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Richard también le miraba las manos.

– ¿Servirá de algo? -preguntó-. ¿Hará que dejes de hacerte daño?

Lena rodeó la fibra de vidrio con la mano derecha y la bajó hacia su cintura, negando con la cabeza.

– Necesito sacarle de mi vida. Necesito que desaparezca -dijo ella.

– Oh, Lena. -Richard le puso los dedos bajo la barbilla, intentando levantarle la cara. Como Lena no se moviera, se inclinó, le puso las manos en los hombros, la cara cerca de la de ella-. Saldremos de ésta. Te lo prometo. Juntos podemos hacerlo.

Con las dos manos, Lena le lanzó la fibra de vidrio contra el cuello lo más fuerte que pudo. La fibra de vidrio se partió, al chocar contra la mandíbula de Richard, le hizo morderse la lengua y le lanzó la cabeza hacia atrás con la violencia de un trallazo. Richard reculó trastabillando, agitando los brazos mientras se golpeaba con fuerza contra la jamba. Lena recorrió el pasillo a toda velocidad hacia el dormitorio de Nan, y cerró la puerta tras ella, pasando el pestillo antes de que Richard girara el pomo desde el otro lado.

La pistola de Nan estaba bajo la cama. Lena se puso de rodillas y sacó la caja. La fibra de vidrio se había rajado en la parte superior, y pudo utilizar las dos manos para meter el cargador y quitar el seguro antes de que Richard echara la puerta abajo. Irrumpió tan deprisa que tropezó con ella, y la pistola salió disparada de la mano de Lena, que luchó por recuperarla, pero él fue más rápido. Lena se puso en pie lentamente, levantando los brazos, pues él le apuntaba al pecho.

– Súbete a la cama -dijo Richard, en medio de una rociada de sangre y saliva.

No se le entendía muy bien porque se había mordido la lengua, y le costaba respirar, como si no le llegara suficiente aire. Sin dejar de apuntarle, se llevó la mano al cuello, tosiendo.

– Podría haberte ayudado, zorra estúpida.

Lena se quedó donde estaba.

A pesar de su herida, la voz de Richard llenó la habitación.

– ¡Súbete a la puta cama!

Como Lena no se movía, Richard levantó la mano para golpearla.

Ella obedeció, y se tendió de espaldas con la cabeza sobre el almohadón.

– No tienes por qué hacerlo.

Richard se acercó lentamente a la cama y le separó las piernas, inmovilizándola. La sangre le caía de la boca, y se la secó con la manga.

– Dame la mano.

– No lo hagas.

– No puedo dejarte sin sentido -dijo Richard, y Lena comprendió que lo único que le sabía mal a Richard era que estar despierta le dificultaría la tarea-. Pon la mano en la pistola.

– No quieres hacerlo.

– ¡Pon la puta mano en la pistola!

Lena no obedeció, y Richard le agarró la mano y la puso en torno a la pistola. Ella intentó apartar el arma, pero él tenía la ventaja de la altura. Apretó el cañón contra su cabeza.

– No -dijo Lena.

Richard vaciló un segundo, y a continuación apretó el gatillo. Les llovieron encima añicos de cristal, y Lena se cubrió la cabeza con las dos manos, intentando protegerse de los cristales de la ventana que habían estallado sobre ella.

Richard salió disparado hacia atrás y aterrizó en el suelo. Eso era lo que había pasado: la ventana se había hecho añicos y él estaba en el suelo. Encima de Lena había un espacio vacío, y sólo veía el ventilador del techo. Se incorporó buscando a Richard con la mirada. Tenía un gran agujero en el pecho, y la sangre formaba un charco a su alrededor.

Lena se dio la vuelta y miró a su espalda. Al otro lado de la ventana rota, Frank seguía apuntándole a Richard con la pistola. Pero la amenaza era innecesaria. Richard estaba muerto.

17

Sara estaba en el escritorio de Mason, el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja mientras escuchaba cómo Jeffrey le relataba lo ocurrido en casa de Nan Thomas.

– Lena llamó a comisaría y Frank le colgó -le relataba Jeffrey-. Se sentía culpable y fue a hablar con ella. Entonces oyó gritar a Richard y corrió hacia la parte de atrás.

– ¿Lena está bien?

– Sí -dijo, pero, por su voz, Sara supo que no lo estaba-. Si Richard hubiera sabido cargar una pistola, ahora estaría muerta.

Sara se reclinó en la silla, intentando analizar todo lo que le había contado.

– ¿Brian Keller ha dicho algo?

– Nada -dijo Jeffrey; parecía disgustado-. Lo traje para interrogarlo, pero una hora después su mujer apareció con un abogado.

– ¿Su mujer? -preguntó Sara, asombrada de que alguien pudiera ser tan autodestructivo.

– Sí -dijo Jeffrey, y Sara comprendió que pensaba lo mismo que ella-. No puedo retenerlo sin cargos.

– Robó la investigación de Sibyl.

– Esta mañana tengo una reunión con el fiscal del distrito y el abogado de la universidad para ver de qué podemos acusarlo exactamente. Supongo que será robo de la propiedad intelectual, puede que fraude. Será complicado, pero imagino que podremos encerrarle. Va a pagar por esto. -Suspiró-. Estoy, acostumbrado a los policías y ladrones. Estos delitos de guante blanco me superan.

– ¿No puedes demostrar que fue cómplice de asesinato?

– Ésa es la cuestión. No estoy seguro de que lo sea -le dijo Jeffrey-. Tal como lo cuenta Lena, Richard se los atribuyó todos: el de Andy, Ellen Schaffer, Chuck.

– ¿Por qué Chuck?

