– Dios, ¿dónde diablos ha oído eso?
– Entonces, ¿es cierto?
– No. Por supuesto que no.
Otros periodistas se acercaron, cerrándole el paso. Nick siguió avanzando a codazos.
– Sheriff, ¿que me dice del rumor de que ha ordenado la exhumación del cadáver de Ronald Jeffreys? ¿Cree que Jef- freys no fue el reo ejecutado?
– ¿Abusaron sexualmente del niño?
– ¿Ha encontrado ya la camioneta azul?
– Sheriff Morrelli, ¿puede decirnos si este niño fue asesinado del mismo modo? ¿Nos enfrentamos a un asesino en serie?
– ¿En qué estado estaba el cuerpo de Matthew?
– ¡Basta! -gritó Nick, y elevó las manos para repeler las preguntas. Los buitres dejaron de moverse, de empujar, y aguardaron en silencio. La repentina quietud lo desarmó. Miró a su alrededor y retrocedió hacia el primer peldaño de la escalera. Un reguero de sudor le recorrió la espalda. Se pasó los dedos por el pelo y advirtió que le temblaban las manos. Estaba acostumbrado a recibir muestras de apoyo, no críticas ni escepticismo.
¿Qué diablos debía decirles? La última vez, Maggie lo había sacado del apuro. En su ausencia, se sentía desnudo y vulnerable, y detestaba la sensación. Se aferró a la barandilla para mantener el equilibrio y se irguió junto a McManus. Ella se mostró complacida y empezó a alisarse el pelo y la ropa, preparándose para la cámara. Nick no le hizo caso y miró hacia la masa de periodistas, que tenían sus ojos clavados en él, y los lápices, blocs y magnetófonos preparados. Su instinto le decía que diera media vuelta, subiera las escaleras de tres en tres y se refugiara en su despacho. A fin de cuentas, no les debía una explicación. Nada de aquello lo ayudaría a atrapar al asesino. ¿O sí?
– Saben que no puedo revelar detalles concretos sobre los cuerpos de las víctimas. Pero, por el amor de Dios, y por respeto a la señora Tanner, Matthew no fue, repito, no fue decapitado. Eso no quiere decir que el homicida no sea un retorcido hijo de perra.
– Entonces, ¿se trata de un asesino en serie, sheriff? La gente tiene derecho a saber si deben encerrar a sus hijos.
– Las primeras impresiones indican que Matthew ha muerto a manos de la misma persona que mató a Danny Alverez.
– ¿Algún sospechoso?
– ¿Es cierto que no tiene ninguna pista?
Nick retrocedió un peldaño más; no tenía nada con que satisfacerles; la masa de periodistas y los focos cegadores lo asfixiaban y mareaban. Se bajó la cremallera de la chaqueta y tiró de la corbata para aflojar la presión asfixiante.
– Tenemos a un par de sospechosos, pero no estoy autorizado a decir sus nombres. Todavía no -se dio la vuelta y una oleada de preguntas lo asaltó por la espalda mientras empezaba a subir los peldaños.
– ¿Cuándo podrá decírnoslo?
– ¿Son hombres de Platte City?
– ¿Será su padre quien dirija ahora la investigación?
– ¿Ha encontrado la camioneta azul?
Nick giró en redondo, casi perdiendo el equilibrio.
– ¿Qué pasa con mi padre?
Todo el mundo clavó la mirada en el hombre de la chaqueta cruzada. Nick reparó en el pelo lustroso y bien peinado, en la barba perfectamente cortada con sólo un ápice de gris. Los caros zapatos de cuero delataban su condición de forastero… los zapatos y la manera en que ladeaba la cabeza con la impaciencia de un hombre que tenía mejores cosas que hacer que repetir su pregunta a un sheriff pueblerino. Nick quería agarrarlo del cuello de la camisa con monograma. En cambio, esperó, balanceándose sobre unas botas embadurnadas de nieve que estaban creando charcos y amenazando con lanzarlo escaleras abajo.
– ¿Se puede saber por qué iba a dirigir mi padre esta investigación?
– Atrapó a Ronald Jeffreys -dijo Darcy McManus a la cámara de Canal Cinco, y sólo entonces advirtió Nick que habían estado grabando todo aquel desastre. Eludió mirar a la cámara y se quedó contemplando al periodista, a la espera de oír su respuesta.
– Cuando su padre habló antes con nosotros, dio la impresión de…
– ¿Es que está aquí? -barbotó Nick, y lo lamentó de inmediato. De nuevo dejaba entrever su incompetencia.
– Sí, y habló como si hubiera vuelto para ayudar en la investigación. Creo que sus palabras exactas fueron -el hombre hojeó sus notas con lentitud deliberada-: «Ya lo he hecho antes. Sé lo que hay que buscar. A este viejo sabueso no se le escapará este tipo». No sé mucho de sabuesos, pero interpreté sus palabras como que había venido en calidad de profesional.
Otros periodistas asintieron, coincidiendo con él. Nick los miró de uno en uno mientras se le retorcían las entrañas. Otro reguero de sudor corrió por su espalda. Todos aguardaban. Sopesarían cada palabra, medirían cada gesto. Imaginó a alguien rebobinando su versión grabada de las noticias de aquella noche sólo para verlo bajar corriendo la escalera hacia atrás. No le importaba. Se dio la vuelta y subió corriendo la escalera, tomando los peldaños de dos en dos, rezando en silencio para no tropezar y acabar otra vez en el vestíbulo.
