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– Como ve, estamos desesperados -dije. Mi expresión era evidente: yo estaba realmente desesperado y él se dio cuenta de que era capaz de dispararle en cualquier momento.

– Si es usted tan tonto como para matarme -dijo Eisler con sorprendente tranquilidad-, ni conseguirá lo que quiere ni podrá salir jamás de esta habitación. Mi secretaria oirá el disparo y hay sensores de movimiento en esta habitación y…

Estaba mintiendo. Yo lo sabía por sus pensamientos. Estaba asustado, lo cual era comprensible. Nunca le había pasado algo así antes. Siguió diciendo:

– Incluso si les diera la información que buscan, cosa que no pienso hacer, no podrían salir del Banco.

En eso, parecía estar diciendo la verdad, pero no hacía falta una percepción extrasensorial para entender esa lógica.-Sin embargo, -siguió diciendo después de un momento-, estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para dar por terminado este episodio bochornoso. Si deja esa pistola y se va, no pienso denunciarlo. Entiendo que estén desesperados. Pero amenazándome no ganan nada.

– No estamos amenazándolo. Queremos información sobre la cuenta que le pertenece a mi esposa según la ley suiza y la estadounidense.

Unas gotas de sudor empezaron a correrle por la frente, desde la coronilla pelada hacia las líneas que empezaban allí y bajaban a las mejillas. Me di cuenta de que estaba empezando a ceder.

Oí una catarata de pensamientos, algunos furiosos, otros desesperados. Estaba en medio de la agonía de la indecisión.

– ¿Alguien sacó oro de esa bóveda? -pregunté, muy despacio.

Nein, oí claramente. Nein.

Cerró los ojos, como preparándose para el disparo que terminaría con su vida. El sudor le corría a raudales por el cuerpo.

– No podría decirlo -dijo.

Nadie había sacado el oro. Pero…

De pronto, tuve una idea.

– Pero había más oro, ¿verdad? Oro que no llegó a la bóveda.

Sostuve la pistola con fuerza y me le acerqué hasta que la punta del cañón tocó la sien húmeda. Apreté el arma contra la piel. La piel se comprimió, formando marcas alrededor del cañón.

– Por favor -dijo y yo casi no lo oía.

Sus pensamientos venían a toda velocidad, incoherentes, aterrorizados. Yo no podía leerlos.

– Una respuesta -dije-, y nos vamos.

Él tragó saliva, cerró los ojos y después los volvió a abrir.,

– Un cargamento -susurró-. Diez mil millones de dólares de oro. Lo recibimos aquí en el Banco de Zúrich.

– ¿Y adonde fue a parar?

– Parte fue a la bóveda. Es el oro que vieron.

– ¿Y el resto?

Él volvió a tragar saliva.

– Se liquidó. Ayudamos a venderlo a través de corredores de oro sobre bases de secreto absoluto. Se fundió y se volvió a colocar en barras.

– ¿Y el valor?

– Tal vez cinco… tal vez seis…

– Mil millones…-Sí.

– ¿Lo convirtieron en activo líquido? ¿En dinero al contado?

– Se transfirió.

– ¿Adonde?

Él volvió a cerrar los ojos. Los músculos que los rodeaban se tensaron como si el banquero estuviera rezando.

– Eso no puedo decirlo.

– ¿Adonde?

– No debo decirlo…

– ¿Lo enviaron a París?

– No… por favor, no puedo…

– ¿Adonde mandaron el dinero?

Deutschland… Deutschland… München…

– ¿A Munich?

– Tendrá que matarme -dijo él, los ojos cerrados-. No pienso decírselo. Prefiero morir.

Su seguridad me sorprendió. ¿Qué lo poseía? ¿Qué tontería era ésa? ¿Estaba tratando de ver si yo era capaz de cumplir con mi amenaza? Seguramente ya suponía que sí. Y además, ¿qué hombre en su sano juicio se hubiera atrevido a jugarse con un arma apoyada en la sien? ¡Pero él prefería morir a violar la confidencialidad de los Bancos suizos!

Hubo un sonido líquido y vi que había perdido control del esfínter. Una mancha oscura se extendió en un área irregular a través de su entrepierna. Su miedo era genuino. Seguía con los ojos cerrados y estaba paralizado de terror.

Pero yo no lo dejé ir. No podía.

Apreté otra vez el cañón contra su sien y dije lentamente:

– Lo único que quiero es un nombre. Díganos adonde enviaron el dinero. A quién. Dénos un nombre.

Ahora Eisler tenía el cuerpo sacudido por el miedo. Temblaba. Los ojos no estaban cerrados del todo sino apretados con fuerza, dominados por una tensión muscular rígida. El sudor le corría por la frente, sobre la mandíbula, por el cuello. El sudor le perlaba el traje gris y le manchaba la corbata.

– Lo único que queremos -repetí- es un nombre.

Molly me miraba, los ojos llenos de lágrimas, temblando de tanto en tanto. La escena era demasiado fuerte para ella. Aguanta, Mol, por favor, aguanta, quería decirle yo.

– Usted sabe cuál es el nombre que nos hace falta.

Y en un minuto, lo tuve.

El no dijo nada. Le temblaron los labios como si estuviera por ponerse a llorar pero no, no habló.

Pensó.

No dijo ni una palabra.Yo estaba por bajar el arma, cuando se me ocurrió otra pregunta:

– ¿Cuándo fue la última vez que se transfirieron fondos desde este banco a esa persona?

Esta mañana, pensó Eisler.