– Richard no acabó de explicarlo. Intentaba que ella se pusiera de su parte. Creo que Lena le caía bien. Le parecía que podía ayudarla.

Sara sabía que Richard Carter no era el primer hombre que intentaba salvar a Lena Adams y fracasaba estrepitosamente.

– ¿Qué me dices de William Dickson? -preguntó Sara.

– Muerte accidental, a no ser que encuentres una manera de endosárselo a Richard.

– No -dijo Sara-. ¿En ningún momento implicó a Keller?

– No.

– ¿Por qué se inventaría la mentira esa de que tenía una aventura?

Jeffrey volvió a suspirar, evidentemente exasperado.

– Para remover más la mierda, supongo. O a lo mejor pensaba que Brian acudiría a él pidiendo ayuda. ¿Quién sabe?

– La succinilcolina estaba guardada bajo llave en el laboratorio -le informó Sara-. Debería haber un diario en el que se especifique quién la utilizaba. Podrías averiguar los nombres de los que tenían acceso a ella.

– Lo investigaré -dijo Jeffrey-. Pero si los dos tenían acceso, será difícil demostrar que Keller tuvo algo que ver. -Hizo una pausa-. Tengo que decirte, Sara, que si Keller hubiera querido matar a uno de sus hijos, habría sido a Richard, y no con una aguja.

– Es una desagradable manera de morir -dijo Sara, imaginando los últimos minutos de la vida de Andy Rosen-. Primero se paralizan las extremidades, a continuación el corazón y, los pulmones. No afecta al cerebro, de modo que debió de ser consciente de lo que le ocurría hasta el último minuto.

– ¿Cuánto tardaría en morir?

– Según la dosis, veinte o treinta segundos.

– ¡Dios!

– Lo sé -dijo Sara-. Y es casi imposible encontrarlo en la autopsia. El cuerpo lo asimila muy rápidamente. Ni siquiera existía ningún análisis para encontrarlo hasta hace cinco años.

– O sea que las pruebas que deben realizarse para encontrarla en el organismo deben de ser caras.

– Si eres capaz de relacionar a Keller con la succinilcolina, pediré dinero del presupuesto para hacer el análisis. Y si hace falta lo pagaré yo misma.

– Haré todo lo que pueda -dijo Jeffrey, aunque no parecía muy esperanzado-. Sé que les darás la noticia a tus padres, pero ¿quieres esperar a que yo llegue para decírselo a Tessa?

– Claro -dijo Sara, pero había vacilado al contestar.

Jeffrey esperó antes de decir:

– ¿Sabes qué? Tengo muchísimas cosas que hacer. Ya nos veremos.

– Jeffrey…

– No -dijo él-. Quédate con tu familia. Es lo que necesitas en este momento, estar con tu familia.

– Eso no es…

– Vamos, Sara -repuso Jeffrey, y ella se dio cuenta de que estaba dolido-. ¿Qué estamos haciendo?

– No sé. Yo… -Sara buscó algo que decirle, pero no se le ocurrió nada-. Te dije que necesitaba tiempo.

– El tiempo no va a cambiar nada -dijo Jeffrey-. Si no podemos superar esto, algo que hice cinco años atrás…

– Lo dices como si yo fuera la insensata.

– No es eso. No quiero presionarte, es sólo que… -Soltó un gruñido-. Te quiero, Sara. Estoy harto de que salgas a hurtadillas todas las mañanas. Estoy harto de esta chorrada de que estés y no estés en mi vida. Quiero estar contigo. Quiero casarme contigo.

– ¿Casarte conmigo?

Se echó a reír, como si le hubiera pedido que fueran a dar un paseo por la luna.

– No sé por qué te parece tan horrible.

– No me parece horrible. Es sólo que… -Otra vez se quedó sin palabras-. Jeff, ya hemos estado casados. Y no salió demasiado bien.

– Sí. Yo también estaba presente, ¿te acuerdas?

– ¿Por qué no podemos seguir tal como estamos ahora?

– Quiero algo más que eso -dijo Jeffrey-. Quiero tener un día realmente asqueroso de trabajo y volver a casa y que me preguntes qué hay para cenar. Quiero volcar el cuenco de agua de Bubba en mitad de la noche. Quiero despertarme por la mañana con el sonido de tus palabrotas porque me dejé el suspensorio colgado de la puerta.

Sara sonrió en contra de su voluntad.

– Haces que todo suene tan romántico.

– Te quiero.

– Ya lo sé -dijo Sara y, aunque ella también le amaba, era incapaz de expresarlo-. ¿Cuándo puedes venir?

– Eso es lo que quería oír.

– Quiero que se lo cuentes tú -dijo Sara. Como él no respondiera, añadió-: Van a hacerme preguntas que yo no puedo contestar.

– Ya sabes todo lo que yo sé.

– No creo que sea capaz de contárselo. Creo que en estos momentos no me veo con fuerzas.

Jeffrey esperó un instante antes de decir:

– Me pasaré a eso de las cuatro y media.

– Muy bien. -Sara le dio el número de habitación de Tessa. Estaba a punto de colgar cuando dijo-: ¿Jeff?

– ¿Sí?

Ahora que no le había dejado colgar, Sara no sabía qué decirle.

– Nada -dijo-. Te veré cuando llegues.

Jeffrey le concedió unos segundos para añadir algo más, pero al final se despidió.

– Muy bien. Hasta entonces.

Sara se despidió con la sensación de que acababa de caminar sobre una cuerda floja encima de un lago infestado de caimanes. Le habían sucedido tantas cosas esa semana que ni siquiera podía asimilar lo que le había dicho Jeffrey. Quería coger el teléfono y decirle que lo sentía, que le quería, pero también quería llamarle y decirle que se quedara en casa.

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