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Arrastrado por un viento cruzado que entró por la ventanilla rota, un lienzo de niebla flotó hacia mí, como si fuera un vapor alzándose de la sangre todavía caliente que manchaba la parte delantera del uniforme del muerto.

Tuve que inclinarme más de lo que esperaba y puse una rodilla en el asiento del pasajero para desconectar el motor.

Los ojos negro aceituna de Stevenson estaban abiertos. En ellos no brillaba ni vida ni ninguna luz sobrenatural y, sin embargo, esperaba que parpadearan y se clavaran en mí.

Antes de que la mano viscosa y gris del jefe pudiera atraparme, saqué las llaves de puesta en marcha, salí del coche y finalmente pude sacar el aire y expirar. En el maletero encontré la caja de primeros auxilios que esperaba. Cogí un grueso rollo de vendas de gasa y unas tijeras.

Mientras Orson patrullaba alrededor del coche, husmeando el aire con diligencia, desenrolle la gasa, la doblé una y otra vez hasta conseguir varias cintas de alrededor de metro y medio antes de cortar con las tijeras. Retorcí las tiras con fuerza, las ate con un nudo en un extremo, otro en la parte central y otro en la parte mas baja. Tras repetir este ejercicio, uní todas las tiras con un nudo final: tenía una mecha de aproximadamente diez pies de largo.

Tic, tic, tic.

Dejé la mecha en la acera, abrí la puertecilla de la gasolina en la parte lateral del coche y cuando retire el tapón del tanque brotaron emanaciones de gasolina.

Me acerque otra vez al maletero y devolví a la caja de primeros auxilios las tijeras y la gasa que quedaba. Cerré la caja y luego el maletero.

El aparcamiento seguía desierto. Los únicos sonidos eran las gotas de condensación desplomándose desde el laurel de las Indias sobre la carrocería del coche, y el incesante movimiento de las patas de mi vigilante perro.

Aunque iba a significar otra visita al cadáver de Lewis Stevenson devolví a su sitio las llaves del coche. He visto algunos episodios de las mas populares series de crímenes de televisión y se con que facilidad hasta los criminales mas inteligentes pueden ser atrapados por un ingenioso detective de homicidios. O por una novelista de libros de misterio que resuelve asesinatos reales por afición. O por una maestra de escuela solterona retirada. Todo ello entre los créditos de apertura y los anuncios de un desodorante vaginal. Y me proponía darles -tanto a los profesionales como a los entrometidos aficionados- un poco de carnaza con la que trabajar.

El muerto emitió un gruñido cuando una burbuja de gas estallo en las profundidades de su esófago.

– Salud -le dije, intentando sin éxito bromear conmigo mismo.

No vi ninguno de los cuatro casquillos de bala en el asiento delantero. A pesar de la tropa de sabuesos aficionados al acecho y sin consideración a que la posesión de los casquillos pudiera ayudarles a identificar el arma asesina no tuve agallas para buscar en el suelo sobre todo bajo las piernas de Stevenson.

De todas formas, aunque encontraran todos los casquillos, seguía teniendo una bala incrustada en el pecho. Y si no estaba demasiado de formada, el montoncito de plomo mostraría las marcas de las muescas hechas por el cañón de mi pistola. Pero ni siquiera la perspectiva de la cárcel fue suficiente para hacerme sacar la navaja de bolsillo llevar a cabo una operación exploratoria y extraer la prueba que me incriminaba. Si hubiera sido otro hombre con el estomago suficiente para una autopsia in situ no hubiera corrido riesgos. Asumiendo que el cambio radical en la personalidad de Stevenson -su recientemente descubierta sed de violencia- era uno de los síntomas de la misteriosa enfermedad que padecía, y considerando que dicha enfermedad se podía contagiar por contacto con tejidos infectados o fluidos del cuerpo, esa clase de trabajo espeluznante estaba fuera de toda discusión. Además, por esta razón yo había procurado que su sangre no me salpicara.

Cuando el jefe me habló de sus sueños de estupro y mutilación, me puso enfermo pensar que estaba respirando el mismo aire que él. Dudaba sin embargo que el microbio que tenía se contagiara por las vías respiratorias. Si era tan contagioso, Moonlight Bay no se estaba dirigiendo hacia el infierno, como él me había dicho: haría ya tiempo que habría llegado al abismo de sulfuro.

Tic, tic, tic.

Según el marcador del salpicadero, el tanque de gasolina estaba casi lleno. Bien. Perfecto. A primeras horas de la noche, en casa de Angela, el grupo de monos me había enseñado como destruir las pruebas de un asesinato.

El fuego sería tan intenso que los cuatro cartuchos de bala, la carrocería metálica del coche y hasta las estructuras mas pesadas se derretirían. De Lewis Stevenson no quedarían más que huesos chamuscados y el plomo de la bala desaparecería. Ni mis huellas dactilares, cabellos o fibras de la ropa iban a sobrevivir.

La otra bala había atravesado el cuello del jefe y pulverizado la ven tanilla de la puerta del conductor Ahora estaría en algún lugar del aparcamiento o, con suerte, descansaba en las profundidades de la cuesta cubierta de hiedra que iba desde el extremo final del aparcamiento hasta la parte mas elevada del camino del embarcadero, donde sería imposible encontrarla.

La pólvora del disparo adherida a mi chaqueta también era una prueba que me acusaría. Debía destruirla. No podría. Quería a esa chaqueta. Era magnifica. Y el agujero de bala en el bolsillo la hacia aun mas magnifica.

