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SIENTO QUE TE VAYAS TAN PRONTO. QUIZÁ PUEDA PASARME POR TU CHALÉ LA PRÓXIMA VEZ QUE ME PASE POR CREST RIDGE. SALUDA A GREG DE MI PARTE.

Desde el pasillo central, podía ver a Maggie O'Dell subiendo al ascensor. Tenía que reconocer que se movía con gracia… no había duda de que era deportista. Aquellas piernas fuertes y atléticas debían de tener buen aspecto en pantalones cortos, aunque la imagen no le interesaba mucho.

Dejó el carro a un lado y se quitó la gorra y la chaqueta que había tomado prestadas al empleado dormido del aeropuerto. Hizo un ovillo con las prendas y las metió en la papelera.

Había dejado el Lexus con la radio a todo volumen en la zona de carga y descarga. Con la radio y los aviones que sobrevolaban la zona, nadie oiría a Timmy si se despertaba antes de lo previsto. Además, el maletero era estanco, casi insonorizado.

Subió al coche justo cuando un guardia de seguridad con un bloc de multas echaba a andar hacia él. Se separó del bordillo y sorteó los vehículos que estaban descargando. Sería noche cerrada cuando instalara a Timmy en su cuarto, pero había merecido la pena dar aquel rodeo para ver la cara que ponía la agente especial O'Dell.

El viento arreciaba, creando remolinos de nieve y prometiendo ventisqueros al día siguiente. La estufa de queroseno, la lámpara y el saco de dormir que había preparado para la acampada le vendrían de perillas. Haría un alto en el McDonald's; a Timmy le encantaban los Big Mac, y él empezaba a tener hambre.

Se incorporó al tráfico, y dio las gracias con la mano a la mujer pelirroja del Mazda que le hizo hueco. Había aprovechado bien el día. Aceleró, sin prestar atención a los patinazos de los neumáticos sobre el pavimento helado. Otra vez era dueño de sí.

– Ese tipo te está dejando en ridículo -sermoneaba Antonio Morrelli a Nick, cómodamente sentado detrás de la mesa, girando a izquierda y derecha el sillón de cuero que había sido suyo. Era la única pieza del recargado mobiliario de su padre que Nick había conservado al sustituirlo al frente de la oficina del sheriff-. Tienes que pasar más tiempo con esa gente de la tele -prosiguió-, para que sepan que sabes lo que haces. Anoche, Peter Jennings te pintó como un sheriff pueblerino que no supiera hacer la o con un canuto. ¡Maldita sea, Nick, Peter Jennings!

Nick miraba por la ventana, más allá de las calles cubiertas de nieve y de las farolas, hacia el oscuro horizonte. Una luna naranja asomaba por detrás del velo de nubes.

– ¿Has venido con mamá? -preguntó sin mirar a su padre, haciendo caso omiso de sus improperios. Era el mismo juego de siempre. Su padre le lanzaba insultos y órdenes, y Nick guardaba silencio y fingía escucharlo. Casi siempre, seguía las instrucciones; era lo más fácil.

– Está con tu tía Minnie en Houston, donde hemos dejado la caravana -contestó su padre, pero su mirada indicaba que no pensaba desviarse del tema principal-. Tienes que empezar a apresar a sospechosos. Ya sabes, a la escoria de siempre. Interrógalos. Haz que parezca que controlas la situación.

– Sí, tengo a un par de sospechosos -dijo Nick de pronto, recordando que era cierto.

– Perfecto, vamos por ellos. El juez Murphy podrá tener lista la orden de registro mañana por la mañana. ¿Quiénes son tus sospechosos?

Nick se preguntó si habría sido así de fácil con Jeffreys: una orden de registro nocturna utilizada sólo después de que las pruebas hubiesen sido convenientemente amañadas.

– ¿Quiénes son tus sospechosos, hijo? -repitió.

Quizá sólo quería desconcertar a su padre. El sentido común debería haberlo hecho callar pero, en cambio, le dio la espalda a la ventana y dijo:

– Uno de ellos es el padre Michael Keller.

Vio cómo su padre dejaba de mecerse en el sillón. Su rostro reflejó sorpresa; después, movió la cabeza y la frustración arrugó su frente curtida.

– ¿Qué cojones pretendes, Nick? Un cura… los medios de comunicación te crucificarán. ¿Es idea tuya o de esa bonita agente del FBI de la que me han hablado los chicos?

Los chicos. «Sus» chicos. «Su» oficina. Nick los imaginaba riendo y haciendo bromas sobre Maggie y él.

– El padre Keller encaja en el perfil de la agente O'Dell.

– Nick, ¡cuántas veces tengo que decírtelo! No puedes dejar que tu pene tome las decisiones por ti.

– Y no lo hago -Nick se estaba sonrojando de calor. Volvió a mirar por la ventana, fingiendo que miraba las calles, pero el enojo le nublaba la vista-. O'Dell hace su trabajo.

– Y seguro que también hace una buena tortilla de desayuno después de pasarse la noche en la cama contigo. Eso no significa que tengas que escucharla.

Nick se frotó la mandíbula y la boca para impedir que la rabia formara sus propias palabras. Tragó saliva, esperó, y volvió a encararse con su padre.

– Ésta es mi investigación, mi decisión, y voy a traer al padre Keller a la oficina para interrogarlo.

– Bien -su padre elevó las manos en un gesto de rendición-. Si quieres ser el hazmerreír de todos… -se levantó y echó a andar hacia la puerta-. Mientras tanto, veré si Gillick y Benjamín pueden echarles el lazo a algunos sospechosos de verdad.

Esperó a que su padre saliera por la puerta y se alejara por el pasillo. Después, Nick se dio la vuelta y hundió el puño en la pared. La textura áspera le abrió los nudillos y el coletazo de dolor le recorrió el brazo. Intentó controlar la respiración, a la espera de que la rabia remitiera y el dolor sofocara la frustración y la humillación. Después, sin pensar, secó la sangre que corría por la pared con la manga blanca de la camisa. Ya tenía que pagar la puerta rota de cristal; no podía permitirse que le dieran una mano de pintura al despacho.

La casa estaba a oscuras cuando Christine aparcó delante. Colocó el envase caliente de pizza sobre el portátil y se dijo que tendría que comer a solas la pizza si Timmy no había regresado todavía de casa de uno de sus amigos. Volvería haciendo detalladas descripciones culinarias sobre asados de carne y purés de patatas, comidas que no salían de una lata, una caja o un envase de cartón. Debía de recordar la época en la que ella preparaba cenas de verdad y las tenía puestas en la mesa a la misma hora todas las noches. Se preguntó si echaría de menos su vida en familia. ¿Qué le estaba costando a su hijo que ella recuperara la autoestima?

Entró a tientas en el vestíbulo hasta que encontró el interruptor de la luz. Sin saber por qué, la quietud le provocó un escalofrío; quizá sólo fuera el viento. Cerró la puerta con el pie y se detuvo junto al contestador de camino a la cocina. La luz roja no parpadeaba, luego no había mensajes. ¿Cuántas veces tenía que decirle a Timmy que llamara para decirle dónde estaba? No tenía excusa, y menos desde que llevaba el móvil, aunque ni siquiera ella había memorizado todavía el número.

Arrojó el abrigo sobre una silla de la cocina y dejó el ordenador y el bolso sobre el asiento. El aroma de la pizza le hizo recordar lo hambrienta que estaba. Después de la visita de Eddie Gillick a Wanda's, había perdido el apetito y se había dejado casi todo el almuerzo en el plato.

Se sirvió una copa de vino, sostuvo el periódico doblado bajo el brazo y tomó una porción de pizza, usando únicamente una servilleta como plato. Con las manos llenas, se quitó los zapatos con los pies y anduvo descalza hacia el salón para refugiarse en el cómodo sofá. Estaba prohibido comer allí, sobre todo en el sofá, e imaginó a Timmy apareciendo por la puerta y pillándola in fraganti.

Dejó la cena sobre la mesa de centro y desplegó el periódico. La edición de la tarde tenía el mismo titular que el de la mañana: Otro niño hallado muerto. Sólo que en el artículo había confirmado que se trataba del cuerpo de Matthew Tanner. El reportaje de aquella noche también incluía una cita de George Tillie. Encontró el párrafo y releyó sus palabras, con las que confirmaba que los asesinatos eran obra de un asesino en serie.

Había rematado el artículo con unas palabras que había recogido de Michelle Tanner el lunes, una súplica melodramática para que le devolvieran a su hijo. Christine había añadido como colofón: Una vez más, el ruego desesperado de una madre ha caído en saco roto. En aquellos momentos, al verlo impreso, le pareció un poco excesivo; sin embargo, a Corby le había encantado.

De pronto, recordó la hora y se abalanzó sobre el mando a distancia para encender la tele y poner el Canal Cinco. Darcy McManus aparecía tan impecable como siempre con un traje púrpura y blusa carmesí. Christine se fijó en el pelo negro y sedoso de McManus, en los enormes ojos castaños, realzados por el lápiz de ojos y un rastro de sombra en los párpados. El pintalabios era atrevido, un carmín a juego con la blusa. Christine no se imaginaba ocupando el lugar de McManus. Necesitaría renovar todo su vestuario, pero podría permitírselo con lo que Ramsey había prometido pagarle.

Tenía que reconocer que la idea de aparecer en televisión la entusiasmaba. La filial de ABC de Omaha tenía una audiencia de casi un millón de espectadores en toda la zona oriental de Nebraska. Sería una celebridad y hasta cubriría noticias nacionales. Aunque le había dicho a Ramsey que necesitaba tiempo para pensárselo, ya estaba decidida. No podía rechazar el dinero cuando las facturas seguían acumulándose y existía la posibilidad remota de que perdiera la casa. No, no podía permitirse tener principios. Aceptaría el puesto al día siguiente por la mañana, pero sólo después de hablar con Corby.

Apuró el vino. Le apetecía tomar otra porción de pizza pero, de pronto, estaba demasiado agotada para moverse. Decidió reclinar la cabeza durante diez, quince minutos a lo sumo. Cerró los ojos y pensó en todas las cosas que Timmy y ella podrían comprar con su nuevo salario. A los pocos minutos, se quedó dormida.

– ¿Por qué no pruebas el Big Mac? -estaba diciendo el hombre que llevaba la careta del presidente muerto.

Timmy se acurrucó en el rincón. Los muelles de la cama chirriaban cada vez que se movía. Lanzaba miradas por la pequeña habitación, pobremente alumbrada por una lámpara que descansaba sobre una vieja caja de embalaje. La luz creaba sombras inquietantes en las paredes repletas de grietas. Estaba temblando y no podía controlarlo, al igual que el invierno pasado, cuando enfermó tanto que su madre tuvo que llevarlo a urgencias. Y también tenía náuseas, aunque la sensación era distinta que otras veces. Estaba temblando porque tenía miedo, porque no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.

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