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Más abajo, en los prados de las laderas inferiores, se habían montado tribunas para los espectadores. Estaban llenas: la nueva aristocracia del Mediodía, barones franceses, señores locales aliados de los invasores, legados católicos e inquisidores, todos ellos invitados por Hugues des Arcis, senescal de Carcasona. Todos habían acudido a ver cómo se hacía «justicia» después de más de treinta años de guerra civil.

Guilhelm se embozó cuidadosamente en su capa para que nadie lo reconociera. Después de toda una vida de luchar contra los franceses, muchos conocían su rostro. No podía permitirse que lo apresaran. Miró a su alrededor.

Si su información era correcta, en algún lugar entre la multitud estaría Oriane, y él estaba decidido a mantenerla apartada de Alaïs. Incluso al cabo de tanto tiempo, la sola idea de Oriane encendía su ira. Apretó los puños, ansioso por actuar cuanto antes. Hubiese deseado poder ahorrarse el disimulo y la espera, y hundir simplemente el puñal en su corazón, como debió haber hecho treinta años antes. Guilhelm sabía que tenía que ser paciente. Si intentaba algo en ese momento, lo harían picadillo antes incluso de poder desenvainar la espada.

Recorrió con la vista las filas de espectadores hasta dar con el rostro que estaba buscando. Oriane estaba sentada en los puestos centrales de la primera fila. Ya no quedaba nada de la dama meridional en ella. Su indumentaria era costosa, en el estilo más formal y complicado del norte. Vestía una capa azul de terciopelo orlada de oro, con un grueso reborde de armiño en el cuello y la capucha, y guantes de invierno a juego. Su rostro aún llamaba la atención por la perfección de sus rasgos, pero se lo veía enflaquecido y afeado por su expresión hosca.

Había un hombre joven junto a ella. Por el parecido, Guilhelm supuso que debía de ser uno de sus hijos. Según había oído, Louis, el mayor, se había unido a la cruzada. Tenía la tez y los rizos oscuros de Oriane y el perfil aguileño de su padre.

Se oyó un grito. Guilhelm se volvió y vio que la fila de prisioneros había llegado al pie de la montaña y era conducida hacia la pira. Los condenados caminaban lenta y dignamente. Estaban cantando. «Como un coro de ángeles», pensó Guilhelm, viendo en las expresiones de los espectadores la incomodidad que la dulzura de sus voces les inspiraba.

El senescal de Carcasona estaba de pie junto al arzobispo de Narbona. A una señal suya, fue izada una gran cruz de oro, mientras los frailes negros y el resto del clero avanzaban, para tomar posiciones delante de la plataforma.

Detrás de ellos, Guilhelm pudo ver una fila de soldados que enarbolaban antorchas ardientes, esforzándose para impedir que el humo llegara a las tribunas, mientras las llamas crepitaban y temblaban bajo un crudo viento racheado del norte.

Uno por uno, fueron llamando por su nombre a los herejes, que se adelantaban y subían por las escalerillas hacia la pira. Guilhelm se estremeció de horror. Detestaba no poder hacer nada por detener las ejecuciones. Incluso aunque hubiese tenido suficientes hombres a su lado, sabía que los propios condenados se opondrían. Por obra de las circunstancias, más que por sus propias creencias, Guilhelm había pasado mucho tiempo en compañía de los bons homes. Los admiraba y respetaba, aunque no podía decir que los comprendiera.

Las pilas de leños y paja habían sido impregnadas con brea. Unos cuantos soldados se habían encaramado a la plataforma y estaban encadenando a los parfaits y parfaites a los postes centrales.

El obispo Marty empezó a orar.

– Paire sant, dieu dreiturier de bons sperits…

Lentamente, otras voces se unieron a la suya. El susurro fue en aumento, hasta convertirse muy pronto en un estruendo. En las tribunas, los espectadores intercambiaban miradas turbadas y parecían cada vez más inquietos. No era el espectáculo que habían ido a ver.

El arzobispo hizo una señal apresurada y los clérigos, con sus negros hábitos flameando al viento, empezaron a cantar el salmo que se había convertido en el himno de la cruzada, Veni Spirite Sancti, vociferando las palabras para ahogar las plegarias de los cátaros.

El obispo dio un paso al frente y arrojó la primera antorcha a la pira. Los soldados lo imitaron. Una por una fueron lanzadas las teas en llamas. El fuego tardó en prender, pero al cabo de un rato los chasquidos y crepitaciones se convirtieron en un rugido. Las llamas comenzaron a circular como serpientes entre los haces de paja, saltando aquí y allá, soplando y bufando, cimbreándose como juncos en el río.

A través del humo, Guilhelm vio algo que le heló la sangre. Una capa roja con flores bordadas y un vestido verde oscuro, del color del musgo. Se abrió paso hasta las tribunas.

No podía -o no quería- dar crédito a sus ojos.

Los años transcurridos se esfumaron y volvió a ser el hombre que había sido, un joven chavalièr arrogante, orgulloso y confiado, de rodillas en la capilla de Santa María. Alaïs estaba a su lado. Decían que una boda en Navidad traía suerte. Sobre el altar había espinos en flor y cirios rojos de luz parpadeante, mientras ellos intercambiaban los votos.

Guilhelm corrió por el fondo de las tribunas, desesperado por acercarse más, desesperado por convencerse de que no era ella. Las llamas estaban hambrientas. El olor nauseabundo de la carne humana quemada, asombrosamente dulzón, flotaba sobre los espectadores. Los soldados retrocedieron unos pasos. Incluso los clérigos tuvieron que apartarse un poco ante el furor del fuego.