Arremetió contra las puertas de la oficina del sheriff, haciendo que el cristal chocara con la papelera de metal y la pared. Una hoja se resquebrajó por la parte de abajo, pero nadie pareció darse cuenta. Todas las miradas estaban clavadas en Nick. Habían vuelto la cabeza, olvidándose momentáneamente del hombre alto de pelo gris que estaba en el centro del grupo.
El mismo grupo que gemía o protestaba cuando Nick les pedía que siguieran una pista, rodeaba al profeta maduro de aspecto distinguido que estaba enarcando las cejas con indignación.
– Relájate, hijo. Acabas de romper un cristal que es propiedad del gobierno -declaró Antonio Morrelli, señalando la grieta.
A pesar de la rabia y la frustración, Nick hundió las manos en los bolsillos, dejó caer los hombros hacia delante y se miró las botas. De pronto, se sorprendió preguntándose cuánto costaría reponer el cristal.
Maggie tomaba pequeños sorbos de whisky en su mesa del rincón, mientras observaba a los clientes de la cafetería del aeropuerto e intentaba decidir quiénes eran hombres de negocios y quiénes turistas. La ventisca había retrasado los vuelos, el suyo incluido, y había atestado de viajeros la pequeña cafetería pobremente iluminada, que consistía en una barra con forma de ele, varias mesas y sillas pequeñas, docenas de maquetas de aviones suspendidas del techo y una vieja máquina de discos.
Su parka John Deere verdinegra estaba extendida sobre la otra silla de su mesa para evitar compañía indeseada. Ya había facturado el equipaje, todo menos el portátil, que estaba a salvo bajo la parka. Se sentía tentada a volver a llamar a la iglesia de Santa Margarita. Empezaba a pensar que había ocurrido una desgracia. Si no, ¿por qué la habría dejado plantada el padre Francis en el hospital? Y ¿por qué no contestaba nadie al teléfono en la casa parroquial?
También quería llamar a Nick; de hecho, había marcado el número pero había colgado. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse para verificar sus corazonadas. Además, se estaba quedando sin cambio para el teléfono público y se había gastado su último billete de diez dólares en aquel whisky y en dos anteriores. No era una gran cena pero, después de pasarse la tarde rebanando el cuerpo de Matthew Tanner, pesando partes y hurgando en sus minúsculos órganos, creía merecérsela.
La marca de la cara interna del muslo de Matthew era, efectivamente, un mordisco humano. El pobre George Tillie había intentado idear otras teorías antes de aceptar que el asesino había mordido a Matthew una y otra vez en el mismo punto, dejando sus huellas dentales irreconocibles. Lo que agravaba el asunto y lo volvía más extraño era que los mordiscos habían sido ocasionados horas después de la muerte de Matthew. El asesino no regresaba al lugar del crimen sólo para observar a la policía, prolongaba su absurda fascinación con el cuerpo de la víctima. Pero se estaba saliendo de su ritual cuidadosamente planeado. Algo lo estaba haciendo degenerar, perder el control. En su irreflexión, podría dejar alguna prueba sólida con la que poder inculparlo.
– Disculpe, señora -el joven camarero se cernía sobre la mesa-. El caballero del final de la barra la invita a otro whisky -dejó el vaso delante de ella-. Y me ha pedido que le diera esto.
Maggie reconoció el sobre y la letra angulosa antes de que se lo entregara. Se le encogió el estómago, y se puso en pie con tanto ímpetu, que la silla se balanceó.
– ¿Qué caballero? -se estiró para ver por encima del gentío. El camarero hizo lo mismo; después, se encogió de hombros.
– Debe de haberse ido.
– ¿Qué aspecto tenía? -se dio una palmada en el costado de la chaqueta, y se tranquilizó al sentir la culata de la pistola presionándola justo debajo del pecho.
– No lo sé… Alto, pelo moreno, de unos veintiocho o treinta años. Oiga, no he prestado mucha atención. ¿Tiene algún problema con…?
Lo apartó y se abrió camino entre los clientes del bar para salir corriendo al luminoso pasillo central del aeropuerto. Frenética, observó a los pasajeros que iban y venían. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le palpitaba la cabeza, y tenía la vista un poco borrosa a causa del whisky.
El largo pasillo se extendía en línea recta a izquierda y derecha. Vio a una familia con tres niños, varios hombres de negocios con portátiles y maletines, un empleado de aeropuerto empujando un carrito, dos mujeres de pelo gris y un grupo de hombres y mujeres de color con vistosas túnicas y tocados. Pero no había ningún hombre alto y moreno sin equipaje.
No podía estar muy lejos. Corrió hacia el ascensor del fondo, empujando a los pasajeros y esquivando un carro deequipaje vacío. Pulsó la tecla de subida y se inclinó por encima de la barandilla para mirar hacia abajo. Una vez más, no distinguió a ningún hombre alto y moreno entre los grupos de viajeros. Se había ido. Se le había vuelto a escapar.
Regresó a la cafetería y sólo entonces advirtió que se había olvidado la chaqueta y el portátil. Aunque la cafetería estaba atestada de clientes, nadie había intentado ocupar su mesa. Hasta el sobre seguía apoyado en la bebida, donde el camarero lo había dejado.
Se sentó en la silla y clavó la mirada en el pequeño sobre. Apuró el whisky de su vaso, lo apartó, y empezó a beber del otro a pesar del torbellino que giraba en su cabeza. Quería entumecerse.
Levantó el sobre con cuidado por una esquina. Se despegó fácilmente, y dejó caer la tarjeta en la mesa sin tocarla. Ni siquiera el whisky pudo frenar las náuseas ni la puñalada de terror que le infligieron las palabras. Con la misma letra angulosa, la nota decía: