Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Los imanes gozaban de gran popularidad entre los ladrones porque eran idóneos para localizar v descorrer los pasadores de las ventanas una vez cortado el cristal. De lo contrario, ni el más experto de los ladrones sería capaz de quitar los pasadores. Ahora el imán desempeñaría el papel contrario: no le ayudaría a entrar en la casa sino a salir de la misma sin dejar indicios, o al menos eso esperaba.

Sujetó el imán y lo deslizó por delante y por encima del video. Lo hizo una y otra vez mientras transcurría el minuto que se había concedido antes de huir. Rezó para que el campo magnético borrara las imágenes de la cinta. Sus imágenes.

Guardo el imán en la mochila, se volvió y voló hacia la puerta. En cualquier momento podía llegar alguien. De repente, Lee se detuvo.

¿ No sería más prudente regresar al armario, arrancar el vídeo v llevárselo? Oyo un ruido y, de inmediato dejó de pensar en el vídeo.

Un coche se aproximaba a la casa.

«¡Hijo de puta!», exclamo Lee entre dientes.

¿Se trataba de Lockhart y su acompañante? Siempre habían ido a la casa un día sí y otro no. Al parecer, habían cambiado de costumbre. Lee regresó como una exhalación al pasillo, abrió de golpe la puerta trasera, salió y salvó las escaleras de un salto. Cayó pesadamente sobre el césped húmedo, le resbalaron los pies y dio con su cuerpo en el suelo. El impacto le cortó la respiración y sintió un dolor intenso en el codo. No obstante, el miedo es el mejor de los analgésicos. Bastaron unos segundos para que se incorporara y arrancara a correr hacia el bosque.

Cuando Lee estaba a medio camino, el coche enfiló el camino de acceso; la luz de los faros osciló ligeramente cuando el coche pasó de la carretera al terreno más irregular que conducía a la casa. Lee dio varias zancadas más y se apresuro a ocultarse entre los árboles.

El punto rojo había permanecido por unos instantes en el pecho de Lee. Serov lo habría matado sin problemas, pero eso habría alertado a los ocupantes del coche. El ex agente del KGB encañonó con el rifle la puerta del conductor. Confiaba en que el hombre que acababa de esconderse en el bosque no fuera tan estúpido como para intentar hacer algo. Hasta el momento había tenido mucha suerte; se había salvado no una vez, sino dos. Más valía que no tentara a la suerte. Sería de muy mal gusto, pensó Serov mientras volvía a apuntar con el láser.

Lee debió seguir corriendo, pero se detuvo, jadeando, y regresó con sigilo al límite del bosque. Su característica más marcada, tal vez en exceso, había sido siempre la curiosidad. Además, era probable que las personas que se ocupaban del equipo de vigilancia electrónico ya lo hubieran identificado. Qué demonios, con seguridad ya sabrían a qué dentista iba y que prefería la Coca-Cola a la Pepsi, así que la situación no empeoraría mucho aunque se quedara para ver qué sucedía. Si los ocupantes del coche se encaminasen hacia el bosque, emularía al mejor corredor de maratón olímpico, y, aun descalzo, los desafiaría a que lo atraparan.

Se agachó y sacó un monóculo de visión nocturna. Se basaba en una tecnología de infrarrojos de mira amplia, que suponía una enorme mejora respecto al intensificador de luz ambiental que Lee había utilizado en el pasado. Los infrarrojos de mira amplia detectaban el calor. No requería luz y, a diferencia del intensificador, distinguía las imágenes oscuras de los fondos negros y traducía el calor en nítidas imágenes de vídeo.

Lee enfocó la imagen; su campo de visión se había visto reducido a una pantalla verde con imágenes rojas. Veía el coche tan de cerca que tenía la sensación de que si alargaba la mano lo tocaría. La zona del motor era la que más brillaba ya que todavía estaba muy caliente. Un hombre salió del lado del conductor. Lee no lo reconoció, pero tensó las facciones al ver a Faith Lockhart apearse del coche. En aquel momento, el hombre y Faith estaban el uno junto al otro. El hombre vaciló, como si hubiera olvidado algo.

«Maldita sea -renegó Lee-. La puerta.»

Miró la puerta trasera de la casita. Estaba abierta de par en par.

El hombre reparó en ello. Se volvió hacia Faith, y se llevó la mano al interior del abrigo.

Desde el bosque, Serov apuntó con el láser al cuello del hombre. Sonrió satisfecho. El hombre y la mujer estaban bien alineados. Las balas que el ruso empleaba eran un tipo de munición militar muy personalizada con revestimiento metálico. Serov conocía a la perfección las armas y las heridas que inferían. La bala, con su gran velocidad, atravesaría el blanco limpiamente. Sin embargo, causaría un efecto devastador cuando la energía cinética del proyectil se liberara v se extendiera por el cuerpo. La cavidad y el tamaño inicial de la herida, antes de cerrarse parcialmente, serían mucho más grandes que la bala. La destrucción de los tejidos y huesos se produciría de forma radial, como un terremoto, por lo que ocasionaría graves daños en partes alejadas del impacto. Serov creía que, en cierto modo, todo aquello poseía su propia belleza.

