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– ¿Por qué lo hicieron?

– Porque Alaïs estaba con ellos -respondió Baillard-, Necesitaba tiempo. Oriane y sus hombres estaban esperándola al pie de la montaña. Harif estaba en la ciudadela, y también Sajhë y su hija. El riesgo era demasiado grande. Si los capturaban, los sacrificios realizados por Simeón, su padre y Esclarmonda para salvaguardar el secreto habrían sido vanos.

Por fin, todas las piezas del rompecabezas encajaban, y Alice pudo ver la figura completa, clara, vivida y brillante, aunque le costaba creer que fuera verdad.

La joven contempló por la ventana el paisaje, inalterado y constante. Era prácticamente igual al que había conocido Alaïs. El mismo sol, la misma lluvia, los mismos cielos.

– Cuénteme la verdad acerca del Grial -dijo con voz serena.

CAPÍTULO 71

Montségur

El Laberinto - pic_13.jpg

Març 1244

Alaïs estaba de pie sobre las murallas de la ciudadela de Montségur: una figura menuda y solitaria, envuelta en una gruesa capa de invierno. Se había hecho más bella con el paso de los años. Estaba delgada, pero había cierta gracia en su rostro, su cuello y su porte. Bajó la vista y se miró las manos. A la luz del alba, parecían azuladas, casi transparentes.

«Manos de vieja.»

Alaïs sonrió. No, vieja no. Aún no había alcanzado la edad que tenía su padre cuando murió.

La luz era suave, mientras el sol naciente se esforzaba por devolver al mundo su forma y expulsar las sombras de la noche. Alaïs contempló las escarpadas cumbres nevadas de los Pirineos, que se sucedían hasta perderse en la palidez del horizonte, y los violáceos pinares sobre el flanco oriental de la montaña. Las nieblas matutinas se deslizaban por las empinadas laderas del pico de Saint-Barthélémy. Más allá, casi podía distinguir el pico de Soularac.

Imaginó su casa, sencilla y acogedora, acurrucada entre los pliegues de las montañas. Recordó el humo que desprendía la chimenea en las mañanas frías como aquélla. El invierno había sido riguroso y la primavera solía llegar tarde a las montañas, pero estaba próxima. Alaïs veía su promesa en los rosados matices del cielo poco antes del crepúsculo. En Los Seres, pronto brotarían las hojas de los árboles. Cuando llegara abril, las praderas de la montaña volverían a cubrirse de delicadas florecillas azules, blancas y amarillas.

Allá abajo, Alaïs podía distinguir las pocas construcciones que aún se conservaban del pueblo de Montségur, las escasas cabañas que seguían en pie después de diez meses de asedio. En torno al destartalado caserío se extendían los pabellones y tiendas de campaña del ejército francés, retazos de colores con raídos gallardetes de bordes deshilachados. Los sitiadores habían padecido el mismo invierno despiadado que los habitantes de la ciudadela.

En el flanco occidental, al pie de la montaña, había una plataforma de madera. Los sitiadores llevaban días construyéndola. La víspera habían levantado una hilera de estacas en el centro, cual retorcida espina dorsal de madera, con una pila de leños y fardos de paja rodeando cada uno de los postes. Al anochecer, los había visto apoyando escalerillas en torno a la plataforma.

«Una pira para quemar a los herejes.»

Alaïs se estremeció. En unas horas, todo habría terminado. No temía morir cuando llegara su hora. Pero había visto morir en la hoguera a demasiada gente como para creer que la fe les evitaría el sufrimiento. Para los que así lo habían solicitado, Alaïs había preparado medicinas capaces de aliviar el padecimiento. La mayoría, sin embargo, había elegido pasar sin ayuda al otro mundo.

Las piedras violáceas bajo sus pies estaban resbaladizas por la escarcha. Alaïs trazó el dibujo del laberinto, con la punta de la bota, sobre la blanca cubierta del suelo. Estaba nerviosa. Si su plan tenía éxito, ya nadie seguiría buscando el Libro de las palabras. Si fallaba, habría arriesgado en vano las vidas de quienes le habían ofrecido refugio a lo largo de todos esos años (la gente de Esclarmonda, los amigos de su padre), en nombre del Grial.

Las consecuencias eran terribles de imaginar.

Alaïs cerró los ojos y retrocedió a través de los años, como en un vuelo, hasta la cueva del laberinto. Harif, Sajhë y ella. Rememoró la suave caricia del aire sobre sus brazos desnudos, el parpadeo de los cirios y las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Recordaba las palabras, tan vívidas sobre su lengua cuando las pronunció que casi creyó percibir su sabor.

Alaïs se estremeció, pensando en el momento en que finalmente comprendió y el conjuro brotó de sus labios como por voluntad propia. Ese momento único de éxtasis, de iluminación, junto a lo sucedido hasta entonces y lo que aún quedaba por venir, se unió en un todo singular, mientras el Grial descendía sobre ella.

«Y a través de su voz y de sus manos, hacia él.»

Alaïs hizo una inspiración profunda, maravillada por haber vivido y haber tenido esas experiencias.

Un ruido la perturbó. Abrió los ojos y el pasado se desvaneció. Se dio la vuelta y vio a Bertranda subiendo a lo largo de las estrechas almenas. Alaïs sonrió y levantó una mano para saludarla.

