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En lugar de mi padre iban a incinerar a un autoestopista asesinado. Pero ¿por que habían matado a un inofensivo vagabundo? Sandy hubiera podido llenar la urna de bronce con cenizas de madera y yo no hubiera dudado que eran humanas. Además, era muy poco probable que yo pidiera que abrieran la urna sellada una vez me la entregaran, y mas improbable todavía que sometiera su contenido a un análisis de laboratorio para determinar su composición y su origen.

Mis pensamientos se confundían en una apretada trama, imposible de deshacer.

Vacilante, saqué el encendedor del bolsillo. Dudé un momento, aguzando el oído por si escuchaba algún sonido furtivo al otro lado de la puerta cerrada y entonces encendí la llama.

No me hubiera sorprendido ver un cadáver de alabastro levantarse en silencio desde su sarcófago de acero, quedarse ante mí, grasienta confrontación con la muerte, brillando a la suave luz del mechero de gas, los ojos abiertos pero ciegos, la boca abierta para comunicar un secreto aunque sin producir siquiera un murmullo. No había ningún cadáver enfrente, pero serpientes de luz y sombra se escapaban de la temblorosa llama y se arremolinaban en los paneles de acero, produciendo la ilusión de movimiento en los cajones, de tal manera que los receptáculos parecían moverse hacia fuera.

Al volverme hacia la puerta descubrí que para evitar que nadie se quedara encerrado accidentalmente en la cámara frigorífico, el candado podía abrirse desde el interior. A este lado no se necesitaba llave, el cerrojo se corría con un simple giro del pulgar.

Saque el gancho del candado con el mayor sigilo que me fue posible. La perilla de la puerta crujió suavemente.

Al parecer el silencioso garaje estaba desierto, pero yo seguí alerta. Podía haber alguien detrás de una de las columnas de soporte, de la ambulancia o de la camioneta de reparto.

Al mirar de soslayo hacia la lluvia seca de luz fluorescente, observé con desaliento que la maleta de mi padre había desaparecido. Debió de llevársela el auxiliar.

No quería atravesar el sótano del hospital para llegar hasta las escaleras por las que había bajado. El riesgo de encontrarme a uno o a ambos auxiliares era demasiado grande.

Hasta que no abrieran la maleta y examinaran el contenido, no podrían saber quién era el propietario. Pero cuando encontraran la cartera de mi padre con su DNI, sabrían que yo había estado allí y se preguntarían qué habría visto u oído.

Había sido asesinado un autostopista no porque conociera sus actividades, ni porque los pudiera incriminar, sino solo porque necesitaban un cuerpo para incinerar por razones que a mí todavía se me escapaban. Con los que supusieran una verdadera amenaza para ellos, serían aun más desalmados.

Presioné el botón que abría la puerta abatible. El motor zumbó, la cadena dio una repentina sacudida al tensarse y la gran puerta dividida en segmentos ascendió con un tremendo chasquido. Nervioso, eché un vistazo al garaje, esperando ver irrumpir desde su escondite a un agresor y abalanzarse sobre mí.

Cuando la puerta estuvo abierta a medias, volví a presionar un segundo botón y la detuve, después presioné un tercero. Mientras descendía, me deslicé por debajo de ella y salí a la noche.

Los altos faroles derramaban una luz cobriza y fría de un amarillo opaco sobre la calzada que hacía pendiente desde el garaje subterráneo. Al final de la calzada, el aparcamiento estaba iluminado por esta luz tétrica, que era como el brillo frígido de la antecámara de las inmediaciones de un infierno en el que el castigo consistiera en una eternidad de hielo en lugar de fuego.

Cuando me era posible avanzaba por las zonas ajardinadas, a la sombra nocturna de alcanfores y pinos.

Crucé apresuradamente una calle estrecha y entré en un barrio residencial de pintorescas casitas españolas. En una callejuela sin farolas, las ventanas de la parte trasera de las casas estaban iluminadas, y tras ellas había habitaciones en las que vidas extrañas, llenas de infinitas posibilidades y dichosa mediocridad, eran vividas a mis espaldas y casi más allá de mi comprensión.

Con frecuencia me siento ingrávido en la noche, y esta era una de aquellas ocasiones. Corrí tan silencioso como un ave nocturna deslizándose en las sombras.

El mundo de la oscuridad me había acogido y formado durante veintiocho años, siempre había sido para mí un lugar cómodo y pacífico. Pero ahora, por primera vez en mi vida, me atormentaba la sensación de que me seguía un predador a través de la oscuridad.

Resistí el impulso de mirar por encima del hombro, aceleré el paso eché a correr a gran velocidad por las estrechas y oscuras callejuelas de Moonlight Bay.

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