– No sé lo que me pasó. No lo entiendo todavía. No sé si alguna vez voy a entenderlo. Pero…
– No tengo derecho a decirle qué hacer. Está en sus manos. Tal vez quiera usted hablar con Rossi, sacarle qué quiere de nosotros. Tal vez eso es peligroso. Tal vez él está haciendo lo que debe. Siga su propio juicio en esto, Ben. Es lo único que puedo decirle.
– De acuerdo -dije- Lo pensaré.
– Mientras tanto, si hay algo que pueda hacer…
– No, Alex. Nada. Nadie puede hacer nada ahora.
Cuando colgué, entró otra llamada.
– Un hombre Se llama Charles Rossi -anunció Darlene por el intercomunicador
Levanté el teléfono.
– Rossi -dije.
– Señor Ellison Voy a tener que pedirle que venga lo más pronto posible y…
– No -dije- No tengo ningún arreglo con la CIA. Mi arreglo era con Alexander Truslow. Y desde hace dos minutos, ya no existe.
– Ey, ey, espere un minuto.
Pero yo ya le había colgado.
John Matera, mi corredor, estaba tan entusiasmado que apenas si podía pronunciar las palabras.
– Dios -dijo-. ¿Ya lo sabes?
Hablábamos en la línea de Shearson, intervenida por supuesto, así que dije, con inocencia:
– ¿Que si sé qué?
– Beacon… lo que pasó con Beacon… Que Saxon la compró…
– Maravilloso -dije, fingiendo entusiasmo-. ¿Qué significa eso para las acciones?
– ¿Que qué significa? Ya tiene treinta puntos más, carajo. Tienes… tienes el triple de lo que pusiste, y todavía no se terminó el día… Ya hiciste más de sesenta mil dólares; no está mal para un par de horas…
– Vende, John.
– ¿Qué mierda…?
– Vende, John. Ahora.
Por alguna razón, no me sentía feliz. Tenía un miedo lento, ácido, que se me revolcaba en el estómago. Podía descartar todo lo demás, todo lo que me había pasado, como imaginario, una terrible ilusión… Pero había leído la mente de un ser humano, había conseguido información que no hubiera podido alcanzar de otra forma y allí estaba la prueba.
No sólo para mí, para cualquiera que pudiera estar mirándome. Sabía que había un riesgo serio de que la CSI sospechara de una operación como esa, pero necesitaba el dinero y había dejado que eso pesara más en mi conciencia.
Di instrucciones a John sobre dónde poner el dinero, en qué cuenta, y después colgué. Llamé a Edmund Moore en Washington.
El teléfono sonó y sonó y sonó. No había contestador automático. Ed siempre había pensado que esos aparatos eran la torpeza personificada. Estaba a punto de colgar cuando me contestó una voz masculina.-¿Sí?
La voz de un hombre joven, no la de Ed. La voz de alguien con autoridad.
– Ed Moore, por favor -dije.
Una pausa.
– ¿Quién es?
– Un amigo.
– Nombre, por favor.
– No es asunto suyo. Quiero hablar con Elena.
En el fondo, oí una voz de mujer, alta, casi quebrada, gritos que subían y bajaban rítmicamente.
– ¿Quién es? -gritó esa voz.
– Ella no puede venir al teléfono, señor.
En el fondo, los gritos se hicieron más fuertes y los oí.
– Mi Dios, mi Dios. ¡Mi amor, mi amor! -Y un jadeo muy fuerte, angustiado.
– ¿Qué mierda pasa? -exigí saber.
El hombre cubrió el teléfono, consultó con alguien y después volvió a la línea.
– El señor Moore falleció. Su esposa lo descubrió hace apenas unos minutos. Suicidio. Lo lamento. Es todo lo que puedo decir.
Me quedé atónito, casi mudo.
Ed Moore… ¿suicida? Mi querido amigo y mentor, ese viejo diminuto, fuerte y de corazón enorme… Estaba demasiado impresionado, demasiado confundido para llorar por él como sabía que hubiera hecho.
No era cierto.
¿Suicidio? El había hablado de vagas amenazas contra su persona, había temido por su vida. No, no podía ser suicidio. Pero cuando hablamos, me había parecido desorientado, hasta un poquito desequilibrado.
Edmund Moore estaba muerto.
No era un suicidio.
Llamé al hospital y pedí hablar con Molly. Confiaba en su sentido común, en sus consejos, y ahora los necesitaba más que nunca.
Estaba muy asustado. Hay una tendencia machista entre los nuevos funcionarios de inteligencia, los clandestinos, a despreciar el miedo, como si eso disminuyera la competencia, la virilidad. Pero los hombres de campo con experiencia saben que el miedo puede ser el mejor de los aliados. Siempre se debe escuchar al instinto, confiar en él.
Y mi instinto me decía que mi nuevo talento nos había puesto a mí y a Molly en gran peligro.
Después de esperar un largo rato, el operador volvió a la línea y dijo con una voz inundada de humo de cigarrillo:
– Lo lamento, señor, no contestan. ¿Quiere que lo conecte con la unidad de cuidados intensivos neonatales?
– Sí, por favor.
La mujer que contestó en el ucin tenía un acento levemente hispánico.
– No, señor Ellison, lo lamento, ya se fue.
– ¿Se fue?
– Se fue a casa. Hace diez minutos.
– ¿Qué?
– Tuvo que salir. Dijo que era una emergencia, algo acerca de usted. Yo supuse que usted sabía.
Colgué y me alejé corriendo hacia el ascensor con el corazón en la boca.
