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– Y le dio esos archivos increíbles a Sinclair…

– No -dijo él.

– ¿Por qué no?

Se encogió de hombros. Sonrió otra vez.

– Porque habían desaparecido.

– ¿Qué?

– La corrupción era impresionante en esos días, en Moscú -explicó Orlov-. Todavía peor que ahora. Los viejos, los miles de personas que trabajaban en las antiguas burocracias, los ministerios y secretarías, todo el gobierno sabía que tenía los días contados. Los jefes de las fábricas vendían bienes en el mercado negro. Los empleados vendían archivos en las oficinas de Lubyanka. La gente de Boris Yeltsin se había llevado archivos de la kgb y algunos de esos archivos estaban cambiando de manos con rapidez… Y entonces me dijeron que el archivo sobre los Sabios había desaparecido…

– Los archivos de ese tipo no desaparecen…

– Claro que no. Me dijeron que una empleada de nivel bastante bajo del jefe principal del Directorio de la kgb se había llevado el archivo a su casa y lo había vendido.

– ¿A quién?

– A un consorcio de hombres de negocios alemanes. Me dijeron que se los vendió por algo así como dos millones de marcos alemanes.

– Un millón de dólares más o menos. Pero hubiera podido obtener mucho más, supongo.

– ¡Claro que sí! Ese archivo valía mucho dinero, muchísimo. Contenía las herramientas necesarias para chantajear a los más altos funcionarios de la CIA… Imagínese. Valía mucho más de lo que pidió esa tonta mujer. La avaricia puede hacernos irracionales…

Reprimí el deseo de reírme.

– Un consorcio alemán -musité-. ¿Para qué querría chantajear a la CIA un consorcio alemán?

– En ese entonces, no lo sabía.

– Pero ahora sí.

– Tengo mis teorías…

– ¿Por ejemplo?

– Me está pidiendo hechos -contestó él-. Nos encontramos en Zúrich, Sinclair y yo, en condiciones de absoluto secreto, naturalmente. Para entonces, yo ya no estaba en Rusia. Sabía que nunca volvería.

"Sinclair estaba furioso. Se enfureció cuando le dije que ya no tenía la prueba incriminatoria y amenazó con cancelar el trato, volar a Washington y terminar con todo eso. Discutimos muchas horas. Traté de convencerlo de que lo que yo le decía era cierto.

– ¿Y?

– En ese momento, me pareció que lo había convencido. Ahora no lo sé.

– ¿Por?

– Porque pensé que habíamos hecho un trato y tal como salieron las cosas, no era cierto. Me vine aquí desde Zúrich. Debo decir, ya que estamos, que Sinclair había encontrado la casa para mí. Esperé. Diez mil millones de dólares estaban en Occidente. Oro que pertenecía a Rusia. Era un juego de enorme importancia, y yo tenía que confiar en la honestidad de Sinclair. Más que eso, en su interés en el asunto. Quería que Rusia no se convirtiera en un país de extrema derecha, en una dictadura nacionalista y chauvinista. También él quería salvar al mundo de eso, pero yo creo que fueron los archivos. El hecho de que yo no tuviera los archivos de los Sabios para entregárselos. Seguramente pensó que yo no estaba jugando limpio. No creo que haya otra razón por la que pudiera haberme traicionado…

– ¿Traicionarlo?

– Diez mil millones de dólares terminaron en una bóveda de Zúrich, bajo Bahnhofstrasse con dos códigos de acceso para asegurar la liberación. Pero yo no tuve acceso a ese código. Y» entonces, Harrison Sinclair murió, lo mataron. Y ahora no hay esperanza de recuperar el oro. Así que espero que entienda que ciertamente yo no tenía interés alguno en matarlo. ¿No le parece?

– Cierto -dije-. No sería lógico. Pero tal vez ahora yo pueda ayudarlo.

– Si tiene los códigos de acceso de Sinclair.

– No -dije-, no hay códigos. Él no me dejó ninguno.

– Entonces me temo que no hay nada que pueda hacer.

– No estoy de acuerdo. Hay algo. Necesito el nombre del banquero que ustedes vieron en Zúrich.

Y en ese momento se abrieron de par en par las puertas dobles al final del comedor.

Salté sobre mis pies, sin querer tomar la pistola otra vez en caso de que fuera un guardia. Todo tenía que parecer normal: no debía parecer que yo amenazaba al dueño de casa.

Eché una mirada a la tela azul oscura y lo supe inmediatamente. Tres policías uniformados italianos me apuntaban con sus armas.

– Tieniti le maní al fianco! -Las manos a los costados del cuerpo.

Avanzaron por la habitación como un comando SWat. Mi pistola no me serviría de nada: eran más que yo. Orlov retrocedió hasta ponerse contra una pared como para evitar la línea de fuego.

– Sei in arresto -dijo otro-. Non muoverti. -Estás arrestado. No te muevas.

Me quedé de pie, confuso. ¿Cómo podía haber pasado? ¿Quién los había llamado? No entendía.

Y entonces vi el pequeño botón negro en la pata de la mesa del comedor, en el lugar en que ésta se apoyaba contra el piso color terracota. Era el tipo de botón que se aprieta con el pie, la forma en que los cajeros de los Bancos llaman a la policía. La alarma no hacía ruido cerca sino muy lejos, en este caso, suponía yo, en los cuarteles de la policía en Siena, y por eso habían tardado tanto en llegar. La policía seguramente recibía pagos del misterioso "alemán" que necesitaba tanta seguridad.

