Un grupo de médicos se detuvo delante de las puertas de la cafetería; llevaban los pantalones arrugados y las batas manchadas de diversas sustancias. Eran jóvenes, probablemente estudiantes o internos. Tenían los ojos inyectados en sangre, y parecían hastiados, sus rostros reflejaban el hastío que Sara identificaba de su época en el Grady.
Era obvio que esperaban a alguien mientras hablaban entre ellos; sus voces eran un tenue murmullo. Sara miró la chocolatina que tenía en la mano, y sus ojos no llegaron a enfocar la etiqueta, mientras les oía intercambiar chismes del hospital, discutiendo actividades en las que les gustaría involucrarse.
– ¿Sara? -preguntó una voz masculina.
Sara siguió mirando la etiqueta, suponiendo que el hombre se dirigía a otra Sara.
– ¿Sara Linton? -repitió la voz.
Ella alzó los ojos hacia el grupo de internos, preguntándose si alguno de sus pacientes de la Clínica Infantil Heartsdale trabajaba ahora en Emory. Se sintió vieja al observar aquellas caras juveniles hasta que divisó a un hombre mayor, alto, que estaba detrás de ellos.
– ¿Mason? -preguntó, reconociéndole por fin-. ¿Mason James?
– Ése soy yo -dijo, abriéndose paso entre el grupo de internos. Le puso la mano en el hombro-. Me topé con tus padres arriba.
– Oh -fue lo único que se le ocurrió decir a Sara.
– Ahora trabajo aquí. Traumatología pediátrica.
– Exacto.
Sara asintió como si se acordara. Había salido con Mason cuando trabajaba en el Grady, pero desde que se volviera a Grant no había sabido nada el uno del otro.
– Cathy me dijo que habías bajado a comer algo.
Sara le enseñó el KitKat.
Mason soltó una carcajada.
– Veo que tus gustos culinarios no han cambiado.
– Se les había acabado el filet mignon -dijo Sara, y Mason volvió a reír.
– Estás estupenda -dijo Mason, una evidente mentira que su buena educación y sus modales le ayudaron a decir con convicción.
El padre de Mason había sido cardiólogo, y también su abuelo. Sara siempre pensó que el hecho de que Mason se sintiera atraído por ella se debía en parte a que Eddie era fontanero. Mason, educado en un mundo de internados y clubes de campo, no tenía mucho contacto con la clase obrera, aparte de firmar el cheque de su servicio doméstico.
– Esto… cómo… -Sara se esforzó por decir algo-. ¿Cómo te va?
– Estupendamente -dijo-. Me he enterado de lo de Tessa. En urgencias no se habla de otra cosa.
Sara sabía que incluso en un hospital tan grande como el Grady un caso como el de Tessa llamaría la atención. Cualquier hecho violento que afectara a un niño se consideraba mucho más horrible.
– Me pasé a ver cómo estaba. Espero que no te importe.
– No -dijo Sara-. Claro que no.
– Su médico es Beth Tindall -dijo Mason-. Una excelente cirujana.
– Sí -dijo Sara.
Él le sonrió con afecto.
– Tu madre está tan guapa como siempre.
Sara intentó devolverle la sonrisa.
– Estoy seguro de que se ha alegrado de verte.
– Bueno, dadas las circunstancias… -concedió-. ¿Saben quién lo hizo?
Sara negó con la cabeza, estaba a punto de perder la compostura.
– Ni idea.
– Sara -dijo, rozándole el dorso de la mano con los dedos-, lo siento.
Ella apartó la mirada, deseando no llorar. Nadie había intentado consolarla desde que apuñalaran a Tessa. Cuando él la tocó se le puso la piel de gallina, y se sintió una idiota por hallar consuelo en un gesto tan nimio.
Mason percibió el cambio. Le ahuecó la mano en la cara, haciéndole levantar la vista.
– ¿Te encuentras bien?
– Debería volver arriba.
Mason la cogió por el codo y le dijo:
– Vamos.
Ambos echaron a andar por el pasillo.
Sara le escuchó hablar mientras se dirigían a cuidados intensivos, sin prestar atención a sus palabras, sino tan sólo a la suave y balsámica monotonía de su voz mientras le hablaba de lo que había sido del hospital y de su vida desde que Sara abandonara Atlanta. Mason James era de esos hombres que parecían tomárselo todo con calma. Recién salida de Grant County, a Sara, que hasta entonces sólo había salido con Steve Mann, un tipo que pensaba que una buena cita tenía que rematarse magreando a Sara en el asiento trasero del Buick de su padre, Mason le pareció un hombre cosmopolita y adulto.
Doblaron la esquina, y Sara vio a sus padres en el pasillo, en lo que parecía una acalorada discusión. Eddie fue el primero en divisar a Sara y a Mason, y se calló de inmediato.
A Eddie se le cerraban los párpados, y Sara nunca le había visto tan cansado. Su madre parecía haber envejecido más en la última hora que en los últimos veinte años. Se les veía tan vulnerables que a Sara se le cayó el mundo encima.
– Voy a ver cómo está Tess -dijo para excusarse.
Apretó el botón que había a la derecha de las puertas y entró en cuidados intensivos.
Como en casi todos los hospitales, la unidad de cuidados intensivos era una zona pequeña y apartada. Las luces estaban mitigadas en las habitaciones y los pasillos, y la atmósfera era fresca y relajante, tanto para los pacientes como para los pocos visitantes a los que se permitía entrar cada dos horas. Todas las puertas de las habitaciones eran cristaleras correderas, lo que no permitía mucha intimidad, pero casi todos los pacientes estaban demasiado enfermos para quejarse. Sara oyó los bips de los monitores del corazón y el lento resollar de los respiradores cuando se acercó a la parte de atrás. La habitación de Tessa estaba al otro lado del mostrador de enfermeras, lo que indicaba que su estado era crítico.
