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Imágenes de Guilhelm durmiendo. De sus ojos oscuros como la calamita, de la curva de sus labios besando el íntimo interior de su muñeca. Recuerdos tan poderosos que la aturdían.

– No puedo responder -dijo finalmente.

– Ah -suspiró él-. Bien, bien. Ya veo.

– Con todos mis respetos, paire, no veis nada -se encrespó Alaïs-. No he dicho nada.

El senescal se volvió.

– ¿Le has dicho a Guilhelm que yo te había mandado llamar?

– Ya os he dicho que no lo he visto y… y no es justo que me interroguéis de este modo. Ni que me obliguéis a elegir entre mi lealtad hacia vos o hacia él. -Alaïs hizo ademán de levantarse-. Así pues, messer, a menos que haya alguna razón por la que hayáis requerido mi presencia a hora tan avanzada, os pido permiso para retirarme.

Pelletier intentó calmar la situación.

– Siéntate, siéntate. Veo que te he ofendido. Perdóname. No era mi intención.

Le tendió una mano y, al cabo de un momento, Alaïs la aceptó.

– No pretendo hablar en acertijos. Lo que no sé… Necesito aclarar mis propias ideas. Esta noche he recibido un mensaje de la mayor importancia, Alaïs. He pasado las últimas horas decidiendo qué hacer, sopesando las alternativas. Aunque creía haber tomado una resolución, y por eso te mandé llamar, las dudas persistían.

La mirada de Alaïs encontró la de su padre.

– ¿Y ahora?

– Ahora mi camino se muestra claramente ante mí. En efecto. Estoy convencido de que sé lo que debo hacer.

El color se retiró de las mejillas de la joven.

– Entonces habrá guerra -dijo ella, suavizando repentinamente el tono de su voz.

– Me parece inevitable, sí. Los signos no son buenos -dijo el senescal, sentándose-. Estamos atrapados en una situación de implicaciones demasiado vastas para que podamos controlarla, por más que queramos convencernos de lo contrario. -Dudó un momento-. Pero hay algo más importante que eso, Alaïs. Y si las cosas se tuercen para nosotros en Montpelhièr, es posible que nunca tenga oportunidad de… de decirte la verdad.

– ¿Qué puede ser más importante que la amenaza de guerra?

– Antes de que siga hablando, debes darme tu palabra de que todo lo que te diga esta noche quedará entre nosotros.

– ¿Por eso me habéis preguntado por Guilhelm?

– En parte, sí -admitió él-, pero no es ésa la única razón. Antes que nada, tienes que asegurarme que nada de lo que te diga saldrá de estas cuatro paredes.

– Tenéis mi palabra -dijo ella sin dudarlo.

Una vez más, Pelletier suspiró, pero en esta ocasión ella no notó ansiedad, sino alivio en su voz. La suerte estaba echada. El senescal había tomado una decisión. Ahora sólo restaba actuar con determinación para llegar hasta el final, fueran cuales fuesen las consecuencias.

Alaïs se acercó un poco más. La luz de las velas bailaba y titilaba en sus ojos pardos.

– Ésta es una historia -dijo él- que comienza en las antiguas tierras de Egipto, hace varios miles de años. Es la verdadera historia del Grial.

Pelletier habló hasta que el aceite de las lámparas se hubo consumido.

En la plaza, con la retirada de los últimos noctámbulos, había caído el silencio. Alaïs estaba exhausta. Tenía blancos los dedos y manchas violáceas bajo los ojos, como cardenales.

También Pelletier parecía más viejo y cansado después de hablar.

– Respondiendo a tu pregunta, te diré que no tienes que hacer nada. Todavía no, o quizá nunca. Si mañana tenemos éxito con nuestras peticiones, dispondré del tiempo y la oportunidad que necesito para llevar yo mismo los libros a un lugar seguro, como es mi deber.

– Pero ¿y si no fuera así, messer? ¿Y si os ocurriera algo? -estalló Alaïs, sintiendo el miedo en la garganta,

– Aún es posible que todo salga bien -dijo él, pero su voz carecía de vida.

– Pero ¿y si no sale bien? -insistió ella, sin aceptar sus palabras tranquilizadoras-. ¿Qué pasará si no volvéis? ¿Cómo sabré cuándo actuar?

El senescal sostuvo un momento su mirada. Entonces buscó en su bolsa hasta encontrar un paquete pequeño, envuelto en paño color crema.

– Si me ocurre algo, recibirás una pieza como ésta.

Colocó el paquete sobre la mesa y lo empujó hacia ella.

– Ábrelo.

Así lo hizo Alaïs, apartando el paño pliegue a pliegue, hasta revelar un pequeño disco de piedra clara, con dos letras labradas. Lo levantó para verlo a la luz y leyó en voz alta las letras.

– ¿NS?

– Noublesso de los Seres.

– ¿Qué es eso?

– Un merel, un emblema secreto que se hace pasar entre el pulgar y el índice. También tiene otra función, más importante, pero no hace falta que la conozcas. Te indicará que el portador es persona de confianza.

Alaïs asintió.

– Ahora dale la vuelta.

Tallado del otro lado había un laberinto, idéntico al motivo labrado en el dorso de la tabla de madera.

Alaïs contuvo la respiración.

– Lo he visto antes.

Pelletier se quitó el anillo que llevaba en el pulgar y se lo enseñó.

– Está grabado por dentro -dijo-. Todos los guardianes llevamos un anillo como éste.

– No, aquí, en el castillo. Esta mañana compré queso en el mercado. Había llevado una tabla para traerlo a casa. Este motivo está grabado en la cara inferior de la tabla.