La lluvia bajaba a la calle en olas, llevada por vientos que parecían casi huracanados. El cielo era de un gris metálico, con rayas amarillas. La gente caminaba con galochas amarillas e impermeables color caqui, los paraguas negros dados vuelta en medio del aullido del viento.
Para cuando subí las escaleras hacia mi casa, mojado hasta los huesos debido a la corta caminata desde el taxi a la puerta del frente, estaba anocheciendo y al parecer nadie había encendido la luz en la casa. Raro.
Me apresuré por el vestíbulo. ¿Por qué volver a casa así? Tenía que pasar la noche en el hospital, era su noche de guardia.
Lo primero que noté fue que no estaba encendida la alarma. ¿Eso quería decir que había llegado a casa? Molly se había ido después que yo esa mañana y siempre era escrupulosa, incluso un poco obsesiva, en cuanto a las alarmas, aunque no había casi nada que se pudiera robar.
Cuando abrí la puerta del frente, noté la segunda peculiaridad. El maletín de Molly estaba allí, en el vestíbulo, el maletín que siempre se llevaba con ella.
Tenía que estar en casa.
Encendí unas luces y subí las escaleras hacia el dormitorio. Estaba oscuro y no vi a Molly. Subí otro piso más hacia la habitación que ella usa como estudio aunque en ese momento la habitación sufría una remodelación que la convertía en un lugar casi inhabitable.Nada.
– ¿Molly? -llamé en voz alta.
Nada.
La adrenalina me empezó a correr por el cuerpo. Hice rápidos cálculos mentales.
Si no estaba allí, ¿estaría en camino? Y si era así, ¿qué o quién la había hecho volver? ¿Por qué no había tratado de llamarme antes?
– ¿Mol? -llamé con un poco más de fuerza.
Silencio.
Bajé la escalera rápidamente, el corazón en la boca, encendiendo luces mientras lo hacía.
No. Ni en el comedor. Ni en la cocina.
– ¿Molly? -Esta vez, casi un grito.
Silencio completo, total. En toda la casa.
Y después, el teléfono. Salté en el aire.
Me tiré a atenderlo y dije:
– ¿Molly?
No era Molly. La voz era masculina, poco familiar.
– ¡ Señor Ellison? -La voz tenía un acento, pero, ¿de dónde?
– ¿Sí?
– Tenemos que hablar. Es urgente.
– ¿Qué mierda hicieron con ella? -espeté-. ¿Qué…?
– Por favor, señor Ellison, en el teléfono no. No en su casa.
Respiré despacio, tratando de tranquilizarme un poco.
– ¿Quién es?
– Afuera. Tenemos que encontrarnos. Ahora. Por la seguridad de los dos. De todos.
– ¿Dónde mierda…? -empecé a decir.
– Todo le será explicado -volvió a decir la voz-. Vamos a hablar…
– No -dije-. Quiero saber ahora mismo, quiero…
– Escuche -siseó la voz con acento, por el teléfono-, hay un taxi al final de la cuadra. Su esposa está ahí dentro, esperándolo. Doble a la izquierda, baje por esa cuadra…
Pero yo no esperé a que terminara. Tiré el receptor al aire, giré en redondo y corrí hacia la puerta del frente.
La calle estaba oscura, silenciosa, resbalosa de lluvia. Caía una leve llovizna, casi una niebla.
Ahí estaba, al final de la cuadra, un taxi amarillo, del centro, a menos de cien metros. ¿Por qué ahí, al final de la cuadra? ¿Por qué?
Y cuando me le acerqué, corriendo, distinguí en el asiento trasero la silueta de la cabeza de una mujer, el largo cabello oscuro, inmóvil.
¿Era Molly realmente?
Desde tan lejos, no estaba seguro. Tal vez era ella, tenía que ser ella… ¿Por qué estaba allí?, me pregunté con las piernas en movimiento, jadeando ya por el esfuerzo. ¿Qué había pasado?
Pero algo andaba mal. Instintivamente bajé la velocidad, ahora caminaba rápido, sin correr, la cabeza vuelta a ambos lados.
¿Qué?
Algo. Demasiados transeúntes en esa calle a esa hora de la noche, en medio de la lluvia. Y caminaban demasiado tranquilos. La gente corre en la lluvia, para llegar antes…
¿O me estaba poniendo paranoico?
Eran transeúntes normales, sí, tenían que serlo.
Por un instante, una milésima de segundo, vi a uno de los transeúntes de frente. Alto, flaco, con un impermeable negro o azul marino, una gorra oscura.
Me pareció que me miraba. Nuestros ojos se encontraron.
Tenía una cara extraordinariamente pálida, como si le hubieran quitado todo el color con lavandina. Los labios leves y tan pálidos como el resto. Bajo los ojos, círculos profundos y amarillentos que se extendían hasta los pómulos. El cabello, lo poco que se veía bajo la gorra, rubio pajizo, casi blanco, echado hacia atrás.
En el mismo instante, dejó de mirarme, como si hubiera sido una casualidad.
Casi un albino, había dicho Molly. El hombre que se le había acercado en el hospital, el que quería saber algo sobre las cuentas, los números de acceso y el dinero de Harrison Sinclair, algo que ella podía haber heredado.
Todo parecía mal. La llamada, Molly sentada en el taxi: olía mal y mis años de entrenamiento en la Agencia me habían enseñado a oler las cosas de cierta forma, a ver esquemas, y…
…y algo me había pasado por el rabillo del ojo, un fulgor leve, un brillo… ¿metal? en la luz de la lámpara de la calle angosta.