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La sorpresa la dejó boquiabierta.

Congost estaba inmóvil, cabizbajo y contemplando fijamente su mano, como si no tuviera nada que ver con él.

– Oriane, yo…

– ¡Eres patético! -le gritó ella, sintiendo en la boca el sabor de la sangre-. Te he dicho que te fueras. ¡Vete! ¡Fuera de mi vista!

Por un momento, Oriane pensó que iba a intentar disculparse. Pero cuando él levantó la vista, no vio arrepentimiento en sus ojos, sino odio. Soltó un suspiro de alivio. Todo saldría tal como había planeado.

– ¡Me das asco! -le estaba gritando él, alejándose de la cama-. ¡Eres como un animal! ¡No! ¡Eres peor que un animal, porque tú sabes lo que estás haciendo! -Agarró la capa azul de ella, que yacía de cualquier modo en el suelo, y se la arrojó a la cara-. ¡Y cúbrete! ¡No quiero encontrarte así cuando vuelva, pavoneándote como una puta!

Cuando estuvo segura de que se había marchado, Oriane volvió a echarse en la cama y tiró de la capa para cubrirse, algo agitada, pero eufórica. Por primera vez en cuatro años de matrimonio, el viejo estúpido, débil y enclenque con quien su padre la había obligado a casarse había conseguido asombrarla. Ella lo había provocado deliberadamente, desde luego, pero no esperaba que fuera a pegarle. Y menos con tanta fuerza. Se pasó los dedos por la piel, todavía dolorida por el golpe. Había querido hacerle daño. ¿Le quedaría marca? Eso podría valer algo. Quizá pudiera enseñarle a su padre adonde la había conducido su decisión.

Oriane detuvo el curso de sus pensamientos con una amarga carcajada. Ella no era Alaïs. A su padre sólo le importaba Alaïs, por mucho que intentara disimularlo. Oriane se parecía demasiado para su gusto a la madre de ambas, tanto físicamente como por su carácter. Aunque Jehan la golpeara hasta dejarla medio muerta, a su padre no le importaría. Pensaría que lo tenía merecido.

Por un momento, dejó que los celos que ocultaba a todos excepto a Alaïs se filtraran a través de la máscara perfecta de su rostro hermoso e impenetrable. Dejó que se viera su resentimiento por su falta de poder y de influencia, su decepción. ¿Qué valor tenían su juventud y su belleza, si estaba atada a un hombre sin ambición ni perspectivas, un hombre que jamás había empuñado una espada? No era justo que Alaïs, su hermana menor, tuviera todo lo que ella deseaba y le era negado, todo lo que debía ser suyo por derecho propio.

Oriane retorció entre los dedos la tela de la capa, como si estuviera pellizcando el brazo pálido y huesudo de Alaïs. Feúcha, malcriada, consentida Alaïs. Apretó con más fuerza, mientras visualizaba mentalmente el violáceo hematoma extendiéndose por su piel.

– No deberías provocarlo.

La voz de su amante rasgó el silencio. Casi había olvidado que estaba allí.

– ¿Por qué no? -dijo ella-. Es el único goce que me procura.

El hombre se deslizó a través de la cortina y le tocó la mejilla con los dedos.

– ¿Te ha hecho daño? Te ha dejado una marca.

El tono de preocupación en su voz la hizo sonreír. ¡Qué poco la conocía en realidad! Veía solamente lo que quería ver, una imagen de la mujer que creía que era.

– No es nada -replicó ella.

La cadena de plata que él llevaba al cuello rozó su piel cuando se inclinó para besarla. Podía oler su necesidad de poseerla. Oriane cambió de posición, dejando que el paño azul resbalara de su cuerpo como si fuera agua. Pasó las manos por los muslos de su amante, de piel pálida y suave en comparación con la dorada morenez de su espalda, sus brazos y su pecho, y poco a poco levantó la vista. Sonrió. Ya lo había hecho esperar lo suficiente.

Oriane se inclinó para abarcarlo con su boca, pero él la empujó para que volviera a tumbarse en la cama y se arrodilló a su lado.

– Entonces, ¿qué goce deseáis de mí, señora? -dijo él, separándole suavemente las piernas-. ¿Éste?

Ella murmuró algo, cuando él se inclinó para besarla.

– ¿O éste?

La boca de él se deslizó hacia abajo, hacia su espacio más privado y oculto. Oriane contuvo el aliento, mientras la lengua de él jugaba a través de su piel, mordiendo, lamiendo e incitando.

– ¿O quizá éste?

Sintió sus manos, fuertes y firmes alrededor de su cintura, mientras él la atraía hacia sí. Oriane le rodeó la espalda con las piernas.

– ¿O quizá sea esto lo que de verdad quieres? -susurró él, con la voz tensa de deseo mientras se hundía profundamente en su interior. Ella gruñó de satisfacción, arañándole la espalda, reclamándolo-. ¿De modo que tu marido piensa que eres una puta? -dijo él-. Veamos si podemos demostrar que está en lo cierto.

CAPÍTULO 10

Pelletier iba y venía por la habitación, esperando a Alaïs. El tiempo había refrescado, sin embargo había sudor en su ancha frente y tenía la cara arrebolada. Hubiese debido estar en las cocinas, supervisando a los criados y asegurándose de que todo estuviese bajo control. Pero estaba abrumado por la importancia del momento. Se sentía en una encrucijada, con senderos que se extendían en todas direcciones y conducían a un futuro incierto. Todo lo que había sucedido antes en su vida y todo lo que aún tenía que suceder, dependía de lo que decidiera en ese instante.

¿Por qué Alaïs tardaba tanto?

