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– Dígame, donaisela Tanner -dijo, dándose la vuelta para mirarla de frente y volviendo otra vez por un momento al tratamiento más formal-, ¿usted cree en el destino? ¿O es el camino que escogemos lo que hace de nosotros lo que somos?

– Yo… -dijo ella, pero en seguida se interrumpió. Ya no estaba segura de lo que creía. Allí, en las montañas intemporales, en las alturas entre las nubes, el mundo y los valores cotidianos no parecían importar.

– Creo en mis sueños -dijo finalmente.

– ¿Crees que puedes cambiar tu destino? -dijo él, esperando una respuesta.

Alice se sorprendió haciendo un gesto afirmativo.

– Así es, porque si no fuera así, nada tendría sentido. Si simplemente estuviéramos siguiendo una senda predeterminada, entonces todas las experiencias que nos convierten en quienes somos (el amor, el dolor, la alegría, el aprendizaje, los cambios…) no servirían de nada.

– Y tú no impedirías que otra persona hiciera su propia elección, ¿verdad?

– Dependería de las circunstancias -replicó ella con cautela, repentinamente nerviosa-. ¿Por qué?

– Te pido que lo recuerdes -replicó él suavemente-. Eso es todo. Cuando llegue el momento, te pido que recuerdes esto. Si es atal es atal.

Sus palabras removieron algo en su interior. Alice estaba segura de haberlas oído antes. Sacudió la cabeza, pero el recuerdo se negó a materializarse.

– Lo que tenga que ser, será -añadió él en tono sereno.

CAPITULO 70

Monsieur Baillard, yo…

Audric levantó la mano.

– Te diré todo lo que necesitas saber -dijo, regresando a la mesa y retomando el hilo del relato como si no hubiese habido ninguna interrupción-. Tienes mi palabra.

Ella abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor.

– La ciudadela estaba atestada -prosiguió él-, pero aparte de eso, fue una época feliz. Por primera vez en muchos años, Alaïs se sentía segura. Bertranda, que para entonces contaba casi diez años, tenía muchos amigos entre los niños que vivían en la fortaleza y sus alrededores. Harif, aunque viejo y débil, siempre estaba de buen humor. Tenía mucha compañía: Bertranda para alegrarlo y los parfaits para discutir sobre la naturaleza de Dios y el mundo. Sajhë estaba con ellos la mayor parte del tiempo. Alaïs era feliz.

Alice cerró los ojos y dejó que el pasado cobrara vida en su mente.

– Era una buena vida y lo hubiese seguido siendo, de no haber sido por un único y temerario acto de venganza. El 28 de mayo de 1242, llegó a oídos de Pierre-Roger de Mirepoix la noticia de que cuatro inquisidores habían llegado a la ciudad de Avignonet. Más parfaits y credentes serían detenidos o enviados a la hoguera. Decidió actuar. Desoyendo los consejos de sus lugartenientes, entre ellos Sajhë, reunió una fuerza de ochenta y cinco caballeros de la guarnición de Montségur, a quienes se unieron varios caballeros más sobre la marcha.

«Recorrieron ochenta kilómetros hasta Avignonet y al día siguiente llegaron. Poco después de que el inquisidor Guillaume Arnaud y sus tres colegas se hubiesen retirado a dormir, alguien de la casa les abrió la puerta y los dejó pasar. Las puertas de los dormitorios fueron derribadas y los cuatro inquisidores, con su comitiva, fueron despedazados. Siete caballeros diferentes presumieron de haber asestado el primer golpe. Se dijo que Guillaume Arnaud había muerto recitando el Te Deum. Lo cierto es que sus registros inquisitoriales fueron destruidos.

– Eso al menos estuvo bien.

– Fue la provocación definitiva. La matanza tuvo una rápida respuesta. El rey de Francia decretó la destrucción de Montségur de una vez para siempre. Un ejército integrado por barones del norte, inquisidores católicos, mercenarios y señores del lugar aliados con el enemigo plantó campamento al pie de la montaña. Comenzó el asedio, pero aun así los hombres y mujeres de la ciudadela seguían entrando y saliendo a voluntad. Al cabo de cinco meses, la guarnición sólo había perdido tres hombres y todo hacía pensar que el sitio iba a fracasar.

»Los cruzados recurrieron entonces a los servicios de un pelotón de mercenarios vascos, que acudieron y establecieron su campamento a tiro de piedra de los muros del castillo, justo cuando comenzaba el crudo invierno de la montaña. Aunque el peligro no era inminente, Pierre-Roger decidió retirar a sus hombres de las defensas externas del vulnerable flanco oriental. Fue un grave error. Armados con la información que les proporcionaban los colaboradores locales, los mercenarios lograron escalar la abrupta pendiente del flanco suroriental de la montaña. Tras pasar a cuchillo a los centinelas, se apoderaron de la Roca de la Tour, una aguja rocosa que se yergue en el punto más oriental de las cumbres de Montségur. Los habitantes de la fortaleza sólo pudieron contemplar impotentes cómo los mercenarios izaban catapultas y otras máquinas de guerra, al tiempo que sobre el flanco oriental de la montaña un enorme trébuchet comenzaba a infligir daños en la barbacana del este.

»En la Navidad de 1243, los franceses tomaron la barbacana. Para entonces se encontraban a escasos metros de la fortaleza, y allí instalaron una nueva catapulta. Los tramos meridionales de la muralla quedaron a su alcance.

Audric hacía girar interminablemente el anillo en su dedo pulgar mientras hablaba.

