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Un viento frío acarició el lago y Baedecker tiritó.

– Allá está -dijo su padre.

Baedecker miró hacia arriba, siguiendo el dedo de su padre. En medio de las lagunas oscuras que había entre los fríos astros, incomprensiblemente brillante, anaranjado como la punta del cigarro del padre, moviéndose de oeste a este a demasiada altura y demasiada velocidad para ser un avión, se desplazaba elSputnik , demasiado pequeño para ser visto.

Después de regresar de la casa de la señora Callahan, Dave preparó salsa de chile y cenaron sentados en la larga cocina, escuchando Bach en un magnetófono portátil. Kink Weltner pasó a visitarlos y bebió una cerveza mientras comían. Dave y Kink hablaron de fútbol mientras Baedecker callaba, pues el fútbol era uno de los pocos deportes que lo aburría. Cuando salieron para despedir a Kink, despuntaba la luna llena, delineando promontorios rocosos y pinos en la línea de riscos del este.

– Quiero enseñarte algo -dijo Dave.

En una pequeña habitación del fondo del primer piso había pilas de libros, un tosco escritorio compuesto por una puerta apoyada sobre caballetes, una máquina de escribir y varios cientos de hojas manuscritas apiladas bajo un pisapapeles que había sido un interruptor de un transbordador especial Gemini.

– ¿Cuánto hace que trabajas en esto? -preguntó Baedecker, hojeando una cincuentena de páginas.

– Un par de años -dijo Dave-. Es raro, pero sólo trabajo cuando estoy en Lonerock. Tengo que arrastrar de aquí para allá el material de investigación.

– ¿Trabajarás este fin de semana?

– No, me gustaría que le echaras un vistazo -dijo Dave-. Quiero tu opinión. Tú eres escritor.

– Pamplinas -dijo Baedecker-. Vaya escritor. Me pasé dos años trabajando en ese estúpido libro y nunca pasé del capítulo cuatro. Al fin caí en la cuenta de que para escribir algo necesitas tener algo que decir.

– Tú eres escritor -repitió Dave-. Me gustaría tener tu opinión. -Le entregó el resto del montón.

Más tarde, en la cama, Baedecker leyó durante dos horas. El libro estaba inacabado -algunos capítulos enteros no eran más que meros bosquejos, notas apresuradas- pero era fascinante. El título provisional del manuscrito era Fronteras olvidadas , y los fragmentos iniciales trataban de la exploración inicial del continente antártico y la Luna. Se trazaban paralelismos. Algunos obvios, como la carrera para clavar la bandera, el ansia de ser los primeros, de tener precedencia en cualquier programa científico serio o sistemático. Otras similitudes eran más sutiles, tales como la cruda belleza del desierto del polo sur en comparación con las descripciones de primera mano de la Luna. La información estaba extraída de diarios, notas y declaraciones grabadas. Tanto en la Antártida como en la Luna, los inadecuados relatos -las descripciones de los exploradores antárticos eran sin duda las mejor expresadas- hablaban de la misteriosa claridad de la desolación, la abrumadora belleza de un lugar nuevo totalmente ajeno a la experiencia anterior de la humanidad, y de la seductora atracción de un lugar tan inclemente y hostil que era totalmente indiferente a las aspiraciones y flaquezas humanas.

Además de explorar la estética de la exploración, Dave había ideado minibiografías y retratos psicológicos de diez hombres, cinco exploradores antárticos y cinco viajeros del espacio. Los retratos antárticos incluían a Amundsen, Byrd, Ross, Shackleton y Cherry-Ganard. Entre los equivalentes modernos, Dave había escogido a cuatro de los astronautas menos conocidos de Apollo que habían caminado por la Luna y uno que -como Tom Gavin- había permanecido en órbita lunar a bordo del módulo de mando. También había incluido un ruso, Pavel Belyayev. Baedecker conoció a Belyayev en la Exhibición Aérea de París en 1968, y se encontraba junto a Dave Muldorff y Michael Collins cuando Belyayev declaró: «Pronto, quizá, veré con mis propios ojos el otro lado de la Luna.» Ahora Baedecker leyó con interés que, según las investigaciones de Dave, Belyayev en efecto había sido escogido para ser el primer cosmonauta que realizara un vuelo cincunlunar en un transbordador Zond modificado. La fecha de lanzamiento estaba programada para pocos meses después de esa primavera de 1968 en que Baedecker y los demás habían hablado con él. Sin embargo, fue Apollo 8 el primer transbordador espacial que circunvoló la Luna esa Navidad, y el programa lunar soviético se archivó en silencio con el pretexto de que los rusos nunca habían planeado viajar a la Luna. Belyayev murió un año después, cuando le operaron una úlcera sangrante y el infortunado cosmonauta -en vez de alcanzar la fama como el primer hombre que había visto el otro lado de la Luna con sus propios ojos- recibió la distinción menor de ser el primer «héroe espacial» ruso que al morir no fue sepultado en la Muralla del Kremlin. Baedecker pensó en su padre: «todo se despedaza y sólo esperas la muerte».

Los capítulos sobre los cuatro astronautas americanos no eran más que bocetos, aunque era obvio el rumbo que seguirían. Al igual que los retratos de los exploradores antárticos, los fragmentos sobre el Apollo tratarían de los pensamientos de los astronautas en los años posteriores a las misiones, las nuevas perspectivas que habían ganado, las viejas perspectivas perdidas, y un comentario sobre las frustraciones que podrían sentir ante la imposibilidad de regresar a esa frontera. A Baedecker le agradó la elección de los astronautas, sintió gran curiosidad por sus opiniones y testimonios y entendió que éste sería el corazón del libro concluido, sin duda la parte más difícil de investigar y redactar.