Pelletier cerró con fuerza el puño alrededor de la carta. Ya se sabía las palabras de memoria.

Se alejó de la ventana y dejó vagar la mirada hacia algo brillante que resplandecía entre el polvo y las sombras, detrás del marco de la puerta. Se agachó para recogerlo. Era una pesada hebilla de plata con detalles de cobre, lo suficientemente grande como para ceñir una capa o un manto.

Frunció el entrecejo. No era suya.

La acercó a la luz de una vela para verla mejor. No tenía ningún rasgo distintivo. Había cientos como aquélla de venta en el mercado. Le dio unas vueltas entre las manos. Era de bastante calidad, como perteneciente a alguien de buena posición, pero no de gran fortuna.

No podía llevar mucho tiempo allí. François arreglaba la habitación todas las mañanas; lo habría visto. Ningún otro criado podía entrar en la alcoba, que había estado todo el día cerrada con llave.

Pelletier miró a su alrededor buscando otros signos de intrusión. Se sintió incómodo. ¿Eran imaginaciones suyas o estaban ligeramente desordenados los objetos de su escritorio? ¿Estaba desarreglada su ropa de cama? Esa noche, todo lo inquietaba.

– Paire?

Alaïs habló en voz baja, pero aun así lo sobresaltó. Rápidamente, se guardó la hebilla en la bolsa que llevaba colgada al cinto.

– Padre -repitió ella-, ¿me habéis mandado llamar?

Pelletier se rehizo.

– Sí, así es. Ven, pasa.

– ¿Se os ofrece algo más, messer? -preguntó François desde la puerta.

– No. Pero espera fuera, por si te necesito.

Esperó a que la puerta estuviera cerrada y con un gesto le indicó a Alaïs que se sentara junto a la mesa. Le sirvió un vaso de vino y volvió a llenar el suyo, pero él no se sentó.

– Pareces cansada.

– Y lo estoy un poco.

– ¿Qué se comenta del Consejo, Alaïs?

– Nadie sabe qué pensar, messer. Corren muchas historias. Todos rezan para que las cosas no estén tan mal como parece. Se dice que el vizconde saldrá mañana hacia Montpelhièr, acompañado de una pequeña comitiva, para pedir audiencia a su tío, el conde de Tolosa. -Levantó la cabeza-. ¿Es verdad?

Su padre asintió.

– Pero también dicen que el torneo se celebrará de todos modos.

– También es cierto. El vizconde tiene intención de completar su misión y estar de vuelta en dos semanas. Antes de final de julio, con toda seguridad.

– ¿Tiene buenas perspectivas de éxito la misión del vizconde?

Pelletier no contestó, sino que siguió recorriendo la habitación, arriba y abajo. Le estaba contagiando a Alaïs su ansiedad.

La muchacha bebió un sorbo de vino para armarse de valor.

– ¿Será Guilhelm de la partida?

– ¿No te lo ha informado él mismo? -le preguntó su padre secamente.

– No lo he visto desde que se levantó la sesión del Consejo -reconoció ella.

– ¡En nombre de Sainte Foy! ¿Dónde se ha metido? -dijo Pelletier.

– Por favor, decidme sí o no.

– Guilhelm du Mas ha sido elegido, aunque debo decir que contra mi voluntad. El vizconde lo aprecia.

– Y con razón, paire -replicó ella serenamente-. Es un hábil chavalièr.

Pelletier se inclinó hacia adelante para servirle un poco más de vino.

– Dime, Alaïs, ¿confías en él?

La pregunta la sorprendió con la guardia baja, pero respondió sin vacilaciones.

– ¿Acaso no deben confiar todas las esposas en sus maridos?

– Desde luego, desde luego. No esperaría de ti otra respuesta -contestó él, agitando una mano con gesto impaciente-. Pero ¿te ha preguntado por lo sucedido esta mañana en el río?

– Me ordenasteis que no le hablara a nadie al respecto -dijo ella- y, naturalmente, os he obedecido.

– Yo también esperaba que mantuvieras tu palabra -repuso él-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Te ha preguntado Guilhelm dónde habías estado?

– No ha habido ocasión -le dijo ella en tono desafiante-. Como ya os he dicho, no lo he visto.

Pelletier se acercó a la ventana.

– ¿Temes que estalle la guerra? -dijo él, dándole la espalda.

Aunque desconcertada por el abrupto cambio de tema, Alaïs respondió sin el menor titubeo.

– La idea me atemoriza, lo reconozco, messer -replicó cautamente-. Pero seguramente no estallará, ¿verdad?

– No, quizá no.

El senescal apoyó las manos en el alféizar de la ventana, aparentemente perdido en sus pensamientos y ajeno a la presencia de su hija.

– Sé que mi pregunta te ha parecido impertinente, pero te la he hecho por una causa. Mira en lo profundo de tu corazón. Sopesa con cuidado tu respuesta y dime la verdad. ¿Confías en tu marido? ¿Confías en él para que te proteja, para que cuide de ti?

Alaïs sabía que las palabras más importantes permanecían inexpresadas y ocultas bajo la superficie, pero temía responder. No quería ser desleal con Guilhelm, pero tampoco se avenía a mentirle a su padre.

– Ya sé que no lo apreciáis, messer -dijo en tono sereno-, aunque no comprendo qué ha podido hacer para ofenderos…

– Sabes perfectamente lo que hace para ofenderme -soltó Pelletier con impaciencia-. Te lo digo con suficiente frecuencia. Sin embargo, mi opinión personal de Du Mas, buena o mala, no tiene importancia, puedes detestar a un hombre y aun así reconocer su valor. Por favor, Alaïs, responde a mi pregunta. De lo que digas dependen muchas cosas.

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