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SEGUNDA PARTE

¿Por qué Duncan no aparece en la historia? Es un vórtice en torno al cual, despedidos, a su alrededor, se encuentran todos los demás: Harald, Claudia, Motsamai, Khulu, la chica y el hombre muerto.

Su acto lo ha convertido en un vacío; un vacío es la antítesis de la vida. Si ellos no pueden entender cómo llegó a hacer lo que hizo, él tampoco puede. Excepto la chica; ella podría, ella lo haría. Ella estaba dispuesta a matar; a matarse. Eso es lo más cerca que uno puede estar de ese acto hecho a otro. El acto mismo, no su significado. El no recuerda el acto mismo; el abogado le cree o quiere creerle, necesita creerle, pero el fiscal, el juez y los asesores del tribunal no le creerán, ninguno de ellos. En las palabras de la pregunta del abogado, él no «premeditó» lo que hizo. Fue hecho tan deprisa, como un clímax que, en cuanto te das cuenta, ya ha pasado, la insoportable emoción es inaprensible, desaparece de inmediato. Puede recordar que vio el arma, pero eso fue la noche anterior, algún idiota hablaba de comprar una y había pedido que le enseñaran a usarla. El arma doméstica. Estaba siempre por ahí, carecía de sentido tenerla para protegerse si, llegado el momento, nadie podía recordar dónde estaba escondida. La ve en la mesa, olvidada entre las botellas y los vasos, la noche antes. Y cuando ellos -Jespersen, Natalie, los dos- lavaron los platos, recogieron, hicieron el amor en el sofá, la dejaron allí. Llegó el momento. La dejaron allí para que la encontrara él.

Cuando repasa cómo los encontró, no ve el arma. Está claro en cada detalle cómo los encontró. Los dos están vestidos (así es como a ella le gusta), sólo se ofrecen entre sí sus genitales, su falda está fruncida, apartada, y el trasero de él está todavía medio cubierto por los pantalones, mientras él está dentro de ella. Se incitan con sonidos que, no puede evitar oírlos, le resultan familiares en ambos y, en el mismo momento en que se dan cuenta de que alguien los ha encontrado, se apodera de ellos aquello que no puede detenerse, sucede delante de él, le parece que así es siempre, si uno pudiera verse, una contorsión, un ataque epiléptico. Huyó de allí. Le pareció oírla reír y llorar. Se sentó en la oscuridad de la casita, esperando que ella entrara a tientas y dijera: ¡eso es todo! Pero, en esa ocasión, no era todo.

Cuántas noches, en las horas terribles que pasaban tras los buenos momentos, en medio de la noche, ella lo vigilaba mientras sacudía la cabeza de cabello ondeante, como una Furia (sí, claro, ponme sobre una columna o algo de tu arquitectura clásica griega y posposmoderna), riendo y llorando -para ella es lo mismo-, inclinándose sobre él como si fuera sordo: «¡Maricón!¡Por qué no vuelves con uno de tus chicos! Vamos, vete a la casa si no te sirvo, quieres cambiar mi manera de ser, señor Todopoderoso.» Ella, a quien todo le estaba permitido, no dudaba en insultarlo por lo que, en el fondo, no le parecía importante. Confiando en la libertad de experiencia, de emociones, que ella profesaba y practicaba, él hizo algo que nunca debiera haber hecho: contarle su incidente; no, para ser sincero, fue más que eso: el tiempo que pasó con Jespersen. Le dio un arma para que la blandiera sobre su cabeza, la apoyara contra su garganta y, cuando ella vio en él la reacción que quería ver, le quitó toda importancia, como si fuera todo una broma.

El terrible torrente de sus diatribas volvía para torturarlo en la celda donde ella lo había acorralado. Nunca había conocido a nadie que se expresara tan bien como ella, era una especie de maldición. Tiraste de mí me hiciste vomitar la muerte de los pulmones me hiciste revivir después del manicomio de médicos psicópatas planeas planeaste salvarme en la postura del misionero no sólo sobre mi espalda casasteis a vuestros hijos con buen gusto porque yo di el mío como la perra que se come al cachorro que ha parido desarrollas «carreras» que inventas para mí porque eso es lo que la mujer que has salvado debe tener me quitaste la muerte por eso porque tú decidiste que viviría dijiste que debía dejar de castigarme pero te diré que si me he quedado contigo es porque yo he escogido el peor castigo que puedo encontrar para mí misma me deleito en ello no sé si lo sabes

No termina allí. Fluye de todas las noches en que hablaron hasta las tres de la mañana, mientras se drogaban con lo que ella decía, apenas necesitaban nada más. Y mientras ella se enfurecía y lo destrozaba, él oía de nuevo lo que le había dicho él, en lugar de darle una bofetada en la boca, un gesto de violencia contra otro: debería haberte dejado morir. Me gustaría haberte dejado morir. En la intensa pena de los versos que ella le había escrito en uno de sus poemas, «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser tú quien me aquiete para arder». Se daba cuenta de que no lo había hecho; no era él el indicado.

