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Afortunadamente, no es sólo una muestra de acción afirmativa. No, no…

Ésta podía ser la frase final que llevarse en el recuerdo; pero Harald siente un peso que le impide marcharse.

– No acabas de ver claro que la defensa de tu hijo la lleve un hombre negro.

Ahí está. Ante ellos, ante Harald y su distinguido abogado. Pero se ha presentado como era de esperar, como una, simple regresión, eructada tras las cenas que compartieron en el pasado.

– No tenemos por qué atribuir esta duda a los prejuicios raciales, porque es un hecho, un hecho incontrovertible, que, debido a los prejuicios raciales de los viejos regímenes, los abogados negros han tenido mucha menos experiencia que los blancos, y la experiencia es lo que cuenta. Han tenido menos oportunidades para ponerse a prueba; ésa es su desventaja, y no estarías dando muestras de tener prejuicios raciales al considerar esta desventaja como propia si confiaras tu defensa a la mayoría de ellos. Si me dijeras que, a pesar de todo, preferirías tener un abogado blanco, eso ya sería una cosa distinta. No tendría nada que comentar. Tú eres quien lleva la carga. Sólo puedo decir: con Motsamai estás en buenas manos. Si puedo hacer algo más… Harald se siente como algunas veces cuando sale a la calle, al mundo, después de comulgar; una calma meditabunda, una especie de certeza, por lo menos, antes de hacer aquello para lo que ésta es necesaria.

Pudieron pasar los primeros días con la atención fija en algo muy concreto: la cita para conocer al prestigioso abogado contratado, Hamilton Motsamai.

Llegaron por separado a Advocates Chambers; ella, de su consulta; él, zafándose de una reunión de la dirección de la compañía de seguros de la que era uno de los directores. Se saludaron con aire ausente; sólo cuando se sentaron juntos, al otro lado de la larga y ancha extensión de la imponente mesa de despacho del abogado, se convirtieron en la pareja, la madre y el padre, el vínculo ominoso. Motsamai era como su bufete: un individuo bien equipado. Mostraba una enorme confianza en sí mismo a través del modo en que combinaba los signos del éxito en una profesión prestigiosa: la indicación dada a su secretaria por el intercomunicador para que no le pasara llamadas, las fotografías de grupo con distinguidos colegas de Gray's Inn en Londres, la biblioteca de libros de leyes con trocitos de papel que sobresalían de entre sus hojas, señalando las consultas frecuentes, la placa de regalo situada en la bandeja de los accesorios del despacho; por no hablar del mechón de pelillos en el extremo de la barbilla, siguiendo un estilo africano tradicional específico, otro tipo de dignidad y distinción. Su inglés fluido y entrecortado tenía un fuente acento, conservaba las vocales abiertas y largas de los idiomas africanos, y afirmaba el derecho a los reverberantes murmullos de bajo habituales en el discurso de éstos, frente a las conjunciones mudas, los «hums» y los «ahs» de los hablantes blancos. Una nueva forma de sofisticación nacional. En su elegante traje gris, aparece como un hombre que lo ha dominado todo, todas las contradicciones que el pasado le impuso. Mientras hojea los papeles (aparentemente, las notas que ha tomado sobre el caso que ha aceptado) mira de vez en cuando al hombre y la mujer que tiene delante; el blanco de sus ojos (incluso se quita las gafas un momento y las balancea) destaca con nitidez en su pequeño rostro caoba, como los ojos de cristal que se colocaban en las estatuas antiguas. Es un rostro hecho por la disciplina de la mente, los rasgos están unidos por la concentración, incluso la boca, que se mueve ligeramente mientras atiende mentalmente al texto, ha reducido en cierto modo su generosidad. Lo estudian; ambos dependen de lo que están viendo como ninguno de los dos ha dependido de nadie.

La atención intermitente que les había prestado era una especie de ensayo sobre cómo abordar lo que tenía que decirles. El buen amigo Philip le había informado -no sólo como abogado- sobre esos clientes, de modo que sabía que no eran unos don nadie: uno de los directores de una gran compañía de seguros, con una política pragmática y sin prejuicios hacia los negros, y la esposa, evidentemente, médico. Personas instruidas a las que podía hablar con claridad para que entendieran su posición: es decir, la limitación de sus posibilidades en el caso.

– He hablado con su hijo. Naturalmente, lo veré de nuevo, en varias ocasiones. Ejeee… No es un joven fácil de entender. Pero estoy seguro de que eso ya lo saben.

El padre estaba a punto de hablar, pero la madre se adelantó.

– No. Siempre hemos tenido una buena relación.

– ¿Se refiere usted a ahora? ¿A que no es fácil de entender ahora?

El abogado asentía con la cabeza, tamborileaba con la yema de los dedos extendidos produciendo un pequeño repiqueteo para mostrar su acuerdo con el padre.

– Exactamente, a eso me refiero. Pero es sólo el principio. Con frecuencia… siempre hay dificultades cuando un individuo está en un momento difícil, se encuentra en estado de shock. ¿Sabe? (dice, dirigiéndose a ella), es como cuando alguien va a verla tras un accidente, con un trauma: es igual.

– Que te digan que tu amigo ha muerto y te acusen de ello. Sí.

