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Revisé la casa de piedra buscando algo que me sirviera para horadar una superficie pequeña pero no encontré nada. Una búsqueda cuidadosa en cada uno de los rincones oscuros de la pequeña estructura podría haberme dado resultado, pero yo no podía decidirme a meter las manos desnudas en un nicho húmedo, negro y desconocido. No me siento orgulloso de mi terror frente a las ratas, pero todos tenemos nuestras fobias y la mía, creo que usted estará de acuerdo, no es totalmente irracional. Como no encontraba nada, tendría que arreglármelas con la lapicera que tenía en el bolsillo Sí, eso me serviría Le saqué el cartucho de tinta.

Con mucho, mucho cuidado, inserte la punta en el agujero en la base de la bala y saqué la primera tapa de percusión. La segunda salió con mayor facilidad y en unos minutos había sacado los discos de las seis balas. Dejé la séptima intacta.

Sentí que algo seco y escamoso me tocaba la base de la nuca y temblé. Se me hizo un nudo en el estómago, un nudo instantáneo.

Con la mayor habilidad que pude reunir, deslicé los detonadores, uno por uno, en la única bala que había dejado intacta. En el espacio que quedaba, volqué la pila de carga de proyección y luego volví a cerrar todo con el dedo índice.

Ahora tenía en mis manos una bomba pequeña

Localicé un tramo de caño de dos por cuatro, una botella de gaseosa vieja, una tela, una piedra grande y un clavo casi derecho. Eso me llevó varios minutos, una eternidad para mí, con las ratas tocándome el cuerpo o moviéndose bajo mis pies como una especie de horripilante alfombra en movimiento. Tenía el estómago hecho un nudo, una tensión insoportable y dolorosa en los músculos. Temblaba continuamente.

Con la roca, golpeé el clavo hasta que la punta salió por el otro lado. Ahora el fertilizante. De las varias bolsas de veinticinco kilos, dos tenían un contenido de nitrógeno que iba de dieciocho a veintinueve por ciento. Una sola contenía un treinta y tres. Seleccioné ésa. Abrí la bolsa y saqué un poco del material. Lo puse sobre otro pedazo de papel de las bolsas de cemento. Una pequeña claque de ratas se acercó a la pila, con los bigotes temblorosos de curiosidad y hambre. Las espanté con la botella. Tenían cuerpos mucho más sólidos y musculosos de lo que yo hubiera imaginado. Si hubiera tenido que hablar, no habría podido. Estaba paralizado de miedo, por lo menos en parte, pero de alguna forma mi sistema nervioso trabajaba a su ritmo, solo, en automático, y me mantenía en pie, duro, como si yo hubiera sido un robot.

Pasé la botella sobre las bolitas de fertilizante hasta que conseguí un polvo muy fino. Repetí el proceso varias veces para lograr un buen montoncito de fertilizante en polvo. En condiciones ideales, ese paso no habría sido necesario, pero las mías no eran condiciones ideales por cierto. En primer lugar, el agente de sensibilización debería haber sido nitrometano, el líquido azul que usan a veces los locos de los autos para aumentar los octanos en la nafta. Pero no había nada parecido a eso en el depósito, solamente nafta, y yo sabía que tendría que usarla aunque también sabía que sería mucho, menos efectiva. Así que lo menos que podía hacer era convertir en polvo el fertilizante para disminuir el diámetro de los granos, aumentando así la superficie y haciéndolo más reactivo.

Destapé la lata de nafta y la volqué despacio sobre el fertilizante. Hubo grandes movimientos entre las ratas. Sentían el peligro y se escurrían hacia las paredes, hacían piruetas, retroi» cedían hacia los recesos de la cámara.

Temblando todavía, metí el fertilizante húmedo en el caño oxidado y lo tapé con una piedra del tamaño exacto. El caño tenía más o menos un centímetro y medio de diámetro, lo cual me parecía correcto. Coloqué la bala que había preparado en el nitrato.

Revisé mi trabajo y tuve la sensación brusca, desesperada y segura, de que la bomba no explotaría. Los ingredientes básicos eran los correctos, pero el resultado final era algo muy impredecible, especialmente dada la rapidez y la falta de concentración con que la había preparado.

Con toda la fuerza que pude reunir, metí el caño en una grieta de la pared.

El lugar era extremadamente estrecho.

Sí. Tal vez funcionaría.

Si no funcionaba… Si deflagraba en lugar de detonar, fracasaría por completo, y el espacio se llenaría de humos tóxicos que me desmayarían. Probablemente, moriría. También existía la posibilidad de que una explosión en una dirección distinta de la que yo esperaba me lastimara, cegara o algo peor.

Coloqué el pedacito de madera sobre la bomba, que sobresalía de la pared, con el clavo tocando la base de la bala. Retuve el aliento mientras el corazón me latía con fuerza. Me cubrí los ojos con un pedazo de tela, levanté la roca que había usado como martillo.

La sostuve en la mano derecha directamente sobre el clavo.

Y luego, la arrojé con toda la fuerza posible contra la cabeza de hierro.

La explosión fue inmensa, increíblemente ruidosa, un trueno, y de pronto, todo a mi alrededor se convirtió en un brillo anaranjado que se veía incluso a través de la venda, una tormenta de piedras y fuego, una catarata de escombros y esquirlas. Mi mundo se transformó en una bola de fuego y eso fue lo último que supe.

Parte V. ZURICH

Poderes Extraordinarios - pic_4.jpg

*

40

Blanco, el blanco más suave, más pálido, más hermoso del lino: me sentí consciente del color blanco, no de la ausencia de color sino de un blanco cremoso, completo, rico, que me suavizaba con su quietud y su brillo.