El salto de Orlov contra mí, su único movimiento torpe. Sabía que yo lo empujaría al suelo y eso era lo que quería: desde el suelo había rodado para apretar el botón con la mano, la rodilla o el pie.

Pero algo andaba mal.

Miré al hombre de la kgb y vi que estaba aterrorizado. ¿De qué?

Estaba mirándome.

– ¡Siga el oro! -gruñó. ¿Qué significaba eso exactamente?

– ¡El nombre! -grité-. ¡Déme el nombre!

– No puedo decirlo -volvió a gruñir, las manos en el aire, señalando a los policías-. No…

Sí. Claro que no podía decir el nombre en voz alta. No con esos hombres cerca.

– El nombre -repetí-. Piense en el nombre.

Orlov me miró, confundido y desesperado. Luego se volvió hacia los policías…

– ¿Dónde está mi gente? -dijo-. ¿Qué hicieron con mi gente?

De pronto, pareció saltar hacia adelante. Hubo un sonido seco, un sonido que yo reconocí inmediatamente y me volví y vi que uno de los guardias le apuntaba con una ametralladora, y el fuego cortaba un surco grotesco en el pecho del viejo. Los brazos y las piernas de Orlov bailaron un segundo mientras él gritaba una vez más, un grito horrendo y largo. La sangre voló en todas direcciones, manchando los pisos de piedra, las paredes, la mesa brillante y lustrosa. Orlov, el cuello medio separado del cuerpo, se convirtió en un montón de sangre de pesadilla.

Dejé escapar un involuntario grito de horror. Saqué la pistola, a pesar de que ellos eran más, pero no tuvo sentido.

De pronto, hubo silencio. El fuego se había detenido. Levanté las manos y me rendí.

38

Los carabineros me llevaron, esposado, a través de la puerta abovedada de Castelbianco y luego hacia una camioneta azul de la policía, toda abollada.

Parecían carabineros, tenían las ropas de los carabineros, pero no lo eran Eran asesinos pero ¿al mando de quién? Aturdido de horror, yo casi ni podía pensar Orlov había llamado a su gente, sus protectores, y se había sorprendido cuando llegaron los otros Pero, ¿quiénes eran esos otros?

¿ Y por qué no me habían matado a mí también?

Uno de ellos dijo algo en italiano, con rapidez. Los otros dos, que me rodeaban de cerca, asintieron y me guiaron hasta la parte posterior de la camioneta.

No era momento para hacer nada, así que fui con ellos con la pasividad de una oveja Uno de los policías se sentó frente a mí en la camioneta, mientras otro tomaba el volante y el tercero vigilaba desde el asiento delantero.

Nadie decía ni una palabra.

Miré con cuidado a mi guardia, un joven robusto y amargado Estaba sentado más o menos a un metro de distancia.

Me concentré

No "oí" nada, sólo el ruido del motor mientras la camioneta trataba de subir por el camino de tierra que llevaba a los portales de entrada. O eso fue lo que creí, ya que no había ventanas en la parte posterior de la camioneta La única iluminación venia de una luz superior. Mis muñecas hacían ruido frente a mi, sobre el pantalón.

Traté de vaciar mi mente y concentrarme de nuevo. En la última semana el ejercicio se había convertido en algo reflexivo. Sabia que tenia que liberar la mente de todo pensamiento que pudiera distraerla, convertirla en una pizarra en blanco, en un receptor Y entonces oía los finales y principios de los pensamientos en esa tonalidad alterada que indicaba que no estaba oyendo nada hablado, ninguna voz verdadera.

Convertí mi mente en papel en blanco y con el tiempo "oí" mi nombre y luego algo más que sonaba familiar en esa forma flotante, leve, que me decía que estaba oyendo un pensamiento.

En inglés.

El hombre estaba pensando en inglés.

No era policía y no era italiano.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

Mi escolta levantó la vista, traicionó apenas un instante su sorpresa Después se encogió de hombros, con hostilidad, como si no me entendiera.

– Su italiano es excelente -comenté.

El motor de la camioneta se detuvo, luego arrancó de nuevo. Luego, nada. Nos habíamos detenido en alguna parte. No podía ser muy lejos de la propiedad: hacía apenas unos minutos que nos movíamos y me pregunté adonde me habían llevado.

Las puertas se abrieron y los dos policías subieron atrás con nosotros. Uno me cubrió con el revólver mientras el otro me hacía señas de que me acostara en el suelo Cuando lo hice, me pusieron cinta adhesiva en los tobillos para sujetarme.

Yo traté de hacérselo difícil pateé y me retorcí todo lo que pude pero finalmente lograron atarme los pies. Entonces descubrieron mi otra pistola, metida en su funda, en el tobillo izquierdo.

– Una más, chicos -dijo el que la había encontrado, con aire de triunfo.

En inglés.

– Será mejor que no tenga otras -dijo el que parecía el jefe. Tenía una voz ronca, una voz que venía del pecho, como la de un fumador empedernido.

– Eso es todo -contestó el primero, después de palparme las piernas y los brazos

– De acuerdo -dijo el primero- Somos colegas suyos, señor Ellison.

– Pruébelo -le dije, sin hacer nada Lo único que veía era la luz del techo de la camioneta sobre mi cabeza.

Nadie me contestó.

– Si quiere, puede creernos, si no, no -dijo el jefe- Eso no cambia nada. Lo único que queremos es hacerle unas preguntas. Si es sincero con nosotros, no va a pasarle nada

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