándo cree que habrán terminado aquí?

–  Bientôt . Pronto. Yo no pongo las reglas.

El doctor Brayling levantó los brazos en un gesto de desesperación.

– ¡En ese caso, me veré obligado a saltarme la jerarquía y acudir a alguien con más autoridad! ¡Esto es completamente ridículo!

– Como quiera -replicó Noubel-. Mientras tanto, además del nombre de la señorita que encontró los cadáveres, necesito una lista de todos los que hayan entrado en la cueva. Cuando hayamos concluido nuestra investigación preliminar, retiraremos los cuerpos de la cueva, y entonces usted y su equipo podrán irse si así lo desean.

Alice observaba el desarrollo de la escena.

Brayling se marchó. Shelagh apoyó una mano en el brazo del inspector, pero en seguida la retiró. Parecieron hablar. En cierto momento, se dieron la vuelta y miraron el aparcamiento que tenían a sus espaldas. Alice siguió la dirección de sus miradas, pero no vio nada de interés.

Pasó media hora y tampoco se le acercó nadie.

Alice rebuscó en su mochila (que probablemente habrían bajado de la montaña Stephen o Shelagh) y sacó un lápiz y un bloc de dibujo, que abrió por la primera página en blanco.

«Imagínate de pie en la entrada, mirando el túnel.»

Alice cerró los ojos y se vio a sí misma, con las manos apoyadas a ambos lados de la angosta entrada. Lisa. La roca era asombrosamente lisa, como pulida o desgastada por el roce. Un paso adelante, en la oscuridad.

«El suelo era cuesta abajo.»

Alice empezó a dibujar, trabajando de prisa, después de fijar las dimensiones del espacio en su cabeza. Túnel, abertura, cámara. En una segunda hoja, dibujó el área inferior, desde los peldaños hasta el altar, con los esqueletos en medio. Además de bosquejar la tumba, escribió una lista de los objetos: el cuchillo, la bolsa de cuero, el fragmento de paño, el anillo. La cara superior de éste era totalmente lisa y plana, asombrosamente gruesa, con un surco estrecho a lo largo del centro. Era raro que el grabado estuviera en la cara inferior, donde nadie podía verlo. Sólo la persona que lo usara sabría de su existencia. Era una réplica en miniatura del laberinto tallado en el muro de detrás del altar.

Alice se recostó en la silla, renuente en cierto modo a plasmar la imagen en el papel. ¿Qué tamaño tendría? ¿Unos dos metros de diámetro? ¿Más? ¿Cuántas vueltas?

Trazó un círculo que ocupaba casi toda la hoja y entonces se detuvo. ¿Cuántas líneas? Alice sabía que reconocería el motivo si volvía a verlo, pero como sólo había tenido el anillo en la mano un par de segundos y había visto el relieve desde cierta distancia y en la oscuridad, le resultaba difícil recordarlo con exactitud.

En algún lugar del desordenado desván de su memoria estaban los conocimientos que necesitaba: las lecciones de historia y latín que había estudiado encogida en el sofá, mientras sus padres veían los documentales de la BBC; en su habitación, una pequeña librería de madera, con su libro favorito en el estante más bajo, una enciclopedia ilustrada de mitología, con las hojas brillantes y multicolor desgastadas en las esquinas de tanto leerla.

«Había un dibujo de un laberinto.»

Con los ojos de la mente, Alice encontró la página justa.

«Pero era diferente.» Colocó las imágenes recordadas una junto a otra, como en el pasatiempo de los periódicos que consiste en descubrir las diferencias.

Cogió un lápiz y lo intentó de nuevo, resuelta a hacer algún progreso. Trazó otro círculo dentro del primero y trató de conectarlos entre sí. El resultado no la convenció. Su segundo intento no fue mejor, ni tampoco el siguiente. Comprendió que no sólo era cuestión de determinar cuántos anillos procedían en espiral hacia el centro, sino que había algo fundamentalmente erróneo en su dibujo.

Alice prosiguió, con su entusiasmo inicial sustituido por una gris frustración. La montaña de papeles arrugados a sus pies no hacía más que crecer.

– Madame Tanner?

Alice dio un brinco, que le hizo rayar toda la hoja con el lápiz.

– Docteur Tanner -corrigió ella automáticamente al inspector, mientras se ponía de pie.

– Je vous demande pardon, docteur. Je m’appelle Noubel. Police Judiciaire, département de l’Ariège.