Alice lo miraba y, mientras lo hacía, el recuerdo de otro hombre que hacía girar un anillo como aquél mientras le contaba historias inundó su mente.

– Por primera vez -prosiguió él-, se vieron enfrentados a la posibilidad de que Montségur cayera.

»En el valle, los estandartes y gallardetes de los católicos y las flores de lis del rey de Francia, aunque desgarrados y desvaídos después de diez meses de calor primero, lluvias después y finalmente nieve, seguían ondeando. El ejército cruzado, dirigido por el senescal de Carcassona, Hugues des Arcis, sumaba entre seis mil y diez mil efectivos. En la fortaleza asediada no había más de un centenar de hombres de armas.

» Alaïs quería… -Se interrumpió-. Hubo una reunión con los líderes de la Iglesia cátara, el obispo Bertran Marty y Raymond Aiguilher.

– El tesoro de los cátaros… ¿Entonces es verdad? ¿Existió?

Baillard asintió.

– Dos credentes, Matheus y Pierre Bonnet, fueron escogidos para la tarea. Bien abrigados para protegerse del mordiente frío de enero, se echaron el tesoro a las espaldas, lo aseguraron con cuerdas y abandonaron subrepticiamente el castillo, amparados por las sombras de la noche. Eludieron a los centinelas apostados en los caminos practicables que bajaban de la montaña y atravesaban el pueblo, y se encaminaron hacia el sur, en dirección a los montes Sabarthès.

Los ojos de Alice se ensancharon por la sorpresa.

– ¡Hacia el pico de Soularac!

Una vez más, Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Para que a partir de aquí, otros siguieran el camino. Pero los pasos hacia Aragón y Navarra estaban cerrados por la nieve, de modo que se dirigieron a la costa y desde allí zarparon hacia Lombardía, en el norte de Italia, donde había una comunidad próspera y menos perseguida de bons homes.

– ¿Qué sucedió con los hermanos Bonnet?

– Matheus volvió solo a finales de enero. Para entonces, los centinelas apostados en los caminos eran gentes del lugar, de Camón sur l’Hers, cerca de Mirepoix, y lo dejaron pasar. Matheus habló de refuerzos y dijo que corría el rumor de que el nuevo rey de Aragón acudiría en primavera. Pero no eran más que palabras. Para entonces, el asedio estaba demasiado establecido para que unos eventuales refuerzos pudieran abrir una brecha en sus filas.

Baillard levantó sus ojos color ámbar y miró a Alice.

– También nos llegaron rumores de que Oriane pensaba viajar al sur, acompañada de su hijo y su marido, con refuerzos para las huestes sitiadoras. Eso sólo podía significar una cosa: que después de tantos años de huir y esconderse, por fin había descubierto que Alaïs estaba viva. Quería el Libro de las palabras.

– Pero seguramente Alaïs no lo llevaba consigo, ¿o sí?

Audric no respondió.

– A mediados de febrero, los atacantes consolidaron aún más sus posiciones. El primer día de marzo de 1244, tras un último intento de expulsar a los vascos de la Roca de la Tour, sonó un cuerno solitario sobre las murallas de la fortaleza asolada. -Tragó saliva-. Raymond de Péreille, el sènhor de Montségur, y Pierre-Roger de Mirepoix, comandante de la guarnición, salieron por la puerta mayor y se rindieron a Hugues des Arcis. La batalla había terminado. Montségur, el último reducto, había caído.

Alice se recostó en la silla, deseando que el final hubiese sido otro.

– El invierno estaba siendo riguroso y gélido en las laderas rocosas y en los valles al pie de las montañas. Los dos bandos estaban exhaustos. Las negociaciones fueron breves. El armisticio fue firmado al día siguiente por Pierre Amiel, arzobispo de Narbona.

»Las condiciones fueron generosas. Sin precedentes, según algunos. La fortaleza pasó a ser propiedad de la Iglesia católica y la corona francesa, pero a todos sus habitantes les perdonaron sus pasados delitos. El perdón alcanzó incluso a los que habían matado a los inquisidores en Avignonet. Los hombres de armas serían puestos en libertad, una vez confesaran sus crímenes para los registros de la Inquisición. Los que abjuraran de sus creencias heréticas también quedarían libres, castigados únicamente por la obligación de llevar una cruz cosida en la ropa.

– ¿Y los que no? -preguntó Alice.

– Los que no, serían quemados en la hoguera por herejes.

Baillard bebió otro sorbo de vino.

– Era habitual, al final de un asedio, sellar el acuerdo alcanzado mediante un intercambio de rehenes. En esa ocasión, los rehenes fueron Raymond, hermano del obispo Bertran, el viejo chavalièr Arnald-Roger de Mirepoix y el hijo menor de Raymond de Péreille. -Baillard hizo una pausa-. Lo que no era habitual -dijo en tono cauteloso- era conceder las dos semanas de gracia. Los señores cátaros pidieron autorización para permanecer en Montségur dos semanas más, antes de bajar de la montaña. La solicitud les fue concedida.

El corazón de Alice empezó a acelerarse.

– ¿Por qué?

Audric sonrió.

– Historiadores y teólogos llevan cientos de años debatiendo los motivos que impulsaron a los cátaros a pedir el aplazamiento de la ejecución del acuerdo. ¿Qué necesitaban hacer que no estuviera hecho ya? El tesoro estaba a salvo. ¿Qué era tan importante para que los cátaros quisieran quedarse un poco más en la fría y devastada fortaleza de la montaña, después de todo lo que habían sufrido?

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