Orson gimoteó con satisfacción -o con alivio- ante los signos de la civilización, pero no estábamos más a salvo en la ciudad que fuera de ella.
Cuando dejamos atrás la parte sur del promontorio y entramos en el camino del embarcadero, me detuve para sacar la gorra del bolsillo en el que la había guardado. Me la puse y tiré de la visera. El hombre elefante se componía la indumentaria.
Orson me echó un vistazo, enderezó la cabeza haciendo como que me observaba y luego se esponjó como si quisiera demostrar su aprobación. Después de todo, el era el perro del hombre elefante y como tal, en alguna medida, su propia imagen dependía del estilo y de la gracia con las que yo compusiera la mía.
La visibilidad había aumentado hasta quizás unos cincuenta metros gracias a las farolas de la calle. Como las mareas fantasma de un mar antiguo y muerto desde hace tiempo, la niebla surgía de la bahía y se adentraba en las calles, las finas gotas de bruma refractaban la luz dorada de vapor de sodio y la trasladaban a la siguiente gota.
Si los miembros del grupo todavía seguían detrás de nosotros, para evitar ser vistos tendrían que ocultarse a mucha mayor distancia que la que habían mantenido en la árida península. Como protagonistas de un nuevo reparto de Los crímenes de la calle Morgue de Poe, deberían de haber limitado sus salidas furtivas a parques, avenidas sin iluminación, galerías, salientes de edificios, parapetos y tejados.
A esas horas, no se veían ni peatones ni motoristas. La ciudad parecía abandonada.
Me sobrevino la turbadora sensación de que estas calles silenciosas y vacías presagiaban una desolación real y aterradora que iba a sobrevenir en Moonlight Bay en un futuro no demasiado lejano.
Salté a la bicicleta y me dirigí hacia el norte por el camino del embarcadero. El hombre que se había puesto en contacto conmigo a través de Sasha en la emisora de radio estaba aguardando en su barco, en la dársena.
Mientras pedaleaba por la desierta avenida, mi cabeza volvió a los monos del milenio. Estaba seguro de haber identificado la diferencia fundamental entre los rhesus comunes y corrientes y el grupo que rondaba secretamente en la noche, era reacio a aceptar mis propias conclusiones aunque por fin me rendí a lo inevitable: aquellos monos eran más inteligentes que los monos comunes.
Inteligentes, muy inteligentes.
Habían comprendido la finalidad de la cámara de fotografía de Bobby y se la habían llevado. Y también le habían birlado la nueva.
Reconocieron mi rostro entre los de treinta muñecas en el taller de Angela y la utilizaron para burlarse de mí. Y luego prendieron fuego a la casa para ocultar el asesinato de Angela.
Los grandes cerebros de Fort Wyvern debían de estar implicados en investigaciones secretas de guerra bacteriológica pero eso no explicaba por que sus monos de laboratorio eran mucho más inteligentes que los demás.
¿Y hasta que punto su inteligencia era «mucho mas inteligente»? ¡Quizá no hubieran podido ganar un montón de pasta en Jeopardy ! [5] Ni enseñar poesía en el ámbito universitario, dirigir con éxito una emisora de radio, descubrir las pautas del oleaje alrededor del mundo, ni siquiera escribir un éxito de ventas en el New York Times , pero quizás era suficiente para convertirse en la plaga mas peligrosa e incontrolable de la humanidad. Las ratas con su rapidez reproductora y los perjuicios que causan si fueran la mitad de inteligentes que el ser humano podrían evitar todas las trampas y venenos.
¿Se habían escapado en realidad esos monos de un laboratorio, estaban sueltos en el mundo y eludían su captura con inteligencia? Si era así ¿como habían llegado a ser tan inteligentes?' ¿Que querían? ¿Cual era su finalidad? ¿Por que nadie los perseguía, los capturaba y los devolvía a las jaulas de las que nunca debieron salir?
¿O eran un instrumento de Wyvern? Como los perros policía amaestrados de los polis. O como la marina utiliza a los delfines para buscar submarinos enemigos, y en tiempo de guerra -se decía- para depositar cargas explosivas magnéticas en el casco de los barcos enemigos.
Se me ocurrieron un millar de preguntas. Todas ellas fantásticas.
La ramificación de esos monos de elevada inteligencia podría aniquilar la Tierra. Las posibles consecuencias para la civilización humana eran especialmente alarmantes considerando la maldad de esos animales y su innata hostilidad.
La predicción de Angela del fin del mundo ya no era tan improbable ni menos pesimista de lo que sería mi valoración de la situación cuando -si sucedía- conociera todos los hechos. Lo cierto es que a Angela le había llegado el fin del mundo.
Intuía además, que los monos no eran toda la historia. Eran solo un capitulo. Había otras sorpresas que estaban esperando ser descubiertas.
Si se las comparaba con el proyecto de Wyvern las consecuencias del mito de la caja de Pandora de la que habían sido liberados todos los males de la humanidad -guerras, peste, enfermedades, hambruna, inundaciones-, solo serían una colección de insignificantes molestias.
En mi precipitación por llegar a la dársena pedaleaba demasiado de prisa y Orson no podía seguirme. Corría hasta la asfixia, meneaba las orejas, resollaba pero se quedaba atrás.
