Литмир - Электронная Библиотека

– Sí -dijo Toby-. Sí, claro.

– Y le pregunté varias cosas, sabiendo que no importaba lo que me dijera en voz alta. Por lo menos, pensaría la respuesta verdadera.

– Muy bueno.

– A veces, trataba tanto de no contestar que pensaba en inglés lo que no quería decirme.

La morfina estaba dominándome y se me hacía cada vez más difícil concentrarme. Lo único que quería era dormir varios días seguidos.

Toby se movió en la silla de ruedas, después se acercó un poco con una palanca. La silla hizo un ruidito mecánico.

– Ben, hace unas semanas un coronel de la vieja Securitate, la policía secreta rumana bajo Nicolás Ceausescu, hizo contacto con un jugador de la retaguardia que conocemos bien. -En la jerga, eso significaba que el contacto había sido con un falsificador de documentos que preparaba papeles de identidad para agentes independientes. -Él nos buscó a nosotros.

Esperé que siguiera y después de un minuto o dos, dijo:

– Trajimos al rumano. Bajo interrogatorio intenso, dijo que sabía de un complot para asesinar a ciertos altos funcionarios de la inteligencia estadounidense.

– ¿De quién era el complot?

– No lo sabemos.

– ¿Y los blancos?

– Tampoco.

– ¿Y crees que tiene que ver con el oro?-Es posible. Ahora dime, ¿te dijo Orlov dónde estaban esos diez mil millones?

– No.

– ¿Crees que sabía y no quería decirlo?

– No.

– ¿Te dio un código de acceso, o algo así?

Estaba visiblemente desilusionado.

– ¿No es posible que Sinclair fuera realmente un ladrón en gran escala? Ya sabes, decirle a Orlov que iba a ayudarlo a sacar los diez mil millones en oro del país y después…

– ¿Y después qué? -interrumpió Molly, furiosa. Lo miraba con una intensidad feroz e inolvidable. Dos puntos rojos aparecieron en sus mejillas y yo supe que había oído más de lo que podía tolerar. Susurró casi como una víbora: -Mi padre era un hombre maravilloso y un buen hombre. Era tan honesto y derecho como el que más. Por Dios, lo peor que se podía decir de él era que era demasiado correcto.

– Molly… -empezó a decir Toby.

– Yo estaba con él en un taxi en Washington cuando encontró un billete de veinte dólares en el asiento y se lo dio al conductor. Dijo que el que lo hubiera perdido se daría cuenta y llamaría a la compañía. Yo le dije: "Papi, el taxista se lo va a quedar…".

– Molly -interrumpió Toby, tocándole la mano. Tenía los ojos tristes. -Tenemos que pensar en todas las posibilidades… aunque nos parezcan imposibles…

Molly se quedó callada. Le temblaban los labios. Yo descubrí que estaba tratando de leerle los pensamientos, pero ella se había sentado un poco lejos y yo no podía concentrarme con las drogas. Para ser honesto, no estaba seguro de que mi extraño don siguiera conmigo. Tal vez la experiencia en la casa de ratas incendiada lo había destruido junto con parte de mi piel. Creo que no me habría importado mucho si hubiera sabido que ya no estaba ahí.

No sé lo que pensaba Molly pero fuera lo que fuese era algo que la perturbaba. De todos modos, podía imaginarme el remolino de sus sentimientos y lo único que deseaba era saltar de la cama y abrazarla y reconfortarla. Odiaba verla así. En lugar de hacerlo, me quedé donde estaba con los brazos vendados y la cabeza más y más confusa a medida que pasaban los minutos.

– No lo creo, Toby -dije, pensativo-. Molly tiene razón: no encaja con lo que sabemos de la forma de ser de Hal.

– Pero entonces estamos exactamente donde empezamos.

– No -contesté-. Orlov me dio una clave.

– ¿Ah sí?-Siga el oro, me dijo. Siga el oro. Y estaba pensando el nombre de una ciudad.

– ¿Zúrich? ¿Ginebra?

– No. Bruselas. Hay formas, Toby. Como Bélgica no tiene fama de un mercado de oro importante, no puede ser demasiado difícil investigar dónde pueden estar escondidos allí los miles de millones de oro.

– Voy a encargarme de los vuelos -dijo Toby.

– ¡No! -exclamó Molly-. Él no va a ninguna parte. Necesita una semana de descanso. Por lo menos.

Sacudí la cabeza, cansado.

– No, Mol. Si no lo rastreamos, el próximo es Alex Truslow. Y después, nosotros. Arreglar un "accidente" es lo más fácil del mundo.

– Si te dejo salir de la cama, estoy violando mi juramento hipocrático…

– A la mierda con el juramento -dije-. Nuestras vidas están en peligro. Y hay una fortuna inmensa en juego. Si no la encontramos… no vas a vivir mucho para cumplir ese juramento, te lo aseguro…

Oí que Toby decía casi entre dientes:

– Estoy contigo. -Luego con un gemido eléctrico, empezó a alejarse en la silla de ruedas.

La habitación estaba tranquila. En la ciudad, me había acostumbrado tanto a los ruidos que ya no los oía. Pero allí, en esa remota región del norte de Italia, no había ruidos. Desde la ventana, veía a la luz pálida de la tarde, un campo de girasoles altos y muertos, palitos marrones moviéndose entre los surcos rectos y píos.

Toby había dejado a Molly conmigo para que habláramos. Ella estaba sentada en mi cama, acariciándome los pies bajo la sábana.

– Lo lamento -dije.

– ¿Qué es lo que lamentas? -me preguntó.

– No lo sé. Pero quería decirlo.

