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– ¡Alice! ¡Despierta!

Intentó levantar la cabeza. Esta vez el dolor no fue tan intenso. Gradualmente, con mucho cuidado, pudo incorporarse un poco.

– Gracias a Dios -murmuró Shelagh con alivio.

Sintió unas manos bajo los brazos que la ayudaron a sentarse. Todo era siniestro y oscuro, excepto los círculos danzarines de la luz de las linternas. Dos linternas. Alice forzó la vista y reconoció a Stephen, uno de los miembros de más edad del equipo, de pie detrás de Shelagh, con la luz reflejada en las gafas de montura metálica.

– Alice, dime algo. ¿Me oyes? -dijo Shelagh.

«No estoy segura. Quizá.»

Alice intentó hablar, pero tenía la boca paralizada y no le salieron las palabras. Trató de hacer un gesto afirmativo, pero la cabeza le daba vueltas de puro agotamiento. Tuvo que apoyarla sobre las rodillas para no desmayarse.

Con Shelagh a un lado y Stephen al otro, se fue incorporando centímetro a centímetro, hasta quedar sentada en el escalón de piedra, con las manos sobre las rodillas. Todo parecía moverse adelante y atrás y de un lado a otro, como en una película desenfocada.

Shelagh se arrodilló frente a ella. Le hablaba, pero Alice no conseguía entender lo que decía. Sus palabras sonaban distorsionadas, como un disco sonando a otra velocidad. La embistió una nueva oleada de náuseas, mientras la inundaban más recuerdos inconexos: el ruido de la calavera que se alejaba rodando por el suelo, en la oscuridad; su mano tendida para recoger el anillo, y la certeza de haber perturbado algo que dormitaba en los rincones más profundos de la montaña, algo maligno.

Después, nada.

Tenía frío. Sintió la carne de gallina en los brazos y las piernas desnudos. Sabía que no podía haber estado inconsciente mucho tiempo, no más de unos cuantos minutos, como máximo. Unos minutos de nada. Pero por lo visto habían sido suficientes para desplazarse de un mundo a otro.

Alice se estremeció. Otro recuerdo. El de soñar otra vez el mismo sueño. Primero, la sensación de paz y ligereza, cuando todo era blanco y claro. Después, la caída en picado a través del cielo vacío, y el suelo que subía aceleradamente a su encuentro. No había colisión, no había impacto; sólo las verdes columnas oscuras de los árboles sobre su cabeza. Después, el fuego, el rugiente muro rojo, dorado y amarillo de las llamas.

Se rodeó el cuerpo con los brazos. ¿Por qué había vuelto a tener ese sueño? Durante toda su infancia, la había atormentado, siempre la misma pesadilla que no conducía a ninguna parte. Mientras sus padres dormían sin sospechar nada en su habitación, del otro lado de la casa, Alice pasaba noche tras noche despierta en la oscuridad, agarrada a las mantas, decidida a derrotar sola sus demonios.

Pero de eso hacía años. Hacía años que aquel sueño no la molestaba.

– ¿Te parece que intentemos ponerte de pie? -le estaba diciendo Shelagh.

«No significa nada. Que haya sucedido una vez no significa que vaya a empezar de nuevo.»

– Alice -dijo Shelagh, en tono un poco más seco e impaciente-, ¿te sientes capaz de ponerte de pie? Tenemos que llevarte al campamento, para que te reconozcan.

– Creo que sí -dijo por fin. La voz no parecía suya-. No tengo muy bien la cabeza.

– Puedes hacerlo, Alice. Vamos, inténtalo, ahora.

Alice bajó la vista y reparó en su muñeca, roja e hinchada. «Mierda.» No se acordaba bien, no quería acordarse.

– No sé muy bien qué ha pasado. Esto de aquí -dijo, levantando la mano- sucedió fuera.

Shelagh rodeó a Alice con los brazos, para cargar con su peso.

– ¿Está bien así?

Alice le pasó un brazo por el hombro y dejó que Shelagh la ayudara a ponerse en pie. Stephen la cogió por el otro brazo. La joven se balanceó un poco de lado a lado, buscando el equilibrio, pero al cabo de unos segundos el mareo había pasado y sus embotadas extremidades comenzaron a recuperar la sensibilidad. Con cuidado, empezó a flexionar y estirar los dedos, sintiendo el tirón de la piel sobre los nudillos.

– Estoy bien. Dadme sólo un minuto.

– ¿Cómo diablos se te ha podido ocurrir venir sola hasta aquí?

– Estaba…

Alice se interrumpió sin saber qué decir. Era típico de ella quebrantar las reglas y acabar metida en problemas.

– Hay algo que tenéis que ver. Ahí abajo. En el nivel inferior.

Shelagh siguió con su linterna la dirección de la mirada de Alice. Las sombras parecieron escabullirse por las paredes y el techo de la cueva.

– No, ahí no -dijo Alice-. Abajo.

Shelagh bajó el haz de luz.

– Delante del altar.

– ¿Altar?

La potente luz blanca cortó como un foco antiaéreo la negrura de tinta de la caverna. Durante una fracción de segundo, la sombra del altar se recortó contra la pared rocosa que tenía detrás, como una letra griega «pi» dibujada sobre el laberinto labrado en la piedra. Entonces Shelagh movió la mano, la imagen se desvaneció y la linterna encontró el sepulcro. Los pálidos huesos saltaron hacia ellos desde la oscuridad.

De inmediato, el ambiente cambió. Shelagh hizo una breve y profunda inspiración. Como una autómata, bajó uno, después dos y finalmente tres peldaños. Parecía haberse olvidado de Alice.

Stephen hizo ademán de seguirla.

– No -dijo ella secamente-. Quédate ahí.