Su hija era menos seria por naturaleza de lo que lo había sido Alaïs a su edad. Pero físicamente, Bertranda era su vivo retrato: la misma cara en forma de corazón, la misma mirada franca e idéntico cabello castaño. De no haber sido por las canas de Alaïs y las arrugas alrededor de sus ojos, podrían haber pasado por hermanas.

La tensión de la espera se reflejaba en la cara de su hija.

– Sajhë dice que los soldados vienen hacia aquí -dijo Bertranda con voz insegura.

Alaïs sacudió la cabeza.

– No vendrán hasta mañana -repuso con firmeza-. Y todavía tenemos mucho que hacer desde ahora hasta entonces -añadió, cogiendo entre las suyas las manos de Bertranda-. Espero que ayudes a Sajhë y cuides de Rixenda. Sobre todo esta noche. Te necesitan.

– No quiero perderte, mamá -dijo, con labios temblorosos.

– Y no me perderás -sonrió ella, rezando por que así fuera-. Pronto volveremos a estar todos juntos. Debes tener paciencia.

Bertranda le sonrió débilmente.

– Así me gusta -dijo Alaïs-. Ahora ven, filha. Bajemos.

CAPITULO 72

Al alba del miércoles 16 de marzo se reunieron junto a la puerta grande de Montségur, aún dentro de la fortaleza.

Desde las almenas, los miembros de la guarnición contemplaban a los cruzados que habían sido enviados para arrestar a los bons homes, subiendo el último tramo de la senda rocosa, resbaladiza aún por la escarcha de la madrugada.

Bertranda estaba de pie junto a Sajhë y Rixenda, al frente de la multitud. Reinaba un silencio absoluto. Después de meses de constantes bombardeos, aún no se había acostumbrado a la ausencia de ruido, ahora que las catapultas y las otras máquinas de guerra por fin guardaban silencio.

Las últimas dos semanas habían sido apacibles y para muchos iban a ser las postreras. Se había celebrado la Pascua. Los parfaits y algunas parfaites habían ayunado. Pese a la promesa de perdón para todos los que abjurasen de su fe, casi la mitad de los habitantes de la ciudadela, entre ellos Rixenda, había decidido recibir el consolament. Preferían morir como bons chrétiens antes que vivir, derrotados, bajo el dominio francés. Los condenados a morir por su fe habían donado sus posesiones a los condenados a vivir sin sus seres queridos. Bertranda había ayudado a repartir las donaciones de cera, pimienta, sal, paños, botas, una cartera, unas calzas e incluso un sombrero de fieltro.

Pierre-Roger de Mirepoix había recibido una manta llena de monedas. Otros le habían dado grano y jubones para que los distribuyera entre sus hombres. Marquesia de Lanatar había dejado todas sus posesiones a su nieta Philippa, esposa de Pierre-Roger.

Bertranda contemplaba las caras silenciosas mientras elevaba una muda plegaria por su madre. Alaïs había escogido cuidadosamente la ropa para Rixenda: el vestido verde oscuro y una capa roja, que llevaba en los bordes y la bastilla un intrincado motivo azul y verde de cuadrados y rombos, con diminutas flores amarillas intercaladas. Su madre le había contado que era idéntica a la capa que se había puesto para el día de su boda, en la capilla de Santa María, en el Château Comtal. Alaïs estaba segura de que su hermana Oriane la reconocería, pese a los muchos años transcurridos.

Como precaución, Alaïs también confeccionó, para llevar con la capa, una bolsa pequeña de piel de cordero, copia exacta de la funda donde estaba guardado cada uno de los libros de la Trilogía del Laberinto. Bertranda había ayudado a rellenarla con retazos de tela y trozos de pergamino, para completar el engaño, al menos a cierta distancia. No comprendía del todo el objeto de aquellos preparativos, pero sabía que eran importantes y la había entusiasmado que la dejaran ayudar.

Bertranda le dio la mano a Sajhë.

Los líderes de la iglesia cátara, el obispo Bertran Marty y Raymond Aiguilher, que para entonces eran ancianos, estaban de pie, en silencio, con sus hábitos azul oscuro. Durante años habían ejercido su ministerio desde Montségur, utilizando la ciudadela como base de operaciones para predicar la palabra y llevar el consuelo a los credentes de los pueblos aislados de las montañas y la llanura. Ahora se disponían a conducir a su grey a la hoguera.

– Mamá estará bien -susurró Bertranda, intentando tranquilizarlo a él tanto como a ella misma. Sintió el brazo de Rixenda sobre su hombro-. Ojalá tú no…

– He tomado mi decisión -replicó rápidamente Rixenda-. He decidido morir sin renunciar a mi fe.

– ¿Y si descubren a mamá? -murmuró Bertranda.

– No hay nada que podamos hacer, excepto rezar.

Cuando llegaron los soldados, Bertranda sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Rixenda les tendió las muñecas, para que se las encadenaran. El joven soldado meneó la cabeza. No habían traído suficientes cadenas, porque nadie esperaba que fuesen tantos los que eligieran la muerte.

Bertranda y Sajhë miraban en silencio mientras Rixenda y los otros atravesaban la puerta grande e iniciaban su último descenso por el abrupto y sinuoso sendero de la montaña. El rojo de la capa de Alaïs destacaba brillante bajo el cielo gris, entre apagados verdes y marrones.

Dirigidos por el obispo Marty, los prisioneros empezaron a cantar. Montségur había caído, pero ellos no estaban derrotados. Bertranda se enjugó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano. Había prometido a su madre ser fuerte. Haría cuanto pudiera por cumplir su palabra.

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