Devon estaba en la habitación con ella, de pie, a un par de pasos de la cama, con las manos en los bolsillos. Estaba apoyado en la pared, aunque tenía una cómoda silla al lado.
– Hola -dijo Sara.
Devon apenas le prestó atención. Tenía los ojos enrojecidos, y su piel oscura se veía pálida a la luz artificial de la habitación.
– ¿Ha dicho algo?
Devon tardó en responderle.
– Ha abierto los ojos un par de veces, pero no sé.
– Está intentando despertarse -le dijo Sara-. Eso es bueno.
La nuez de Devon se movió arriba y abajo al tragar.
– Si necesitas un descanso… -comenzó a decir Sara, pero Devon no esperó a que acabara.
Se alejó sin mirar atrás.
Sara acercó la silla a la cama de Tessa y se sentó. Se había pasado sentada casi todo el día a la espera de noticias, pero estaba agotada.
Tessa tenía la cabeza vendada, y le habían cosido el cuero cabelludo. Tenía dos drenajes conectados al estómago para extraer fluido. Un catéter colgaba del barrote de la cama, sólo parcialmente lleno. La habitación estaba a oscuras, y la única luz procedía de los monitores. Le habían quitado el respirador hacía una hora, pero aún tenía conectado el monitor cardíaco, y un bip metálico anunciaba cada latido de su corazón.
Sara acarició los dedos de su hermana, y se dijo que nunca se había fijado en lo pequeñas que eran sus manos. Aún se acordaba del primer día de Tessa en la escuela, cuando Sara le cogió la mano para llevarla a la parada del autobús. Antes de marcharse, Cathy le soltó un sermón a Sara para que cuidara de su hermana. Aquello se repitió a lo largo de toda su infancia. Incluso Eddie le había dicho a Sara que cuidara de su hermana, aunque posteriormente Sara se imaginó la verdadera razón por la que su padre siempre animó a Tessa a acompañar a su hermana en sus citas con Steve Mann: Eddie sabía lo que pasaba en el asiento trasero del Buick.
Tessa movió la cabeza, como si hubiera intuido que había alguien.
– ¿Tess? -dijo Sara, cogiéndole la mano y apretándola suavemente-. ¿Tess?
Tessa emitió un ruido que pareció un gruñido. Se llevó la mano a la barriga, igual que había hecho un millón de veces en los últimos ocho meses.
Lentamente, Tessa abrió los ojos. Paseó la mirada por la habitación y sus ojos encontraron a Sara.
– Hola -dijo Sara, sintiendo que una sonrisa de alivio le asomaba a la cara-. Hola, cariño.
Tessa movió los labios. Se llevó una mano a la garganta.
– ¿Tienes sed?
Tessa asintió, y Sara buscó el vaso de hielo picado que la enfermera había dejado junto a la cama. El hielo casi se había derretido, pero Sara encontró unos trocitos para su hermana.
– Te han puesto un tubo en la garganta -le explicó Sara, deslizando el hielo en la boca de Tessa-. Lo tendrás dolorido, y te costará hablar.
Tessa cerró los ojos al tragar.
– ¿Te duele mucho? -preguntó Sara-. ¿Quieres que llame a la enfermera?
Sara se incorporó para ponerse en pie, pero Tessa no le soltaba la mano. No tuvo que vocalizar la primera pregunta que le vino a la cabeza. Sara la leyó en sus ojos.
– No, Tessie -dijo, sintiendo cómo las lágrimas le resbalaban por la cara-. Lo hemos perdido. La hemos perdido. -Se llevó la mano de Tessa a los labios-. Lo siento mucho. Lo siento…
Tessa la hizo callar sin decir una palabra. El bip del monitor era el único sonido de la habitación, metálico testimonio de que Tessa estaba viva.
– ¿Recuerdas algo? -le preguntó Sara-. ¿Sabes lo que pasó?
Tessa movió una vez la cabeza a un lado para decir no.
– Te adentraste en el bosque -dijo Sara-. Brad te vio coger una bolsa y meter basura dentro. ¿Te acuerdas?
Volvió a indicar que no.
– Creemos que allí había alguien. -Sara se interrumpió-. Sabemos que había alguien en el bosque. Puede que quisiera la bolsa. A lo mejor él…
No acabó todo lo que pensaba decirle. Demasiada información sólo serviría para confundir a su hermana, y Sara no estaba segura de lo ocurrido.
– Alguien te apuñaló -afirmó Sara.
Tessa esperó a oír más.
– Te encontré en el bosque. Estabas en medio del claro, en el suelo, y yo… hice lo que pude. Intenté ayudar. Pero no pude. -Sara estaba a punto de perder la compostura otra vez-. Dios mío, Tessie, intenté ayudarte.
Sara apoyó la cabeza en la cama, avergonzada de llorar. Debía ser fuerte para su hermana, quería demostrarle que podían superar eso juntas, pero lo único que tenía en la cabeza era su propia culpa. Después de cuidar de Tessa toda la vida, Sara le fallaba en el momento que más la necesitaba.
– Oh, Tess -sollozó Sara, que necesitaba el perdón de su hermana más que ninguna otra cosa en la vida-. Lo siento.
Sintió que Tessa le ponía la mano en la nuca. Al principio movió la mano con torpeza, pero Sara comprendió que intentaba atraerla hacia ella.