Y Baedecker despierta.
Despierta -como de costumbre- buscando correas de paracaídas y hallando una cabecera y una pared. Despierta -como de costumbre- silencioso y sudado y recordando cada detalle de lo que no había podido recordar en las dolorosas horas de conciencia después del accidente, o en las diez semanas de dolor mesurado y lenta recuperación en los hospitales, ni siquiera en los tres años que siguieron a ese día de agosto hasta la primera noche en que tuvo el sueño y despertó, igual que ahora, tanteando y sudando y recordando lo que no se podía recordar.
Pero esta vez el sueño ha sido diferente. Baedecker se sienta, apoya la cabeza en las trémulas manos y trata de hallar la diferencia.
Y la halla.
El tablero está rojo, la chicharra chilla, el avión se precipita de panza hacia los árboles. Baedecker no puede detenerlo, la tierra lo arrastra. Pero mueve la palanca, tira de la argolla, sabiendo que no hay tiempo, viendo las ramas astilladas que echan a volar con la cubierta de plexiglás, pero luego -en cámara lenta- el asiento eyector se eleva de ese ataúd de fuselaje desintegrado, se eleva despacio como un ascensor Victoriano, y cuando su cabeza con casco pasa ante el espejo de deflexión instalado encima de los instrumentos, Baedecker se ve por un segundo, visor reflejando espejo reflejando visor, y al elevarse más ve lo que ha olvidado, ve aquello en lo cual no pensó en ese instante crítico -algo que desde luego siempre había sabido, nunca había olvidado de veras, que sólo había abandonado por instinto de supervivencia-, ve a Scott en el asiento trasero; Scott que hoy viaja con él y aún confía en él. Scott, de siete años, con su corte a cepillo y su camiseta de Cabo Cañaveral, y los ojos en el espejo, aún confiando, esperando a que el padre haga algo pero sin temor todavía, sólo confianza, y luego Baedecker está arriba y afuera y a salvo -¡aún en medio del dolor!- y gritando el nombre de Scott mientras se desliza despacio hacia las voraces olas de fuego.
Baedecker se pone de pie y va hacia la ventana. Apoya las mejillas y la frente contra la frescura del vidrio mojado por la lluvia y se sorprende al verse las mejillas empapadas en lágrimas.
En las profundas horas de la mañana, Baedecker apoya la cara en el vidrio frío y sabe exactamente por qué murió Dave.
Baedecker sale antes del alba para llegar a Tacoma a las siete y media. Algunos integrantes de la Junta de Accidentes no se alegran de estar allí, pero a las ocho y cuarto, Baedecker está sentado y escuchándolos, habla brevemente cuando han terminado, y a las nueve enfila hacia el sur y luego el este, entrando en Oregon por encima de los Dalles. Es un día gris y ventoso con olor a nieve, y aunque escruta los cerros del norte buscando el monumento de Stonehenge no ve nada.
Poco después de la una de la tarde, Baedecker mira Lonerock desde un cerro situado al oeste del pueblo. Hay retazos de nieve en la cuesta empinada; mantiene la segunda en el Toyota alquilado. El pueblo parece más vacío que de costumbre mientras Baedecker atraviesa la corta calle Mayor. La escuela de Callahan tiene las ventanas tapadas con gruesas cortinas, y la nieve de las calles laterales está intacta. Baedecker aparca frente a la cerca y entra en la casa con las llaves que Diane le prestó dos días antes. Las habitaciones están ordenadas, aún huelen ligeramente al jamón que ambos cocinaron después del funeral. Baedecker entra en el pequeño estudio del fondo de la casa, recoge el fajo de manuscritos y notas, los guarda en una caja que contenía sobres, los lleva al coche.
Baedecker camina hasta la escuela. Nadie responde cuando golpea ni cuando llama por el tubo. Retrocede para mirar el campanario, pero las ventanas son losas grises que reflejan las nubes bajas. El jardín aún contiene crujientes tallos de maíz y un espantapájaros en descomposición vestido de esmoquin.
Conduce hasta el rancho de Kink Weltner. Ha aparcado el Toyota, y cuando está a punto de subir a la casa ve el Huey amarrado en el campo, más allá del granero. Por alguna razón, la presencia del helicóptero lo conmueve; había olvidado que Dave lo había traído a Lonerock. Baedecker camina hasta el helicóptero, acaricia los cables tensos, atisba dentro de la cabina. El parabrisas está escarchado, pero puede ver el casco de la Guardia Nacional Aérea apoyado contra el respaldo del asiento.
– Hola, Dick.
Baedecker se vuelve y ve que Kink Weltner se acerca. A pesar del frío, Kink sólo lleva un traje oscuro con la manga izquierda pulcramente recogida.
– Hola, Kink. ¿Adonde vas tan bien vestido?
– Pasaré unos días en Las Vegas para olvidar esta sensación de encierro -dice Kink-. El tiempo se pone insoportable.
– Lamento que no hayamos podido hablar después del entierro -dice Baedecker-. Quería preguntarte algunas cosas.
Kink se suena la nariz con un pañuelo rojo y se lo guarda en el bolsillo de la pechera del traje.
– Sí. Bien, yo tenía que terminar varias tareas. Demonios, lamento que le haya pasado esto a Dave.
– Yo también -dice Baedecker. Toca el flanco del fuselaje-. Me sorprende que esto todavía esté aquí.
Kink asiente con la cabeza.
– Sí, los he llamado dos veces. He hablado con Chico en las dos ocasiones, porque nadie quiere hacerse responsable de una máquina que presuntamente no existe. Supongo que están esperando un momento de buen tiempo. No sé si nadie quiere conducir hasta aquí o si nadie se anima a pilotarlo sobre las montañas. Tiene combustible y está listo para despegar. Lo llevaría yo mismo, pero es difícil conducir un Huey con un solo brazo.
– Yo nunca lo he dominado con dos brazos -dice Baedecker-. Kink, tú hablaste con Dave cuando vino aquí, ¿verdad?
– Sólo lo saludé. Me sorprendió verlo después de Navidad. Sabía que él y Diane iban a venir después del nacimiento del niño, pero no lo esperaba antes.
– ¿Lo viste de nuevo antes de su partida?
– No, el tiempo ya estaba encapotado cuando él aterrizó, y dijo que tenía el Cherokee en la casa. Dijo que regresaría en un par de semanas para llevarse el Huey si nadie se lo llevaba antes.
– ¿No te explico por qué había venido a Lonerock?
Kink sacude la cabeza y de pronto se detiene como si hubiera recordado algo.
– Le pregunté cómo había pasado la Navidad y me contestó que bien, pero que había olvidado aquí algunos regalos. No tenía sentido, pues por lo que sé no habían vuelto aquí desde que tú estuviste con ellos, antes de Halloween.
– Gracias, Kink -dice Baedecker mientras caminan hacia la casa-. ¿Puedo usar tu teléfono?
– Claro, pero cierra la puerta al salir. No te molestes en echar la llave -dice Kink mientras trepa a su camioneta-. Nos vemos, Dick.
– Hasta pronto, Kink. -Baedecker entra en la casa y trata de llamar a Diane. No hay respuesta. La luz de la tarde parece un anochecer, como si en el universo no quedara energía.
Baedecker regresa a Lonerock, pasa frente a la casa cerrada y vira hacia la escuela. Ve que las cortinas aún están echadas, vira en redondo y enfila hacia la calle Mayor cuando la delgada figura con su aureola de pelo blanco sale por detrás de un edificio. Baedecker frena, baja del coche y corre cuesta arriba, pensando que con su abrigo largo y oscuro la señora Callahan se parece al espantapájaros del jardín escarchado.
– Señor Baedecker -dice ella, cogiéndole la mano-. Estaba preparando mi automóvil para el viaje. He decidido ir hasta la costa y pasar unas semanas con la hija de la hermana de mi difunto esposo.
– Me alegra haberla alcanzado -dice Baedecker.
– ¿No es terrible lo de David? -comenta ella, tensando las manos de emoción.
– Sí, lo es -contesta Baedecker, y ve a Sable, la perra labrador, que se acerca dando brincos.
Y luego aparecen ellos, cuatro en total. Apenas pueden caminar. Baedecker se arrodilla, acariciándolos, frotándoles las orejas, ni siquiera necesita las palabras de la anciana para confirmar lo que sabe.
– Qué triste -dice la señora Callahan-. Y David que había venido de tan lejos para escoger el adecuado para su hijito.
Baedecker llama desde Condon. Diane responde al tercer timbrazo.
– Lamento no haber estado para el desayuno esta mañana -se excusa-. Decidí hablar con Bill y el resto y obtener un informe preliminar.
– Cuéntame -dice Diane.
Baedecker titubea un segundo.
– Podemos hablar esta noche cuando tengamos más tiempo, Diane. Odio hablar de esto por teléfono.
– Por favor, Richard. Quiero saber ahora lo más importante. -La voz es suave pero firme.
– De acuerdo -dice Baedecker-. Primero, el motor de estribor estaba apagado tal como pensaban, pero están seguros de que Dave lo puso en marcha segundos antes de la colisión. El problema hidráulico fue producto de la tensión, un fallo estructural, nadie pudo preverlo, pero incluso eso parece haberse estabilizado en un treinta por ciento de combustible auxiliar. No sé si el tren de aterrizaje hubiera bajado, pero Dave planeaba encararlo cuando llegara el momento.
»Segundo, Dave no veía nada. Dijo en la cinta que podía ver luces cuando salió de las nubes a dos mil metros, pero eso fue durante dos segundos. El risco donde se estrelló estaba en medio de una tormenta, con lluvia densa y visibilidad cero en unos diez kilómetros.
»Tercero, y esto es lo importante, el controlador del Centro Portland que se encargaba de la emergencia le dijo a Dave que los riscos de la zona tenían una altura de hasta mil quinientos metros. El risco con el que chocó tenía mil setecientos, y llegaba hasta el monte St. Helens. Apostaría cualquier cosa a que Dave se impuso mil seiscientos metros como altura mínima… tal vez un poco más. Lo cierto es que había dominado la situación: controlaba el problema hidráulico, se había liberado del hielo, había encendido el motor y estaba a menos de cuatro minutos de Portland. Hacía todo lo posible, Diane, y lo habría logrado de no ser por ese risco.
Baedecker hace una pausa, viendo, no, sintiendo esos últimos segundos: luchar con esa palanca clavada en una caja de roca, forcejear con los pedales, sin tiempo para mirar por la cabina empapada de lluvia, observar esa esfera saltarina, chequear el indicador de velocidad del aire y el altímetro, regular aguardando el instante apropiado para arrancar de nuevo el motor. Y entretanto, en medio del ruido y la tormenta, escuchar los ruiditos del asiento trasero.
Baedecker sabe que Dave no era tonto y habría sido el primero en burlarse ante la sugerencia sentimental de que un piloto se quedaría dos segundos de más en un avión moribundo a causa de un perro, pero Baedecker recuerda el tono de Dave tres meses antes, diciendo: «Fue uno de los momentos más felices de mi vida», y en ese tono oye la posibilidad de una pausa de un par de segundos en un momento que no concede ninguna pausa, ve ese detalle final sumado a la determinación de un piloto de pruebas de hacer todo lo posible por salvar el avión.