Cuando iba a bajar las escaleras para buscar a Orson , recordé una noche del mes de julio cuando lo vi desde la ventana de mi cuarto sentado en la parte trasera de la casa. Con la cabeza inclinada hacia la izquierda, el hocico hacia la brisa, contemplaba inmóvil algo que le llamaba la atención en el cielo, sumergido en uno de sus humores más perturbadores. No aullaba y en ningún momento el cielo del verano se había quedado sin luna, el sonido que emitió no fue un gemido, ni un lloriqueo, sino un plañido de un carácter singular e inquietante.
Levanté la persiana de la misma ventana y lo vi en el patio, muy ocupado excavando un agujero en el césped plateado por la luna. Era extraño, porque era un perro de buen comportamiento y no un excavador.
Cuando miré hacia abajo, Orson abandono el trozo de tierra que había estado arañando con furia, se movió unos centímetros hacia la derecha y empezó a cavar otro agujero. Su comportamiento estaba dominado por una especie de frenesí.
– ¿Que pasa, chico? -pregunte, y en el patio, abajo, el perro cavaba, cavaba, cavaba.
Mientras bajaba las escaleras, con la Glock serpenteando en las profundidades del bolsillo de la chaqueta, recordé aquella noche de julio cuando había ido a la parte trasera a sentarme junto al plañidero perro.
Su llanto se hizo tan débil como el silbido de un soplador de vidrio dando forma a un vaso sobre la llama, tan suave que ni siquiera molestó a nuestros vecinos más próximos, aunque en aquel sonido había tal dolor que me estremecí. Aquel llanto procedía de un sufrimiento más oscuro que el cristal mas oscuro y de una forma tan extraña, que ningún soplador de vidrio hubiera conseguido dar al cristal.
No estaba herido y no parecía enfermo. Lo único que saqué en claro fue que la visión de las estrellas le atormentaba. Y si la visión de los perros es tan deficiente como nos han dicho, no pueden ver bien las estrellas, quizás hasta ni siquiera las ven ¿Por qué las estrellas provocaban en Orson tal angustia? La noche no era más oscura que otras. Sea lo que fuere, contemplaba el cielo y emitía sonidos atormentados y no respondía a mi voz de consuelo.
Cuando le puse una mano en la cabeza y le acaricié el lomo, le recorrió un estremecimiento. Se levantó y se alejó, luego se volvió y me miró desde la distancia y juro que durante unos instantes me odió. Me quería como siempre, todavía era mi perro, después de todo, y no podía dejar de quererme, pero al mismo tiempo, me odiaba con intensidad. En el aire cálido del mes de julio, pude sentir la fría aversión que irradiaba de él. Caminó por el césped, mirándome -sosteniendo mi mirada como solo el entre todos los perros es capaz de hacer- y mirando hacia el cielo alternativamente, ora tenso y temblando con rabia, ora débil y gimoteando con lo que parecía un sentimiento de desespero.
Cuando le hable de ello a Bobby Halloway, dijo que los perros son incapaces de odiar a nadie o de sentir nada tan complejo como desespero, que su vida emocional es tan simple como su vida intelectual.
– Oye, Snow, si vas a quedarte aquí jodiendome con esta mierda New Age, ¿por que no vas ahora a comprar una pistola y me vuelas los sesos? Sería más de agradecer que la muerte lenta y dolorosa con la que me estás castigando, aporreándome con tus tediosas historietas y tus imbéciles filosofías. Existen límites en la paciencia humana, San Francisco; hasta en la mía -dijo Bobby cuando yo insistí en la interpretación.
Yo sé lo que sé, sin embargo, y sé que Orson me odiaba aquella noche de julio, me odiaba y me quería. Y se que había algo en el cielo que le atormentaba y le llenaba de desespero: las estrellas, la oscuridad, o quizás algo que imaginaba.
¿Los perros pueden imaginar? ¿Por que no?
Se que sueñan. Los he observado mientras duermen, patean cuando sueñan que persiguen conejos, suspiran y gimotean y gruñen en sueños a sus adversarios.
La aversión de Orson de aquella noche no me hizo temer por mí, sino que me hizo temer por él. Yo sabía que su problema no era que padeciera una enfermedad o un desequilibrio síquico que pudiera constituir un peligro para mí, sino que era una dolencia del alma.
Bobby se enfurece ante la mención del alma en los animales y farfulla por ultimo con divertida incoherencia. Podría vender entradas. Pero prefiero abrir una botella de cerveza, recostarme y asistir solo al espectáculo.
Durante aquella larga noche me quede sentado en el césped, haciendo compañía a Orson aunque el no la deseara. Me miraba con cólera, observaba el abovedado cielo con agudos llantos, temblaba sin control, daba vueltas alrededor del césped; dio vueltas y vueltas hasta casi el amanecer, luego se acerco a mí, agotado, y apoyo la cabeza en mi regazo y ya no me odió mas.
Justo antes de la salida del sol subí a mi cuarto, dispuesto a irme a la cama antes de lo habitual, y Orson me acompaño. Casi siempre cuando quiere dormir a mi lado, se acurruca cerca de mis pies, pero en esta ocasión se echo a mi lado dándome la espalda y hasta que se durmió estuve acariciando la fornida cabeza y su fina pelambre negra.