– Demos a los maestros de escuela solterones alguna oportunidad -murmure mientras cerraba las puertas delanteras y traseras del coche.

La breve risa que dejé escapar estaba tan exenta de humor y fue tan sombría que me dolió tanto como la posibilidad de que me encarcelaran.

Saqué el cargador del arma, cogí una bala -quedaban seis- y luego volví a cargarla.

Orson gimió con impaciencia y cogió un extremo de la mecha de gasa con la boca.

– Sí, sí, sí -exclamé, y luego le di el premio doble que merecía.

El chucho debió de cogerla porque despertaba su curiosidad, porque los perros sienten curiosidad por todo.

«Que divertido, una serpentina blanca. Como una serpiente, serpiente. Serpiente… pero no es una serpiente. Interesante. Interesante. Huele al amo Snow. Debe ser buena para comer. Ya casi nada es bueno para comer.»

El hecho de que Orson la cogiera y gimiera con impaciencia no significaba necesariamente que comprendiera el propósito o la naturaleza de lo que había confeccionado. Su interes -y la rara oportunidad- debió de ser una coincidencia.

Sí. Seguro. Como la puramente coincidente erupción de fuegos artificiales cada día de la Independencia.

Con el corazón desbocado esperando ser descubierto en cualquier momento, cogí la mecha de gasa que tenía Orson, y até cuidadosamente la bala en uno de los extremos.

Me contemplaba sin parpadear.

– ¿Te parece bien el nudo -pregunté-, o te gustaría hacer uno tu mismo?

Me dirigí a la puertecilla de la gasolina e introduje el cartucho en el tanque Su peso empujo la mecha hacia el interior del recipiente. La gasa absorbente enseguida quedaría empapada de gasolina.

Orson corría nervioso en círculo: «Corre, corre. Corre rápido. Rápido rápido, rápido amo Snow».

Dejé fuera del tanque casi metro y medio de mecha. Quedo colgando a un lado del coche patrulla y la llevé hasta la acera.

Fui a buscar la bicicleta que seguía apoyada contra el tronco del laurel, me detuve y encendí la mecha con el encendedor de gas. Aunque el trozo de mecha que había quedado fuera no estaba empapado con gasolina, ardió mas rápido de lo que imaginaba. Demasiado.

Salté a la bicicleta y pedaleé como si todos los abogados del infierno y algunos demonios de esta tierra corrieran aullando tras mis talones, lo cual harían probablemente. Con Orson corriendo a mi lado, atravesé disparado el aparcamiento hasta la rampa de salida, me metí en el camino del embarcadero, que estaba desierto, y luego hacia el sur pasé delante de restaurantes y comercios cerrados que se alineaban frente a la bahía.

La explosión llegó demasiado pronto, un fuerte estampido menos sonoro de lo que esperaba. A mi alrededor y ante mí brilló una luz anaranjada, la llama inicial del estallido fue refractada a considerable distancia por la niebla.

Imprudentemente apreté el freno de mano, di un giro de ciento ochenta grados, hice un alto con el pie en la calzada y mire atrás.

Poco pude ver, ningún detalle: un foco de luz blanca y amarilla rodeada de llamas anaranjadas, suavizado por la profunda y arremolinada bruma.

Lo peor que vi no se encontraba en la noche sino en el interior de mi corazón: el rostro de Lewis Stevenson burbujeante, humeante, emitiendo un vapor de grasa como si fuera panceta friéndose en la sartén.

– Dios mío -exclamé con una voz tan ronca y temblorosa que ni yo mismo reconocí.

Tenía que encender la mecha, no podía hacer otra cosa. Aunque los polis supieran que Stevenson había sido asesinado, las pruebas de cómo lo había sido -y por quien- habrían desaparecido.

Me alejé del puerto con mi perro cómplice, atravesé unas cuantas calles en espiral, avenidas, el lóbrego centro náutico de Moonlight Bay. Aunque sentía el peso de la Glock en el bolsillo, la chaqueta de cuero con la cremallera abierta flotaba como una capa mientras corría sin ser visto, evitando la luz ahora por más de una razón, una sombra flotando a través de las sombras, como si fuera el legendario fantasma, escapado del laberinto subterráneo de la ópera, ahora sobre ruedas y decidido a aterrorizar al mundo.

Entretenerme con esa imagen etérea de mí mismo inmediatamente después de haber cometido un asesinato, no dice mucho a mi favor. En mí defensa solo puedo decir que al reconstruir esos acontecimientos como una gran aventura, conmigo en el papel de protagonista, estaba intentando desesperadamente apartar mis miedos y, más desesperadamente todavía, evitar el recuerdo del disparo. Y también necesitaba suprimir las horribles imágenes del cuerpo ardiendo que mi activa imaginación generaba como una serie sin fin de apariciones fantasmales saltando de las negras paredes de una atracción.

El vacilante esfuerzo por dar un aspecto romántico al suceso solo duró hasta que llegué a la avenida contigua al Gran Teatro, a media manzana de Ocean Avenue, donde una lámpara de seguridad llena de mugre hacía que la niebla pareciera contaminación. Allí dirigí la bici, la deje rodar por el pavimento, me acerque al Dumpster y vomité lo poco que no había digerido de la cena de media noche con Bobby Halloway.

Había asesinado a un hombre.

Indudablemente la víctima se merecía morir. Y mas pronto o más tarde, con una u otra excusa, Lewis Stevenson me hubiera matado, sin tener en consideración la voluntad de sus colegas de conspiración de garantizarme una dispensa especial, había actuado en defensa propia, podría argumentarse. Y para salvar la vida a Orson .

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