Lo cierto es que forzaba la bici al máximo no porque tuviera prisa de llegar a la dársena, sino porque inconscientemente, deseaba escapar de la oleada de terror que se precipitaba hacia nosotros. No había escape, sin embargo, y no importaba la furia con que pedalease; solo podía dejar atrás a mi perro.
Recordé las palabras finales de mi padre y pedaleé suavemente hasta que Orson pudo correr a mi lado sin realizar ningún esfuerzo heroico.
No hay que dejar atrás a los amigos. Los amigos son todo lo que poseemos en esta vida, y son lo único de este mundo que podemos volver a encontrar en el siguiente.
Además, la mejor manera de habérselas con un mar de problemas es coger la ola en el punto cero y remontarla deslizarse por la cara correcta de la catedral, quedar totalmente encerrado en la verde habitación, dibujar el túnel con la tabla, aullando, sin demostrar miedo. Esto no solo es magnifico es clásico.
Con un sonido suave y tierno, como carne sobre carne en un lecho nupcial, las olas bajas se deslizaban entre los pilotes y golpeaban sonoramente el rompeolas. El aire húmedo brindaba una tenue y agradable mezcla de aromas de salmuera, plancton, creosota, hierro oxidado y otras fragancias que no podía identificar totalmente.
La dársena, encajada en el protegido extremo nordeste de la bahía, da cobijo a más de trescientas embarcaciones, de las cuales sólo seis son residencia permanente de sus propietarios. Aunque la vida social en Moonlight Bay no se centra alrededor de los paseos en barco, hay una larga lista de espera por conseguir el primer amarre que quede libre.
Hice rodar la bici hacia el extremo oeste del embarcadero principal, que discurre paralelo a la orilla. Las cubiertas se apartaban y golpeaban suavemente el punto de humedad, tablas oscilantes. Sólo una de las embarcaciones de la dársena tenía luces en sus ventanas a esas horas. Las débiles farolas del muelle me mostraron el camino a través de la niebla.
Como la flota pesquera está amarrada más allá del promontorio norte de la bahía, la dársena más resguardada se reserva a las embarcaciones de placer. Hay balandros, queches, desde el menor hasta el mayor -aunque más de los primeros que de los últimos- yates a motor, la mayor parte de un tamaño y un precio asequibles, algunos Boston Whalers y hasta dos casas flotantes. La embarcación a vela amarrada más grande es la Sunset Dancer , un cúter Windship de dieciocho pies. Entre las embarcaciones a motor, la mayor es el Nostramo , un crucero costero Bluewater de quince metros, y yo me dirigía a esta última embarcación.
En el extremo oeste del muelle, tuve que hacer un giro de noventa grados sobre un muelle subsidiario con dos plataformas de embarque y desembarque a ambos lados. El Nostromo estaba en el último amarre, a la derecha.
«He tenido un encuentro con la noche.»
Era el código que Sasha había utilizado para identificar al hombre que había ido a la emisora de radio a buscarme, que no quiso que su nombre se dijera por teléfono y que no había querido ir casa de Bobby a hablar conmigo. Un verso del poema de Robert Frost, que a cualquier escucha furtivo le hubiera resultado difícil reconocer, y que entendí que se refería a Roosevelt Frost, el propietario del Nostromo .
Cuando apoyé la bicicleta contra la baranda del malecón próximo a la pasarela de la plataforma de embarque, la acción de la marea hacía oscilar a las embarcaciones en los amarres. Crujían y gemían como viejos artríticos murmurando débiles quejidos durante el sueño.
Nunca me había preocupado de atar la bicicleta con la cadena cuando la dejaba sin vigilancia, porque hasta esa noche Moonlight Bay había sido un refugio contra el crimen que infecta el mundo moderno. Después de aquel fin de semana, nuestra pintoresca ciudad podría superar al país en asesinatos, mutilaciones y palizas a los curas per cápita, aunque probablemente no tengamos que preocuparnos de un dramático incremento de robos de bicicletas.
La pasarela de la plataforma estaba seca porque la marea no había subido todavía, pero resbalaba debido a la condensación. Orson bajó con tantas precauciones como yo.
Habíamos recorrido dos tercios del camino cuando una voz queda, apenas un ronco murmullo, que parecía haberse originado por arte de magia en la niebla que discurría sobre mi cabeza, preguntó:
– ¿Quien va?
La sorpresa estuvo a punto de hacerme caer, pero conseguí mantener el equilibrio agarrándome a la pringosa barandilla de la pasarela.
El Bluewater 563 es un crucero elegante, blanco, de perfil bajo, de dos cubiertas con una cabina de timonel más elevada cerrada por una cubierta rígida y paredes de lona. La única luz que había a bordo procedía del otro lado de las ventanas con cortinas del camarote de popa y de la cabina principal en medio de la nave, en la cubierta más baja. La cubierta superior abierta y la cabina del timonel estaban a oscuras y envueltas en niebla y no logré ver quien había hablado.
– ¿Quien va? -murmuró el hombre otra vez, no en voz alta pero con un tono de rudeza.
Reconocí a Roosevelt Frost.
– Soy yo, Chris Snow -murmuré.
– Protégete los ojos, hijo.
Hice visera con la mano y me incliné cuando un rayo de luz resplandeció y me inmovilizo en la pasarela. Se apagó casi al instante.