No me levanté en todo el día. Me quede echado reflexionando sobre la calida mañana de verano detrás de las ventanas con las persianas cerradas. El cielo como un cuenco invertido de porcelana azul con pájaros volando alrededor del borde. Aves del día, que yo solo había visto en las películas. Y abejas y mariposas. Y sombras de tinta pura y afiladas como cuchillos en los bordes como nunca podían ser durante la noche. Me fue imposible sumergirme en un sueño reparador porque estaba lleno hasta los bordes de un amargo anhelo.
Ahora, casi tres años mas tarde abrí la puerta de la cocina y entré en el porche de la parte de atrás, deseando que Orson no se encontrara hundido en el desaliento. Ninguno de los dos tenía tiempo para las terapias.
Tenía mi bicicleta en el porche. Bajé los peldaños y la llevé rodando hasta el ocupado perro.
En el extremo sureste del césped, había hecho media docena de agujeros de distinto diámetro y profundidad y tuve la precaución de no meter un tobillo en ninguno de ellos. En paralelo a este cuadrante del césped había desparramados terrones de tierra y césped que había arrancado con sus garras.
– ¿Orson?
No respondió. Ni siquiera hizo una pausa en su actividad frenética.
Me mantuve apartado de él para evitar la rociada de porquería que retiraba con sus patas delanteras y me puse frente al hoyo que estaba haciendo.
– Eh, tío -dije.
El perro siguió con la cabeza inclinada, el hocico en el suelo, olisqueando inquisitivamente mientras cavaba.
La brisa se había detenido y la luna llena colgaba como el balón perdido de un niño en las ramas más altas de las melaleucas.
Sobre nuestras cabezas, los chotacabras volaban en picado y a gran velocidad gritando «pint-pint-pint» cuando capturaban en el aire hormigas voladoras y mariposas nocturnas de primavera.
– ¿Has encontrado buenos huesos? -pregunte a Orson observando su trabajo.
Dejó de cavar pero no dio muestras de reconocerme. Olisqueo con apremio la tierra fresca, cuyo aroma llegaba hasta mí.
– ¿Quien te ha dejado salir?
Sasha podía haberlo sacado para que hiciera sus necesidades, pero después lo hubiera devuelto a la casa.
– ¿Sasha? -pregunte a pesar de todo.
En caso de que Sasha fuera la que lo había dejado suelto para hacer todos aquellos estragos en el terreno, Orson no iba a delatarla. Y él no iba a mirarme a los ojos para que leyera la verdad en ellos.
Abandonó el agujero que acababa de hacer, volvió al anterior, lo olisqueo y se puso a trabajar de nuevo, buscando relacionarse con perros de China.
Quizá sabía que papa había muerto. Los animales saben estas cosas, como Sasha me había comentado antes. Quizá su laborioso trabajo de excavación era la manera que tenía Orson de sacudirse la pena.
Deje la bicicleta en el suelo y me agache frente al fanático excavador. Lo sujete por el collar y con suavidad le obligue a prestarme atención.
– ¿Que pasa contigo?
Había en sus ojos la oscuridad de la tierra devastada, no la brillante oscuridad del cielo cubierto de estrellas. Eran profundos e inescrutables.
– Tengo dos plazas, muchacho -le dije- Quiero que vengas con migo.
Lanzó un gemido y torció la cabeza mientras contemplaba toda la devastación a su alrededor, como diciendo que no quería dejar sin acabar toda su gran labor.
– Voy a ver a Sasha y no quiero que te quedes aquí solo.
Levantó las orejas, aunque no por la mención del nombre de Sasha o por cualquier cosa que yo acabara de decir. Torció su poderoso cuerpo por donde lo tenía agarrado y se quedo mirando la casa.
Cuando solté el collar, avanzo por el césped y luego se detuvo a poca distancia del porche. Se quedo allí atento, con la cabeza levantada, completamente inmóvil, alerta.
– ¿Que pasa, colega? -murmuré.
A una distancia de quince o veinte pies, sin brisa y en el silencio de la noche, apenas pude oír su gruñido.
Antes, cuando salí de casa, había cerrado todos los interruptores, dejando detrás de mí las habitaciones a oscuras. Todo estaba oscuro y no vi ningún rostro fantasmal en ninguno de los paños.
Pero Orson sintió algo, porque empezó a alejarse de la casa. De pronto dio la vuelta rápidamente y con la agilidad de un gato vino disparado hacia mí.
Aparte la bicicleta de su lado y la dejé sobre las ruedas.
Con la cola baja, aunque no entre las patas, las orejas aplastadas contra la cabeza, Orson se dirigió a la puerta trasera.
Confiando en los sentidos del perro, me reuní con él junto a la puerta. La propiedad está rodeada por una valla de cedro plateado tan alta como yo y la puerta también es de cedro. Sentí el frío de la aldabilla en los dedos. La corrí despacio y maldije en silencio el chirrido de la bisagra.
Más allá de la puerta hay un sendero de tierra batida bordeado de casas por un lado y un estrecho bosquecillo de viejos eucaliptos australianos por el otro. Mientras atravesaba la puerta pensé que quizás alguien nos estaba esperando, pero el sendero estaba desierto.
Hacia el sur, más allá del bosquecillo de eucaliptos, hay un campo de golf y luego el Moonlight Bay Inn y el Country Club. A aquellas horas de un viernes por la noche, visto a través de los troncos de los altos árboles, el campo de golf era tan negro y ondulante como el mar, y el brillo de las ventanas ambarinas del hotel parecía el de los portales de un magnífico crucero con destino al lejano Tahití.