Apretó los ojos con más fuerza. La transpiración le bajaba en gotas por la nariz, hacia los labios.

Esta mañana.

Y entonces, dije, bajando la pistola:

– Bueno, veo que es usted un hombre con voluntad de hierro.

Lentamente, abrió los ojos y me miró. Había miedo en ellos, claro está, pero también algo más. Un brillo de triunfo, al parecer; un rayo de desafío.

Finalmente, habló. Le temblaba la voz.

– Si se van de mi oficina inmediatamente…

– Usted no habló -dije-. Admiro eso.

– Si se van…

– No pienso matarlo -dije-. Usted es un hombre de honor y está haciendo su trabajo. Si podemos arreglar algo de modo de saber que esto no pasó nunca… si acepta no informar al respecto, y nos deja salir del Banco sin molestarnos, nos vamos.

Yo sabía que apenas saliéramos del Banco él llamaría a la policía (yo hubiera hecho lo mismo en su lugar), pero eso nos daría unos minutos muy necesarios.

– Sí -dijo él. La voz se le quebró de nuevo. Se aclaró la garganta. -Vayanse. Y si tienen sentido común, cosa que dudo, se irán de Zúrich inmediatamente.

48

Caminamos con rapidez para salir del Banco y después corrimos por Bahnhofstrasse. Eisler parecía haber cumplido con su palabra de dejarnos salir del Banco (por su propia seguridad y la de sus empleados, claro), pero para este momento, calculaba yo, seguramente ya habría llamado a seguridad bancaria y a la policía municipal. Tenía nuestros nombres reales, pero no los otros, lo cual era una suerte. Sin embargo, el arresto era cuestión de horas, si no menos. Y una vez que las fuerzas de los Sabios supieran que estábamos ahí, si es que no lo sabían ya, no quería ni pensar lo que podía pasarnos…

– ¿Lo conseguiste? -preguntó Molly mientras corría.

– Sí. Pero ahora no podemos hablar. -Yo estaba alerta, con los ojos puestos en todos los que pasaban, buscando la única cara que hubiera reconocido, la del asesino rubio que había visto en Boston por primera vez.

No aquí.

Y un momento después, tuve la sensación de que teníamos compañía.

Hay una docena de técnicas diferentes para seguir a un hombre y los que son realmente buenos, son muy difíciles de detectar. El problema para el rubio era que yo ya lo había "hecho", como se decía en la jerga: lo había reconocido. Excepto de la forma más lejana e insegura, no podía esperar seguirnos sin que yo lo notara. Y yo no lo veía.

Pero, como supe muy pronto, había otros, gente que yo no conocía. En la multitud que nos rodeaba en Bahnhofstrasse, sería difícil encontrarlos.

– Ben -empezó a decir Molly pero yo la miré con furia y ella se calló inmediatamente.

– Ahora no -dije entre dientes.

Cuando llegamos a Barengasse doblé a la derecha y Molly me siguió. Las vidrieras plateadas de los negocios nos daban una buena superficie donde vernos a nosotros y también a quienes nos estuvieran siguiendo pero nadie era demasiado obvio al respecto. Eran profesionales. Seguramente desde que lo había visto esa mañana, el rubio había decidido no participar. Otros lo reemplazaban.

Tendría que descubrirlos.

Molly dejó escapar un suspiro largo, tembloroso.

– Esto es una locura, Ben, es demasiado peligroso…

– La voz era suave. -Mira, me pareció horrendo verte poner el arma en la cabeza de ese tipo. Me pareció horrendo lo que le hiciste. Esas cosas son viles.

Caminamos por Barengasse. Yo estaba alerta a los peatones a ambos lados, pero no había podido separar a ninguno de la multitud habitual.

– ¿Armas? -dije-. Me salvaron la vida más de una vez.

Ella suspiró de nuevo.

– Papá siempre decía eso, sí. Me enseñó a dispararlas.

– ¿Un rifle o qué?

– No, armas de puño. Una.38, una.45. Y era buena tiradora, creo. Un as. Una vez le di en el ojo a una de esas siluetas de policías a unos treinta metros. Entonces bajé el arma que me había dado papá y nunca volví a levantarlo. Y le dije que no tuviera uno en mi casa, nunca.

– Pero si alguna vez tienes que usar uno para protegerme a mí o a ti misma…

– Claro que lo haría. Pero no me obligues.

– No, te lo prometo.

– Gracias. ¿Y eso fue necesario, lo de Eisler?

– Sí, lo lamento pero sí. Tengo un nombre ahora. Un nombre y una cuenta que nos dirán adonde desapareció el resto del dinero.

– ¿Y el Banque de Raspail en París?

Meneé la cabeza.

– No entiendo esa nota. Y no sé para quién era.

– ¿Pero por qué la habrá dejado ahí mi padre?

– No lo sé.

– Pero si hay una caja de seguridad, tiene que haber una llave, ¿sí?

– Generalmente, sí.

– ¿Y dónde está?

Meneé la cabeza de nuevo.

– No la tenemos. Pero tiene que haber una forma de llegar a la caja. Primero, Munich. Si hay alguna forma de interceptar a Truslow antes de que le pase algo, yo la voy a encontrar.

¿Habríamos eludido a quien quiera que fuese?

Dudoso.

– ¿Y Toby? -preguntó Molly-. ¿No tendrías que notificarle?

– No puedo arriesgarme a hacer contacto con él. Ni con nadie de la CIA…

– Pero nos vendría bien un poco de ayuda.

– No confío en su ayuda.

– ¿Y buscar a Truslow?

– Sí -dije-. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo…

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