La sangre se evaporaba con un ruido sibilante, mientras las plantas de los pies estallaban y se abrían, y los huesos se separaban de la carne y caían al fuego, como animales, asándose en un espetón. Las plegarias se transmutaron en alaridos.

Guilhelm se estaba sofocando, pero no se detuvo. Con la capa apretada sobre la boca y la nariz para no respirar el humo fétido y punzante, intentó aproximarse a la plataforma, pero la humareda lo envolvía todo con sus remolinos.

De pronto, una voz, clara y precisa sonó desde el interior de la hoguera.

– ¡Oriane!

¿Era la de Alaïs? Guilhelm no podía saberlo. Protegiéndose la cara con las manos, avanzó torpemente hacia la voz.

– ¡Oriane!

Esta vez, se oyó un grito en las tribunas. Guilhelm se volvió y, a través de un hueco en la humareda, vio la cara de Oriane, distorsionada por el odio. Estaba de pie, gesticulando furiosamente y dando órdenes a los guardias.

Guilhelm también gritaba interiormente el nombre de Alaïs, pero no podía arriesgarse a llamar la atención. Había ido allí a salvarla. Había ido a ayudarla a escapar de Oriane, como ya había hecho en otra ocasión.

Aquellos tres meses que había pasado junto a Alaïs, después de huir de la Inquisición en Toulouse, habían sido, simplemente, los más felices de su vida. Alaïs no quiso quedarse por más tiempo y él no consiguió hacerla cambiar de idea; ni siquiera logró que le explicara por qué tenía que marcharse. Pero había dicho -y Guilhelm había creído en la sinceridad de sus palabras- que algún día, cuando el horror hubiera pasado, volverían a encontrarse.

– Mon còr -susurró, casi en un sollozo.

Aquella promesa y el recuerdo de los días que habían pasado juntos era lo que lo había sostenido durante esos diez años, largos y vacíos. Como una luz en la oscuridad.

Guilhelm sintió que se le desgarraba el corazón.

– ¡Alaïs!

Sobre su capa roja, una pequeña funda blanca de piel de cordero, del tamaño de un libro, estaba ardiendo. Las manos que la sujetaban habían desaparecido, reducidas a huesos, grasa crepitante y carne ennegrecida.

No quedaba nada y él lo sabía.

Para Guilhelm, todo se había sumido en el silencio. Ya no había ruido, ni dolor, sino únicamente una blanca extensión vacía. La montaña había desaparecido, lo mismo que el cielo, el humo y los gritos. La esperanza se había esfumado.

Sus piernas ya no lo sostenían. Guilhelm cayó de rodillas, invadido por la desesperación.

CAPÍTULO 73

Montes Sabarthès

Viernes 8 de julio de 2005

El hedor le hizo recuperar el sentido. Una mezcla de amoníaco, estiércol de cabra, sábanas sucias y carne cocida fría se le adhería a la garganta y le escocía por dentro de la nariz, como las sales cuando se huelen demasiado cerca.

Will estaba tumbado sobre un rústico jergón, no más grande que una banqueta, fijado a la pared de la cabaña. Se incorporó con cierto esfuerzo hasta quedar sentado y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Las afiladas aristas se le clavaron en los brazos, que todavía llevaba atados a la espalda.

Se sentía como si hubiese disputado cuatro asaltos en un cuadrilátero de boxeo. Tenía magulladuras de la cabeza a los pies por los golpes que se había dado dentro del contenedor, durante el viaje. La sien le palpitaba en el lugar donde François-Baptiste lo había golpeado con la pistola. Sentía el hematoma, duro y caliente bajo la piel, y la sangre derramada alrededor de la herida.

No sabía la hora ni el día. ¿Sería todavía viernes?

Habían salido de Chartres de madrugada, quizá hacia las cinco. Cuando lo sacaron del vehículo, era por la tarde, hacía calor y el sol aún brillaba con fuerza. Torció el cuello para intentar ver su reloj, pero el movimiento le provocó náuseas.

Esperó a que se le pasara el mareo. Entonces abrió los ojos e intentó orientarse. Se encontraba en una especie de cabaña de pastores. Había rejas en el ventanuco, no mucho más grande que un libro corriente. En el extremo opuesto, podía ver una estantería de obra, una especie de mesa y un taburete. En la reja de la chimenea, al lado, los restos de un fuego que había ardido mucho tiempo atrás: cenizas grises y residuos negros de madera o papel. Una pesada olla de metal colgaba de una vara sobre el fuego. Will vio que tenía grasa solidificada pegada al borde.

Se dejó caer otra vez en el duro colchón, sintiendo la aspereza de la manta sobre su piel maltrecha, y se preguntó dónde estaría Alice.

Fuera, se oyeron pasos y después una llave en un candado. Will distinguió el ruido metálico de una cadena que caía al suelo y, a continuación, el crujido artrítico de la puerta, que alguien empujaba y abría, y una voz que le resultó vagamente familiar.

–  C’est l’heure . Es la hora.

Shelagh fue consciente del contacto del aire sobre sus piernas y brazos desnudos, y de la sensación de ser transportada de un sitio a otro.

Reconoció la voz de Paul Authié, en algún lugar, entre los murmullos, mientras la sacaban de la casa. Después notó la sensación característica del aire subterráneo, frío y ligeramente húmedo, en un suelo que se inclinaba cuesta abajo. Los dos hombres que la habían mantenido cautiva estaban presentes. Se había habituado a su olor: loción para después de afeitarse, tabaco barato y una masculinidad amenazadora que hacía que se le contrajeran los músculos.

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