Estaba pensando en ello, de pie ante la ventana mirando el claro de luna en las hojas del árbol de lila, cuando Dave golpeó y entró.

– Veo que aún estás vestido -dijo Dave-. ¿No puedes dormir?

– Todavía no -dijo Baedecker.

– Yo tampoco -dijo Dave, arrojándole la gorra-. ¿Quieres dar un paseo?

Dirigiéndose al norte por la interestatal 5 hacia Tacoma, Baedecker piensa en la llamada de Maggie la noche anterior.

– ¿Maggie? -preguntó Baedecker, sorprendido de que ella lo hubiera encontrado en casa de los Muldorff. Era casi la una de la mañana en la costa este-. ¿Qué ocurre, Maggie, dónde estás?

– Boston -respondió Maggie-. Joan me ha dado el número. Lamento lo de tu amigo, Richard.

– ¿Joan? -preguntó Baedecker. La idea de que Maggie Brown hubiera hablado con su ex esposa le parecía irreal.

– Te llamo por Scott -dijo Maggie-. ¿Sabes algo de él?

– No -dijo Baedecker-. Durante el último par de meses le he enviado un telegrama a la vieja dirección de Poona y le he escrito, pero no he recibido respuesta. En noviembre, llamé aquí, a Oregon, pero alguien del rancho me dijo que Scott no figuraba en la lista de residentes. ¿Sabes dónde está?

– Estoy segura de que está ahí -dijo Maggie-. En Oregon, en el rancho ashram. Un amigo nuestro que estuvo en la India ha vuelto a la Universidad de Boston hace unos días. Me ha dicho que Scott regresó con él a Estados Unidos el primero de diciembre. Bruce me ha contado que Scott estuvo bastante enfermo en la India y pasó varias semanas en el hospital, o en esa enfermería que pasa por hospital, en la granja del Maestro, cerca de Poona.

– ¿Asma?

– Sí -afirmó Maggie-, y una disentería grave.

– ¿Te ha dicho Joan si Scott se había puesto en contacto con ella?

– Me ha dicho que no recibía noticias de él desde principios de noviembre… desde Poona. Me ha dado el número de los Muldorff. No debí haber llamado, Richard, pero no se me ha ocurrido otra manera de contactar contigo, y Bruce, ese amigo que volvió de la India, dice que Scott ha estado bastante enfermo. No podía bajar del avión cuando aterrizaron en Los Angeles. Está seguro de que Scott se encuentra en el rancho de Oregon.

– Gracias, Maggie -dijo Baedecker-. Llamaré allá de inmediato.

– ¿Y tú cómo estás, Richard? -La voz de Maggie cambió. Sonó más profunda.

– Estoy bien -respondió Baedecker.

– Lamento mucho lo de tu amigo Dave. Me encantaron las anécdotas que me contaste sobre él en Colorado. Esperaba conocerlo alguna vez.

– Ojalá lo hubieras conocido -dijo Baedecker, comprendiendo que lo decía con toda sinceridad. A Maggie le habría encantado el sentido de humor de Dave. Dave habría disfrutado viéndola disfrutar-. Lamento no haber estado en contacto.

– Recibí tu postal de Idaho -dijo Maggie-. ¿Qué has hecho desde que estuviste en casa de tu hermana en octubre?

– He pasado un tiempo en Arkansas -explicó Baedecker-, trabajando en una cabaña que construyó mi padre. Ha permanecido vacía un largo tiempo. ¿Cómo estás tú?

Hubo una pausa. Baedecker oyó ruidos electrónicos de fondo.

– Estoy bien -respondió Maggie al fin-. Bruce, el amigo de Scott, ha regresado para pedirme que me case con él.

Baedecker sintió que se desmoronaba como cuatro días antes, al recibir el telegrama de Diane.

– ¿Piensas aceptar? -preguntó.

– Creo que no me precipitaré hasta obtener mi licenciatura en mayo -dijo Maggie-. Oye, será mejor que corte. Cuídate, Richard.

– Sí -dijo Baedecker-. Eso haré.

Los fragmentos del T-38 de Dave ocupan bastante espacio en el hangar. Hay piezas de distinto tamaño etiquetadas y apiladas sobre una larga fila de mesas.

– ¿Cuáles serán los hallazgos de la Junta de Accidentes? -pregunta Baedecker a Bob Munsen.

El mayor de la Fuerza Aérea frunce el entrecejo y hunde las manos en los bolsillos de la cazadora verde.

– Por lo que se ve, Dick, parece que hubo un ligero fallo estructural durante el despegue que causó la filtración hidráulica. Dave se dio cuenta a catorce minutos del aeropuerto internacional de Portland y regresó de inmediato.

– Aún no entiendo por qué despegó de Portland -dice Baedecker.

– Porque yo aparqué allí el maldito aparato antes de Navidad -responde Munsen-. Debía volar a Ogden el día veintisiete y Dave quería viajar. Iba a tomar un vuelo comercial en Salt Lake.

– Pero tú te quedaste atascado cuarenta y ocho horas -dice Baedecker-. ¿En McChord?

– Sí -afirma Munsen, con disgusto y remordimiento, como si él tuviera que haber estado en el avión cuando se estrelló.

– ¿Por qué Dave no utilizó su status prioritario para que le dejaran un asiento en un vuelo comercial si tenía tanta prisa en regresar? -pregunta Baedecker, sabiendo que nadie tiene la respuesta.

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