Y me sentí consciente de suaves murmullos un poco más allá.

Sentí que flotaba en una nube, boca abajo, luego de costado, pero no sabía dónde estaba mi cuerpo ni me interesaba.

Más murmullos.

Yo acababa de abrir los ojos, que parecían haber estado sellados durante una eternidad.

Traté de enfocar las formas que murmuraban a mi alrededor.

– Ya está con nosotros -oí que alguien decía.

– Tiene los ojos abiertos.

Lenta, lentamente, lo que me rodeaba se puso en foco.

Estaba en una habitación toda blanca, cubierto con sábanas blancas de muselina barata, con vendas blancas en los brazos, la única parte de mi cuerpo que lograba distinguir.

A medida que ponía los ojos en foco, me daba cuenta de que la habitación era simple, con paredes encaladas. ¿Sería una granja o algo así? ¿Dónde estaba? Una sonda intravenosa me penetraba el brazo izquierdo pero ese lugar no parecía un hospital.

Oí una voz masculina que decía:

– ¿Señor Ellison?

Traté de gruñir pero no parecía posible.

– ¿Señor Ellison?

Traté de hacer ruido otra vez y otra vez, nada, pero tal vez me equivocaba. Seguramente hice algo con la boca porque la voz dijo:

– Ah, sí, muy bien.

Ahora veía al que me hablaba: un hombre pequeño, de cara estrecha con una barba bien cuidada y ojos tibios y castaños. Tenía puesto un suéter gris tejido a mano, rústico, pantalones de lana gris, un par de zapatos de cuero muy usados. Era gordoen la panza, maduro ya. Me tendió una mano suave, regordeta, y se la di.

– Me llamo Boldoni -dijo-. Massimo Boldoni.

Con gran esfuerzo, logré decirle:

– ¿Dónde…?

– Soy médico, señor Ellison, aunque sé que no lo parezco. -Hablaba un inglés con melifluo acento italiano. -No tengo puesto el delantal porque, en general, no trabajo los domingos. Para contestar a su pregunta, tengo que decirle que está usted en mi casa. Tenemos varias habitaciones vacías, por desgracia.

Seguramente vio la confusión en mi cara porque siguió explicando:

– Esto es una podere, una granja vieja. Mi esposa la maneja como casa de huéspedes, la Podere Capra.

– No… -empecé a decir-. No entiendo, ¿cómo llegué…?

– Creo que está usted muy bien, considerando lo que le pasó…

Miré mis brazos vendados, volví a mirar al médico.

– Tuvo mucha suerte -dijo él-. Tal vez haya perdido un poco de capacidad auditiva. Sufrió quemaduras en los brazos solamente y se va a recuperar rápido. Tiene suerte. Las quemaduras no son serias y hay muy poca piel destruida. Se le incendió la ropa pero lo encontraron antes de que el fuego pudiera hacerle mucho…

– Las ratas -dije.

– No hay rabia ni enfermedades ni nada de eso -dijo para tranquilizarme-. Ya lo revisé, cuidadosamente. Nuestras ratas toscanas son ejemplares muy saludables. Las mordidas superficiales ya están tratadas y se van a curar rápido. Tal vet le arda un poco, pero eso es todo. Le puse morfina para aliviar el dolor, por eso siente que está volando, ¿no es cierto? :

Asentí. En realidad, era agradable. No había sensación de dolor. Yo quería saber quién era él y cómo me habían traído allí, pero me era muy difícil articular las palabras y estaba dominado por una especie de inercia.

– Gradualmente, voy a reducirla. Pero ahora hay unos amigos que quieren verlo.

Se volvió y golpeó la puerta redondeada, de madera, unas cuantas veces, con suavidad. La puerta se abrió y él se retiró, después de despedirse.

Sentí que me ardía la garganta.

En una silla de ruedas, disminuido, cansado, entró Toby Thompson. De pie a su lado, estaba Molly.

– Dios, Ben -dijo ella y corrió a mi lado.

Nunca la había visto tan hermosa. Tenía puesta una falda de tweed marrón, una blusa de seda blanca, el collar de perlas que yo le había comprado en Shreve, y el camafeo de buena suerte que le había dado su padre.

Nos besamos un rato largo.

Ella me miró de arriba abajo, los ojos llenos de lágrimas.

– Estaba… estábamos… preocupados por ti. Dios, Ben.

Me tomó las dos manos.

– ¿Cómo llegaste aquí? -conseguí decir.

Oí el ruidito de la silla de Toby que se acercaba.

– Lamento decir que llegamos un poco tarde -dijo Molly, apretándome las manos. El dolor me sacudió, hice una mueca y ella me soltó las manos. -Disculpa -dijo.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Toby. El traje azul y un par de brillantes zapatos ortopédicos, como siempre. Tenía bien peinado el cabello blanco.

– Veremos cuando me saquen la morfina -dije-. ¿Dónde estoy?

– Greve, en Chianti.

– El médico…

– Massimo es confiable -dijo Toby-. Totalmente. Lo tenemos en la zona, por si acaso. De vez en cuando usamos Podere Capra como refugio.

Molly me puso una mano en la mejilla, como si no pudiera creer que yo estaba allí realmente. Ahora que la veía de cerca, me daba cuenta de que estaba exhausta, notaba los grandes círculos negros bajo los ojos enrojecidos. Había tratado de cubrirlos con maquillaje. Se había puesto algo de Fracas, mi perfume favorito. Como siempre, me parecía una mujer irresistible.

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