Sabía que la velocidad constituía la clave de los niveles de energía cinética, que a su vez, determinaban el destrozo que sufriría el blanco. Si se doblaba el peso de la bala, la energía cinética se duplicaba. Sin embargo, Serov habia aprendido hacía ya tiempo que si multiplicaba por dos la velocidad de la bala entonces la energía cinética se cuadruplicaba. Y el arma y la munición de Serov eran las más rápidas del mercado. Sí, sin duda, todo aquello poseía su propia belleza.

No obstante, la bala, gracias a su revestimiento metálico, podía atravesar a una persona y luego acertar y matar a otra. Ese método gozaba de gran popularidad entre los soldados que se lanzaban al combate y los asesinos a sueldo con dos objetivos. Sin embargo, si hacía falta otra hala para acabar con la mujer, Serov la gastaría. La munición era relativamente barata. Por consiguiente, también lo eran los humanos.

Serov inspiró, se quedó completamente inmóvil y apretó el gatillo con suavidad.

«¡Oh, Dios mío!», grito Lee al ver que el cuerpo del hombre se retorcía y luego se abalanzaba sobre la mujer. Los dos cayeron al suelo como si los hubieran cosido juntos.

Lee, de forma instintiva, se dispuso a salir corriendo del bosque para ayudarlos. Un disparo alcanzó el árbol que tenía al lado de la cabeza. Lee se lanzó al suelo de inmediato y buscó refugio al tiempo que otra bala iba a parar muy cerca. Lee, tumbado de espaldas, temblando tanto que apenas podía enfocar con el maldito monóculo, escudriñó la zona desde la que creía que procedían los tiros.

Otro tiro impactó junto a él, arrojándole un poco de tierra mojada a la cara. Quienquiera que estuviera disparando, sabía lo que hacía y disponía de munición suficiente como para acabar con un dinosaurio. Lee intuyó que el tirador estaba acorralándolo poco a poco.

Notó que utilizaba un silenciador ya que cada disparo sonaba como si alguien diese palmadas en una pared. ¡Paf, paf, paf! También podían ser globos que estallasen en una fiesta infantil y no trozos de metal cónicos que volaban más deprisa que un avión para acabar con cierto investigador privado.

Aparte de la mano con la que sostenía el monóculo, Lee intentó no moverse ni respirar. Por un instante terrible, vio que la línea roja del láser se movía junto a su pierna como una serpiente curiosa, pero desapareció de repente. Lee no tenía mucho tiempo. Si permanecía allí, era hombre muerto,

Se apoyó la pistola sobre el pecho, extendió la mano y buscó a tientas en la tierra hasta que encontró una piedra. La lanzó a menos de dos metros moviendo apenas la muñeca y esperó; la piedra golpeó un árbol y, acto seguido, una bala impactó en el mismo lugar.

Lee, con el monóculo de infrarrojos, avistó de inmediato el calor que había despedido el último fogonazo de la boca del rifle ya que el gas caliente y carente de oxigeno que emanaba el cañón se distinguía claramente del aire. Esta sencilla reacción de elementos físicos les había costado la vida a muchos soldados ya que delataba su posición. Ahora, Lee confiaba en obtener el mismo resultado.

Lee se valió del fogonazo para localizar la imagen térmica del hombre entre la espesura de los árboles. No estaba muy lejos; de hecho se hallaba a tiro. Lee, que sabía que probablemente sólo tendría una oportunidad, agarró con fuerza la pistola, levanto el brazo e intentó encontrar un hueco por el que disparar. Sin apartar la mirada del blanco, quitó el seguro, rezó en silencio y abrió fuego ocho veces. Las balas salieron prácticamente en la misma dirección, lo que aumentaba las posibilidades de acierto. Las detonaciones de su pistola eran mucho más ruidosas que las del rifle con silenciador, todos los animales huyeron de aquel conflicto humano.

Uno de los disparos de Lee dio en el blanco de milagro, quizá porque Serov se había interpuesto en la trayectoria del proyectil mientras intentaba aproximarse a él. El ruso gruñó de dolor cuando la bala le penetro el antebrazo izquierdo. Durante un rato sólo sintió una punzada, pero luego, a medida que la bala se abría paso por los tendones y las venas, le destrozaba el humero y se detenía en la clavícula, el dolor se torno insoportable. A partir de aquel momento, tendría inutilizado el brazo izquierdo. Después de matar a mas de una docena de personas, siempre con una pistola, Leonid Serov por fin supo qué se sentía al recibir un disparo. El ex agente del KGB sujetó con firmeza el rifle con la otra mano y se dispuso a retirarse con profesionalidad. Dio media vuelta y huyó, salpicando de sangre el suelo con cada paso.

A través del monóculo de infrarrojos, Lee observó al hombre mientras se alejaba. Coligió, por su manera de correr, que al menos uno de los disparos lo había alcanzado. Decidió que sería arriesgado e innecesario perseguir a un hombre herido y armado. Además, tenía otras cosas que hacer. Recogió la mochila y se dirigió a toda prisa a la casita.

12
{"b":"97777","o":1}