El abogado sabe que la madre del acusado lo está acusando a él: de ser demasiado comedido. Está acostumbrado a este tipo de reacción, a que el miedo se convierta en resentimiento. En el caso de ella, exacerbado sin duda por el hecho de que está acostumbrada, tal como él le ha recordado, a ser el asesor profesional y no la víctima. Él aparta la vista, aleja con un gesto rápido la sombra inoportuna.

– Por desgracia… por desgracia, tengo que decirles que cuando él -gesto amplio- se abre, cuando empieza a cooperar conmigo, en ese momento concreto se muestra en cierto modo hostil, ¿saben? Cuando él y yo tenemos que tratar la cuestión fundamental… -Hizo una pausa para calibrar si estaban preparados-. Tengo que decirles que las pruebas son abrumadoras. Definitivas. Con la excepción única del arma, por la cuestión de la suciedad, ¿saben?, el barro: las huellas dactilares. Pero el informe final todavía tiene que emitirse y hay procedimientos capaces de encontrar las pruebas adecuadas. Es zurdo, ¿verdad? Si se encuentran huellas y encajan, la cosa se pondrá muy seria. Muy, muy seria. ¿Entienden? Dejará listo el caso de la acusación. Tenemos que actuar dando por hecho que eso es lo que va a suceder. Su hostilidad no es una buena señal. Según nuestra experiencia, significa que hay algo, todo, que esconder. La persona no quiere cooperar con el abogado porque no cree que el abogado pueda hacer nada por ella.

– Es culpable.

El abogado recibió la intervención del padre con el gesto de aprobación de un instructor ante un discípulo.

– La persona cree o sabe que es culpable, eso es.

Este hombre tiene tendencia a utilizar palabras grandilocuentes y vacías: «en ese momento concreto» cuando quiere decir «entonces», evasivas generalizadas; Harald no acepta la versión impersonal de sus palabras: «la persona» es su hijo.

– Es culpable. Duncan. Eso es lo que usted está diciendo, señor Motsamai.

– Espere un momento, caballero. Eso no es en absoluto lo que estoy pensando. Corresponde al tribunal decidir si un acusado es culpable o no, no a sus abogados, ni siquiera a sus padres. Lo que les pido que entiendan es que yo, nosotros, el otro abogado y yo, tenemos que preparar nuestra defensa para tal contingencia.

»Desde esta óptica, todas las circunstancias, el pasado, incluso la infancia, el temperamento, el carácter del joven, son de una importancia vital. Cualquier detalle puede ser útil para nosotros; por eso, si pueden franquear, con calma, la barrera de hostilidad que muestra hacia mí… Es decir, estoy seguro de que no la emplea con ustedes; si pueden influir en él para que diga a sus abogados todo lo que sabe sobre sí mismo, sus amigos, todo ello… Es esencial. Debe entender que no hay nada que no pueda contarnos.

– Hostilidad… No sé si podría decirse que no da muestras de hostilidad hacia nosotros. En realidad, lo que muestra… Pero cómo podemos acercarnos a él, su padre o yo, como siempre, como antes, como si nada hubiera ido mal, cuando lo vemos en una sala con un vigilante que oirá todo lo que digamos. Ni siquiera dijo nada de la locura que era todo aquello. Del hecho de estar allí. No protestó. Sólo hizo una especie de broma, poco menos, sobre el lugar donde está encerrado. Nos quedamos sentados como si nos hubieran cortado la lengua. No había posibilidad alguna de que dijera qué había pasado. No se me ocurre cómo podemos hacer lo que nos pide si lo vemos en estas circunstancias.

Comprendo perfectamente, entiendo perfectamente, repitió el abogado en distintas fórmulas, desarrollando lo que los abogados denominan sus alegatos. Ejeee… Pero no podían hablar con su hijo en privado; ésa era la norma. Sin embargo, de ninguna manera perjudicaría a nadie que le indicaran, abiertamente, en presencia de los vigilantes, que estaban convencidos, en su interés en aquel momento concreto, que debía confiar en sus abogados por completo, que contara a sus abogados todo lo que había que contar. La mirada de cristal y mármol destelló de nuevo, como si no fuera casi necesario pronunciar lo obvio.

– De todos modos, el vigilante difícilmente entenderá lo que digan. La mayoría de esos tipos todavía son un residuo de otros tiempos. Trabajo seguro para los hijos retrasados de los bóers.

Lanza un comentario poco prudente porque sabe que no resultará inadecuado con esa gente.

– Nuestro gobierno considera que no se puede cambiar el sistema penitenciario de la noche a la mañana: ni siquiera en varias noches. Ejeee…

Durante esos primeros días, parecen repetir un ritual inevitable de separación del mismo encuentro forzoso que los deja a ambos esperando que el otro hable. Y ambos recelan del tipo de interpretación que podría revelar el otro; que podría situar el encuentro en un lugar alto o bajo en una escala de utilidad, de esperanza, para ellos. Mientras dura el silencio, en esta ocasión, no tienen que enfrentarse en el otro con lo que el abogado, el asesor jurídico Motsamai, había dicho que tenían que afrontar. Es mejor romper el silencio de modo oblicuo, del modo más suave que, dentro de la devastación general, son capaces.

¿Qué piensas de él?

Ella deja caer la mandíbula hacia el pecho un momento; levanta la cabeza para hablar bajo la avalancha todavía persistente de la reunión. Pagado de sí mismo. Algo arrogante. Se supone que debe sacarnos del lío en que estamos. No sé.

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