– Imposible. No puede ser el mismo.

– Os juro que lo es.

– ¿De dónde ha salido esa tabla? -preguntó-. ¡Piénsalo, Alaïs! ¿Te la ha dado alguien? ¿Ha sido un regalo?

Alaïs sacudió la cabeza.

– No lo sé, no lo sé -dijo con desesperación-. Llevo todo el día intentando recordarlo sin éxito. Lo más extraño es que estaba segura de haber visto ese motivo en algún otro sitio, aunque la tabla no me era familiar.

– ¿Dónde está ahora?

– La dejé sobre la mesa, en mi alcoba -respondió-. ¿Por qué? ¿Os Parece importante?

– Entonces cualquiera ha podido verla -repuso él contrariado.

– Eso creo -replicó ella nerviosamente-. Guilhelm, cualquiera de los criados… No puedo saberlo.

Alaïs miró el anillo que le había dado su padre y de pronto todas las piezas encajaron.

– Creísteis que el hombre del río era Simeón, ¿verdad? -dijo lentamente-. ¿También es guardián?

Pelletier asintió.

– No había razón para creer que fuera él, pero aun así estaba convencido.

– ¿Y los otros guardianes? ¿Sabéis dónde están?

Pelletier se inclinó hacia su hija y cerró los dedos de la mano de ella en torno al merel.

– No más preguntas, Alaïs. Cuídalo bien. Mantenlo en lugar seguro. Y guarda la tabla con el laberinto fuera del alcance de miradas indiscretas. Me ocuparé de todo cuando regrese.

Alaïs se puso de pie.

– ¿Y qué hay de la tabla?

Pelletier sonrió ante su insistencia.

– Ya lo pensaré, filha.

– Pero ¿significa su presencia aquí que alguien del castillo sabe de la existencia de los libros?

– No es posible que nadie lo sepa -dijo él con firmeza-. Si albergara la menor sospecha, te lo diría. Te lo juro.

Eran las palabras de un valiente, eran palabras de lucha, pero su expresión las suavizaba.

– Pero si…

– Basta ya -dijo él suavemente, levantando los brazos-. Basta.

Alaïs se dejó envolver en su abrazo de gigante. Su olor familiar le llenó los ojos de lágrimas.

– Todo saldrá bien -dijo él en tono firme-. Tienes que tener valor. Haz únicamente lo que te he pedido, nada más -añadió, besándola en la coronilla-. Ven a despedirnos al amanecer.

Alaïs asintió, sin atreverse a hablar.

– Ben, ben. Ahora date prisa. Y que Dios te guarde.

Alaïs corrió por el pasillo oscuro y salió al patio sin tomar aliento, viendo fantasmas y demonios en cada sombra. La cabeza le daba vueltas. El viejo mundo familiar parecía de pronto una imagen especular de sí mismo, reconocible pero radicalmente diferente. Parecía como si el paquete que ocultaba bajo el vestido le estuviera quemando y horadando la piel.

Fuera, el aire estaba fresco. Casi todos se habían retirado ya a dormir aunque todavía se veían algunas luces en las habitaciones que daban a la plaza de armas. Un estallido de carcajadas de los guardias, en la torre de entrada, la sobresaltó. Por un instante creyó ver una silueta en una de las habitaciones de arriba. Pero entonces un murciélago que pasó volando delante de ella hizo que desviase la mirada; cuando volvió a mirar, la ventana estaba oscura.

Apretó el paso. Las palabras de su padre giraban en su mente, junto con todas las preguntas que debió hacerle y no le hizo.

Unos pasos más y empezó a sentir un hormigueo en la nuca. Miró por encima del hombro.

– ¿Quién anda ahí?

Nadie respondió. Volvió a preguntar. Había algo maligno en la oscuridad; podía olerlo, sentirlo. Alaïs se apresuró aún más, convencida de que la estaban siguiendo. Podía distinguir un amortiguado ruido de pasos y el sonido de una respiración pesada.

– ¿Quién anda ahí? -repitió.

De repente, una mano recia y callosa que apestaba a cerveza le atenazó la boca. La joven lanzó un grito, poco antes de sentir un brusco golpe en la nuca; entonces se desplomó.

Pareció tardar mucho tiempo en llegar al suelo. Después sintió unas manos que reptaban por su cuerpo, como ratas en una bodega, hasta encontrar lo que buscaban.

– Aquí está.

Fue lo último que Alaïs oyó antes de que la oscuridad se cerrara sobre ella.

CAPÍTULO 11

Pico de Soularac

Montes Sabarthès

Sudoeste de Francia

Lunes 4 de julio de 2005

Alice! ¡Alice! ¿Me oyes? Sus ojos parpadearon y se abrieron.

El aire era gélido y húmedo, como en una iglesia sin caldear. No estaba flotando, sino tumbada en el suelo duro y frío.

«¿Dónde demonios estoy?» Sentía la tierra húmeda, áspera y desigual bajo los brazos y las piernas. Se movió. Piedras de aristas agudas y trozos de grava le rozaron dolorosamente la piel.

No, no era una iglesia. Recuperó el destello de un recuerdo. Iba andando por un túnel largo y oscuro, hacia una cámara de piedra. Y entonces, ¿qué? Las imágenes eran borrosas y se deshilachaban por los márgenes. Alice intentó mover la cabeza. Fue un error. El dolor le estalló en la base del cráneo. Sintió chapotear la náusea en su estómago, como el agua acumulada en la sentina de un barco con la madera podrida.

– Alice, ¿me oyes?

Alguien le hablaba. Una voz preocupada, angustiada, una voz que conocía.

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