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El «Céfiro de California» de Amtrak partió de Denver a las nueve de la mañana, y Baedecker desayunó con Maggie en el coche comedor mientras el largo tren atravesaba la divisoria continental a través del primero de los cincuenta y cinco túneles que los aguardaban en Colorado. Baedecker miró los platos de papel, las servilletas de papel y el mantel de papel.

– La última vez que viajé en tren por Estados Unidos, los manteles eran de tela y no se recalentaba la comida en el microondas -le dijo a Maggie.

Maggie sonrió.

– ¿Cuándo fue eso, Richard, en la Segunda Guerra Mundial? -Era una broma, una cruda ironía a costa de Baedecker, que aludía constantemente a la diferencia de edad entre ambos, pero Baedecker parpadeó al comprender que en efecto había sido durante la guerra. Su madre los había llevado a él y a su hermana Anne de Peoria a Chicago para visitar a unos parientes durante las vacaciones. Baedecker recordaba los asientos que miraban hacia atrás, el murmullo de los mozos de cordel y los camareros, la extraña emoción de observar los faroles de la calle y las ventanas anaranjadas en la noche, a través de la ventanilla. Chicago era un constelación de luces e hileras de ventanas de apartamentos pasando a gran velocidad mientras el tren se desplazaba por rieles elevados a través de la zona sur. Aunque Baedecker había nacido en Chicago diez años atrás, el espectáculo le produjo una sensación de desplazamiento, de haberse alejado del centro de las cosas. No era desagradable. Veintiocho años después de ese viaje a Chicago, sufriría la misma sensación de zozobra cuando su nave Apollo quedara fuera de contacto radial mientras el perfil tosco de la Luna le llenaba la visión. Baedecker se había apoyado en la ventanilla del módulo de mando y había limpiado el cristal empañado con la palma, tal como cuatro décadas y media antes, cuando el tren en el que viajaban su madre, su hermana y él entraba en Union Station.

– ¿Han terminado ustedes? -preguntó el camarero de Amtrak, casi con hostilidad.

– Terminado -dijo Maggie, bebiendo el último sorbo de café.

– Bien -dijo el camarero. Cogió el mantel de papel rojo por ambos extremos, envolvió los platos de papel, los utensilios de plástico y los vasos de plástico y lo arrojó todo en un receptáculo cercano.

– El progreso -rezongó Baedecker mientras regresaban por el pasillo.

– ¿De qué hablas? -preguntó Maggie.

– De nada -dijo Baedecker.

Esa noche, con Maggie acurrucada contra él, Baedecker miró por la ventanilla mientras cambiaban de locomotora en un rincón remoto de la playa de maniobras de Salt Lake City.

Al pie de una rampa abandonada, rodeada de malezas altas y quebradizas por el frío del otoño, había vagabundos reunidos alrededor de una fogata. Baedecker se preguntó si todavía llamaban bobos a los vagabundos del ferrocarril, como en otros tiempos.

Ambos despertaron antes del alba cuando las primeras luces rozaron las rocas rosadas del desfiladero desértico por donde avanzaba el tren. Baedecker supo al instante que el viaje no iría bien, que aquello que él y Maggie habían compartido en la India y redescubierto en las montañas de Colorado no sobreviviría a la realidad de los próximos días.

Ninguno de los dos habló mientras despuntaba el sol. El tren seguía su viaje hacia el oeste. Las rocas y mesetas pasaban deprisa. La mañana estaba envuelta en un silencio provisorio y frágil.

Dave y Diane Muldorff vivían en un barrio residencial en el lado sur de Salem. El patio daba a un arroyo rodeado de bosques y Baedecker escuchó el rumor del agua brincando en los guijarros mientras comía su bistec y su patata asada.

– Mañana te llevaremos a Lonerock -dijo Dave.

– Muy bien -acordó Baedecker-. Me agradará visitarlo después de oír hablar tanto durante tantos años.

– Dave te llevará -aclaró Diane-. Yo mañana tengo una recepción en el Hogar de Niños y una fiesta de recaudación de fondos el domingo. Os veré el lunes.

Baedecker asintió y miró a Diane Muldorff. Tenía treinta y cuatro años, catorce menos que el esposo. Con su rebelde melena de pelo oscuro, sus rutilantes ojos azules, su nariz roma y sus pecas, a Baedecker le hacía pensar en todas las niñas de su vecindario que había conocido. Pero en Diane destacaba una sólida adultez, una madurez serena pero firme que se enfatizaba en su sexto mes de preñez. Esa noche llevaba vaqueros claros y una gastada camisa Oxford azul con los faldones por fuera.

– Tienes muy buen aspecto -dijo impulsivamente Baedecker-. La preñez te sienta bien.

– Gracias, Richard. El tuyo también es bueno. Has perdido algo de peso desde esa fiesta en Washington.

Baedecker rió. En aquella ocasión había llegado a su peso máximo, más de quince kilos por encima del que tenía cuando era piloto. Aún seguía diez kilos por encima de ese peso.

– ¿Todavía corres? -preguntó Dave. Muldorff había sido el único integrante de la segunda generación de astronautas que no corría regularmente, lo que había causado ciertos conflictos. Ahora, diez años después de irse del programa, estaba más delgado que entonces. Baedecker se preguntó si sería a causa de la enfermedad.

– Corro un poco -dijo Baedecker-. Empecé hace unos meses, cuando regresé de la India.

Diane trajo varias botellas de cerveza helada a la mesa y se sentó. La última luz del atardecer le alumbró las mejillas.

– ¿Qué tal por la India? -preguntó.

– Interesante -dijo Baedecker-. Demasiado para absorber en tan poco tiempo.

– ¿Y viste a Scott? -preguntó Dave.

– Sí. Pero muy poco.

– Echo de menos a Scott -dijo Dave-. ¿Recuerdas nuestras excursiones de pesca en Galveston, a principios de los años 70?

Baedecker asintió. Recordaba las interminables tardes en la luz deslumbrante y las veladas lentas y cálidas. Scott y Baedecker siempre regresaban a casa con quemaduras de sol. «¡El regreso de los pieles rojas!», exclamaba Joan en un remedo de consternación. «¡Traed el ungüento!»

– ¿Sabías que ese tío, el hombre santo de Scott, vendrá para quedarse en ese ashram que tiene cerca de Lonerock? -preguntó Diane.

Baedecker pestañeó.

– ¿A quedarse? No, no lo sabía.

– ¿Cómo era el ashram de Poona donde se alojaba Scott? -preguntó Dave.

– En verdad no lo sé -dijo Baedecker. Pensó en la tienda de la entrada, que vendía camisetas con estampas de la cara barbuda del Maestro-. Estuve en Poona sólo un par de días, y apenas vi el ashram.

– ¿Regresará Scott cuando el grupo se traslade aquí? -preguntó Diane.

Baedecker paladeó la cerveza.

– No lo sé -dijo-. Tal vez esté aquí ahora. Me temo que he perdido el contacto.

– Oye -dijo Dave con acento cantarín-. ¿Quieres pasar a la sala de billar para jugar una partida?

– ¿Sala de billar? -inquirió Baedecker.

– ¿Qué te pasa, Richard? -dijo Dave-. ¿Nunca has visto los Beverly Hillbillies en la época de oro de la televisión?

– No.

Dave movió los ojos con gesto sorprendido.

– He aquí el problema de este chico, Diane. Está aislado culturalmente.

Diane asintió.

– Sin duda tu lo solucionarás, Dave.

Muldorff sirvió más cerveza y llevó ambos picheles a la puerta del patio.

– Por suerte para él, tengo grabados veinte episodios de los Beverly Hillbillies . Los veremos en cuanto lo derrote en una rápida pero costosa partida de billar. Adelante, monsieur Baedecker.

– Oui -dijo Baedecker. Cogió unos platos y los llevó a la cocina-. Einen Augenhlik , por favor, mon ami .

Baedecker aparca el coche alquilado y camina doscientos metros hasta la zona del accidente. Ha visto muchas veces este espectáculo, y no espera sorpresas. Está equivocado.

Cuando llega a la cima del risco, el viento helado lo abofetea y al mismo tiempo ve nítidamente el monte St. Helens. El volcán se yergue sobre el valle y la línea de riscos como un enorme y astillado tocón de hielo, coronado por un angosto penacho de humo o nubes. Baedecker comprende que está caminando sobre cenizas. Bajo la delgada capa de nieve el suelo es más gris que pardo. La confusión de huellas de la ladera le recuerda la zona pisoteada que rodeaba el módulo lunar cuando él y Dave terminaron su actividad extravehicular al final del segundo día.

La zona del accidente, el volcán y la ceniza le hacen pensar en el inevitable triunfo de la catástrofe y la entropía sobre el orden. Largas tiras de cinta de plástico color amarillo y naranja cuelgan de las rocas y arbustos indicando lugares que los investigadores hallaron interesantes. Para sorpresa de Baedecker, aún no han retirado los restos del avión. Repara en dos franjas largas y chamuscadas, separadas por treinta metros, donde el T-38 chocó con la colina y rebotó mientras se desintegraba. La mayoría de las ruinas se concentran en un grupo de rocas que se elevan como molares en la ladera. La nieve y la ceniza estaban desperdigadas en rayos que evocan los cráteres de impacto secundario cerca de la zona de alunizaje del módulo en las colinas Marius.

Sólo quedan fragmentos desfigurados y retorcidos del avión. La sección de cola está casi intacta; un metro y medio de metal limpio donde Baedecker lee el número de serie de la Guardia Nacional Aérea. Reconoce una masa larga y ennegrecida como uno de los motores turbojet gemelos de General Electric. Hay trozos de plástico derretido y astillas de metal retorcido por todas partes. Marañas de cable blanco y aislado rodean el fuselaje destrozado como entrañas de una bestia destripada. Baedecker ve una sección de la ennegrecida burbuja de plexiglás todavía unida a un fragmento de fuselaje. Salvo por las cintas de color y la concentración de huellas, no hay indicios de que el cuerpo de un hombre se fusionara con esos rotos fragmentos de aleación derretida.

Baedecker avanza dos pasos hacia la burbuja, pisa algo y retrocede horrorizado.

– ¡Dios mío! -Alza el puño impulsivamente aunque comprende que el trozo de hueso, carne asada y pelo chamuscado bajo el arbusto debía ser parte de un animalito que tuvo la desgracia de ser sorprendido por el impacto o el incendio. Se agacha para mirar con mayor atención. El animal tenía el tamaño de un conejo grande, pero los restos de piel no chamuscada son extrañamente oscuros. Busca una rama para tantear el pequeño cadáver.

– ¡Eh, nadie puede entrar en esta área! -Un policía del estado de Washington sube jadeando por la colina.

– Está bien -dice Baedecker, mostrando el pase de la base McChord de la Fuerza Aérea-. Estoy aquí para reunirme con los investigadores.

30
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