Noubel le enseñó brevemente su identificación. Alice hizo como que la leía, al tiempo que guardaba apresuradamente todas sus cosas en la mochila. No quería que el inspector viera sus bosquejos fallidos.

– Vous préférez parler en anglais?

– Sí, creo que sería lo más sensato, gracias.

El inspector Noubel iba acompañado de un oficial uniformado, de mirada atenta y penetrante. Parecía tener apenas edad suficiente para haber salido de la academia. No le fue presentado.

Noubel acomodó su voluminosa anatomía en otra de las raquíticas sillas de camping. No le fue fácil. Los muslos sobresalían del asiento de lona.

– Et alors , madame. Su nombre completo, por favor.

– Alice Grace Tanner.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Siete de enero de 1974.

– ¿Casada?

– ¿Es importante? -replicó ella secamente.

– A efectos de información, doctora Tanner -dijo el inspector suavemente.

– No -contestó ella-, no estoy casada.

– ¿Domicilio?

Alice le dio las señas del hotel de Foix donde se alojaba y la dirección de su casa en Inglaterra, deletreándole las palabras que para un francés resultarían poco familiares.

– ¿No queda Foix un poco lejos para venir desde allí todos los días?

– Como no había sitio en la casa de la expedición…

– Bien. Tengo entendido que es usted voluntaria. ¿Es así?

– Así es. Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, es amiga mía desde hace muchísimo tiempo. Fuimos juntas a la universidad, antes de…

«Limítate a responder sus preguntas. No necesita saber la historia de tu vida.»

– He venido de visita. La doctora O’Donnell conoce bien esta parte de Francia. Cuando supo que tenía unos asuntos que atender en Carcasona, Shelagh me propuso que diera un rodeo hasta aquí, para que pudiéramos pasar unos días juntas. Unas vacaciones de trabajo.

Noubel garabateaba en su libreta.

– ¿Es usted arqueóloga?

Alice sacudió la cabeza.

– No, pero creo que es frecuente recurrir a voluntarios, ya sean aficionados o estudiantes de arqueología, para hacer las tareas más sencillas.

– ¿Cuántos voluntarios más hay aquí?

Se le encendieron las mejillas, como si la hubieran sorprendido mintiendo.

– A decir verdad, ninguno, al menos de momento. Son todos arqueólogos o estudiantes.

Noubel la miró fijamente.

– ¿Y hasta cuándo piensa quedarse?

– Hoy es mi último día. O por lo menos lo era… incluso antes de esto.

– ¿Y Carcasona?

– Tengo una reunión allí el miércoles por la mañana y pienso quedarme unos días para hacer un poco de turismo. Vuelvo a Inglaterra el domingo.

– Una ciudad preciosa -dijo Noubel.

– No he estado nunca.

Noubel suspiró y volvió a enjugarse con el pañuelo el sudor de la frente enrojecida.

– ¿Y qué tipo de reunión es ésa?

– No lo sé exactamente. Alguien de la familia que vivía en Francia me ha dejado algo en herencia. -Hizo una pausa, reacia a explicar nada más-. Sabré algo más el miércoles, cuando haya hablado con la notaria.

Noubel hizo otra anotación. Alice intentó ver lo que estaba escribiendo, pero no pudo descifrar su escritura mirándola del revés. Para su alivio, cambió de tema.

– Entonces es usted doctora…

Noubel dejó el comentario en suspenso.

– Sí, pero no soy médico -replicó, aliviada al sentirse sobre terreno más seguro-. Soy profesora, tengo un doctorado. En literatura inglesa -Noubel no pareció entenderla-. Pas médecin. Pas généraliste -explicó ella-. Je suis professeur.

Noubel suspiró e hizo otra anotación.

– Bon. Aux affaires. -Su tono ya no era cordial-. Estaba trabajando sola allá arriba. ¿Es una práctica habitual?

De inmediato, Alice se puso en guardia.

– No -dijo lentamente-, pero como era mi último día, quise seguir. Estaba segura de que encontraríamos algo.

– ¿Debajo del peñasco que protegía la entrada? Sólo para aclarar este punto, ¿puede decirme cómo se decide quién excava en cada sitio?

– El doctor Brayling y Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, tienen un plan del terreno que esperan abrir, dentro del tiempo disponible, y dividen el yacimiento en consecuencia.

– Entonces, ¿fue el doctor Brayling quien la envió a esa zona? ¿O la doctora O’Donnell?

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