– Acepto la disculpa.

– Espero que no sea cierto lo de tu padre.

– Pero en tu corazón…

– En mi corazón no creo que haya hecho nada malo. Pero tenemos que descubrir lo que pasó.

Molly miró a su alrededor, luego, por la ventana hacia las colinas toscanas, espectaculares como siempre.

– Me gustaría vivir aquí, ¿sabes?

– A mí también.-¿En serio? Podríamos, ¿no te parece?

– ¿Algo así como abrir una oficina toscana de Putnam amp; Stearns? Vamos.

– Pero dado tu talento para hacer dinero… -Sonrió con preocupación. -Podríamos mudarnos aquí. Dejas la ley, vivimos felices para siempre… -Un largo silencio, después agregó: -Quiero ir contigo. A Bruselas.

– Es peligroso, Molly.

– Creo que puedo ayudarte. Y tú lo sabes. Además, no puedes viajar sin un médico. No así.

– ¿Por qué no sigues diciendo que no debería viajar?

– Porque sé que lo de papá no es cierto. Y quiero que lo pruebes.

– Pero, ¿aceptarías la posibilidad, hasta la probabilidad, de que si encuentro algo, puede ir en contra de la reputación de tu padre?

– Papá está muerto, Ben. Lo peor ya pasó. Nada de lo que hagas va a cambiar eso.

– De acuerdo -dije-. De acuerdo. -Se me estaban empezando a cerrar los ojos y no tenía fuerzas para seguir luchando contra el deseo de dormir. -Ahora quiero dormir.

– Voy a reservar en un hotel de Bruselas -la oí decir desde una distancia de millones y millones de kilómetros. "Muy bien, que haga eso, sí", pensé.

– Alex Truslow me advirtió que había serpientes en el, jardín -susurré-. Y… empiezo a preguntarme… si Toby no es una de ellas…

– Ben, descubrí algo. Algo que tal vez ayude… -dijo algo más pero no lo entendí y después me pareció que la voz se desvanecía en el aire.

Un poco más tarde, tal vez minutos, tal vez segundos, me pareció oírla alejarse, y oí el balido de las ovejas desde algún lugar, afuera. Pronto, estaba profundamente dormido.

42

Toby Thompson nos despidió en la entrada de la terminal de Swissair en el aeropuerto internacional de Milán. Molly lo besó en la mejilla, yo le estreché la mano, y después pasamos por el detector de metales. Unos minutos más tarde vino la llamada para el vuelo a Bruselas de Swissair. En el mismo momento, y yo lo sabía, Toby tomaba un vuelo a Washington.

La droga que me había mantenido en el aire durante dos días estaba empezando a extinguirse en mi organismo (aunque todavía sentía tanto algodón en la cabeza que ni siquiera había tratado de "leer" a Toby). Yo sabía que era mejor abandonar los calmantes si quería estar alerta, pero ahora sentía que los brazos me ardían en una llamarada intensa, sobre todo debajo de las axilas. Me latían con fuerza, y cada latido me clavaba cuchillos hasta el hombro. Y por encima de todo, ahora que la droga ya no me protegía, tenía un dolor de cabeza intenso, intolerable, incesante.

Sin embargo, logré levantar los dos bolsos (ninguno de nosotros dos había despachado el equipaje) y llegar al asiento sin demasiado dolor. Toby había comprado pasajes de primera clase y nos había dado pasaportes nuevos. Ahora éramos Cari y Margaret Osborne, dueños de un negocio de regalos pequeño pero próspero en Kalamazoo, Michigan.

Yo tenía un asiento junto a la ventanilla, tal como había pedido, y miré cuidadosamente cómo corría de aquí para allá el personal de mantenimiento de Swissair, completando los controles de último momento. Tenía el cuerpo duro de tensión. La entrada principal del avión ya estaba cerrada y sellada. El área de primera me daba un excelente punto de mira desde el cual vigilarlo todo. Exactamente en el momento en que el último miembro del personal de tierra abandonó la cabina y descendió por la escalerilla hacia la pista, empecé a gritar.

Levanté los brazos vendados en el aire y aullé:

– ¡Quiero salir de aquí! ¡Dios, Dios mío! ¡Déjenme salir de aquí!

– ¿Qué te pasa? -chilló Molly.Virtualmente todos los pasajeros de primera se habían dado vuelta para mirarnos. Tenían la vista clavada en nosotros, con horror. Una azafata llegó corriendo por el pasillo.

– Dios -grité-. Tengo que bajar… Tengo que bajar ahora mismo, ahora mismo.

– Señor, lo lamento -dijo la azafata. Era alta y rubia con una cara simple, decidida, una cara a la que no se le hacían bromas. -No se permite que desciendan pasajeros cuando el avión está por despegar. Si hay algo más que podamos hacer por usted…

– Pero, ¿qué te pasa? -insistió Molly.

– ¡Tengo que salir! -volví a aullar-. Tengo que salir de aquí. El dolor es intolerable…

– ¡Señor! -protestó la mujer suiza.

– ¡Saca el equipaje! -le ordené a Molly. Con los brazos en el aire, gimiendo y quejándome, empecé a empujar por el pasillo. Molly tomó los bolsos del compartimiento que ya estaba cerrado y se las arregló para colgarse los dos bolsos con correa de cada uno de sus hombros frágiles y, al mismo tiempo, tomar los otros dos con las manos. Me siguió por el pasillo, hacia el frente del avión.

Pero la azafata nos bloqueaba el camino.

– ¡Señor! ¡Señora! Lo lamento muchísimo, pero las reglas…

54
{"b":"98850","o":1}