– Sólo iba a…

– Lo que puedes hacer es ir a buscar al doctor Brayling. Cuéntale lo que hemos encontrado. ¡Ahora! -añadió con un grito, al ver que no se movía.

Stephen dejó su linterna en manos de Alice y desapareció por la galería sin decir nada. La joven pudo oír el crujido de sus botas sobre la grava, cada vez más tenue, hasta que la oscuridad se tragó el sonido.

– No tenías por qué gritarle -empezó a decir Alice. Shelagh la interrumpió con brusquedad.

– ¿Has tocado algo?

– No exactamente, pero…

– Pero ¿qué?

Otra vez, la misma agresividad.

– Había algunas cosas en la tumba -prosiguió Alice-. Te las puedo enseñar.

– ¡No! -gritó Shelagh-. No -añadió en seguida, un poco más serena-. No quiero que nadie baje ahí a pisotearlo todo.

Alice estuvo a punto de decirle que era un poco tarde para eso, pero se contuvo. No tenía ningún deseo de acercarse otra vez a los esqueletos. Las órbitas ciegas y los huesos desmoronados estaban impresos con demasiada claridad en su mente.

La figura de Shelagh se cernía sobre la tumba poco profunda. Había algo desafiante en la forma en que movía el haz de la linterna sobre los cadáveres, arriba y abajo, como examinándolos. Era casi irrespetuoso. La luz incidió sobre la hoja roma del cuchillo cuando Shelagh se arrodilló junto a los esqueletos, de espaldas a Alice.

– ¿Dices que no has tocado nada? -preguntó bruscamente, volviéndose para echar una mirada flamígera por encima del hombro-. ¿Y cómo es que están aquí tus pinzas?

Alice se ruborizó.

– Me has interrumpido antes de que pudiera terminar. Lo que iba a decirte es que cogí un anillo, con las pinzas, antes de que me preguntes, y que se me cayó cuando oí que veníais por el túnel.

– ¿Un anillo? -repitió Shelagh.

– Debe de haber rodado y quizá se haya metido debajo de algo.

– No lo veo -dijo Shelagh, poniéndose de pie súbitamente y volviendo junto a Alice-. Salgamos de aquí. Tenemos que hacer que te miren esas heridas.

Alice la miró desconcertada. No le devolvía la mirada el rostro de una amiga, sino el de una extraña. Irritada, dura, severa.

– Pero ¿no quieres…?

– ¡Santo Dios, Alice! -dijo, agarrándola por un brazo-. ¿No has hecho ya suficiente? ¡Tenemos que irnos!

Después de la oscuridad aterciopelada de la cueva, cuando emergieron de la sombra de la roca el día resultaba tremendamente luminoso. El sol pareció estallar en la cara de Alice, como un fuego de artificio en un negro cielo de noviembre.

Se protegió los ojos con las manos. Se sentía totalmente desorientada, incapaz de situarse en el tiempo ni en el espacio. Era como si el mundo se hubiera parado mientras ella estaba en la cámara subterránea. Era el mismo paisaje familiar, pero transformado en algo diferente.

«¿O será sólo que lo veo con otros ojos?»

Los reverberantes picos de los Pirineos, a lo lejos, habían perdido su definición. Los árboles, el cielo e incluso la montaña misma parecían tener menos sustancia, ser menos reales. Alice sintió que cualquier cosa que tocara se desplomaría como la escenografía de un estudio cinematográfico, revelando el verdadero mundo oculto detrás.

Shelagh no dijo nada. Iba bajando a paso rápido la montaña, con el móvil pegado al oído, sin molestarse en comprobar si Alice se encontraba bien. Ésta se apresuró para darle alcance.

– Shelagh, aguarda un momento. Espera. -Tocó el brazo de Shelagh-. Oye, lo siento mucho. Ya sé que no debí entrar ahí yo sola. No sé en qué estaría pensando.

Shelagh no pareció oírla. Ni siquiera se volvió, pero cerró el teléfono con un golpe seco.

– No vayas tan rápido. No puedo seguirte.

– De acuerdo -dijo Shelagh, dándose la vuelta para mirarla-. Ya me he parado.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Dímelo tú. ¿Qué es exactamente lo que quieres que te diga? ¿Que no tiene importancia? ¿Que te consuele después de que lo has fastidiado todo?

– No, yo…

– Porque tiene importancia, ¿sabes? Ha sido una completa, increíble y jodida imbecilidad que te metieras ahí dentro tú sola. Has contaminado el yacimiento y Dios sabe qué más. ¿A qué demonios estás jugando?

Alice levantó las manos.

– Lo sé, lo sé, y de verdad que lo siento -repetía, consciente de lo inadecuadas que sonaban sus palabras.

– ¿Tienes idea de cómo me dejas a mí? Yo di la cara por ti. Yo convencí a Brayling para que te dejara venir. ¡Gracias por jugar a Indiana Jones! Probablemente la policía suspenderá toda la excavación. Brayling me culpará a mí. Todo lo que he hecho para llegar hasta aquí, para conseguir un lugar en esta excavación… El tiempo que he dedicado…

Shelagh se interrumpió y se pasó los dedos por el pelo cortísimo y decolorado.

«No es justo.»

– Oye, espera un poco. -Aunque sabía que Shelagh tenía todo el derecho a estar enfadada, Alice no pudo soportarlo más-. Estás siendo injusta. Reconozco que fue una estupidez entrar. Debí pensármelo mejor, lo admito. Pero ¿no crees que estás exagerando? ¡Mierda, no lo he hecho adrede! No creo que Brayling vaya a llamar a la policía. Prácticamente no he tocado nada. Nadie se ha hecho daño.

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