Debería haberte dejado morir.

¿Significa eso que quisiera matarla? Mirar hacia atrás a su Eurídice que había traído de las Sombras, para que ella no pueda seguirlo por más tiempo. Librarse de ella y quererla tanto; escogiéndola con tan poca fortuna como ella dijo que lo había escogido a él.

Eso habría sido premeditado. Cuántas veces se había sujetado la mano que iba a golpearla en la boca. Ella tenía razón cuando se burlaba de su formación burguesa; qué es eso, sino docilidad, decía riéndose. Tus padres son un par de mojigatos convencidos de su superioridad moral. Tu padre te llevaba a la iglesia, es cristiano practicante, pero los verdaderos cristianos son rebeldes que han ido a la cárcel por lo que consideran injusto, en lugar de dedicarse a llevar sus insignificantes pecadillos al sacerdote que se esconde detrás de la cortina, pretendiendo sustituir al Dios del cielo. Tu mamá es una buena liberal, lo que significa que lamentaba, claro que sí, lo que sucedía en este país en los viejos tiempos y dejaba que fueran otros quienes se arriesgaran a cambiarlo.

Y tú (le había dicho él) te crees anarquista, y la anarquía no tiene forma: tú eres el caos y por ese caos he dejado mi mesa de dibujo.

Todo el día en la casita, esperando a que volviera, y ella no volvió. Otras veces que había tenido algún lío, había desaparecido varios días por ahí y había reaparecido con el pequeño bolso de viaje en donde había lo suficiente para pasar un fin de semana con un amante, no se había disculpado (ella era un ser libre) pero estaba tranquila, obviamente contenta de verlo. En una ocasión, incluso le trajo un recuerdo que había encontrado, un fragmento de fósil. Era capaz de salirse con la suya con gestos semejantes. Durante la noche siguiente, estuvieron hablando. El la deseaba intensamente, pero no quería estar tan pronto donde había estado otro hombre. Después de un día o dos, hicieron de nuevo el amor y para ella fue como si no hubiera pasado nada. Eso era todo.

Al final, a última hora de la tarde, él se levantó de la cama que compartían y en la que había permanecido echado durante todo el día y se dirigió a la casa. Pero, primero, ejecutó una serie de extraños movimientos cotidianos, abrió una lata de comida para perro, la puso en un cuenco junto a la puerta mientras el perro hacía cabriolas y saltaba al verlo, la simple alegría del apetito, de la existencia. Se dirigió a la casa. No quería hablar con nadie, pero se oía a sí mismo en un monólogo silencioso y, en esa ocasión, las palabras no tenían lugar en medio de la noche ni tampoco con ella. No sabía qué decía, qué iba a decir. Sentía la ofensa en la garganta, atascada. Si algún propósito tenía era el de saber qué diría quien escuchara su silencio. Fue Jespersen. Jespersen estaba echado en el mismo sofá.

De manera que se encontró con él.

El hombre levantó la cabeza y sonrió, abriendo los ojos mientras alzaba las cejas y apuntaba hacia abajo con la comisura de los labios, una manera familiar y atractiva de representar la culpabilidad, tal como lo haría un mimo consumado. Lo que dijo fue: Oh, vaya. Lo siento, bra. Esta forma de dirigirse a él, tomada de los visitantes negros que pasaban por la casa comunal le sirvió para afirmar que, entre ellos, había una hermandad capaz de absorber cualquier transgresión.

Eran los mismos gestos, las mismas palabras con las que le había anunciado el final de los meses que habían vivido como amantes.

El desconcierto estalló; él no había tenido en la cabeza nada más que a ella, ella lo llenaba hasta el lugar de donde brotaban sus palabras, era ella el objeto de sus acusaciones, el cadáver de sus emociones. Con esas palabras, ese gesto del rostro, volvió el aturdimiento del golpe primero, sintió de nuevo -viéndolo ahí tendido, relajado, con una de esas batas japonesas de algodón que él recordaba, flexionando los dedos de un pie musculoso calzado con sus sandalias favoritas- el rasgado dolor de aquel rechazo en el que, durante mucho tiempo, había pensado como si se tratara de una fase olvidada en la evolución que la vida implica, como las pasiones y frustraciones de la adolescencia se van reduciendo hasta adquirir proporciones menores. Era Jespersen quien se había perdido; perdido en el cuerpo de la chica. Jespersen era también el cadáver de la vida. Aquel hombre lo había destruido todo, todo, el significado de él mismo y el significado de la chica, en las contorsiones, el espantoso ataque epiléptico de su apareamiento.

Hablaba. Jespersen, con su inglés con sonsonete noruego, argüía razones obvias. No somos niños. No nos pertenecemos unos a otros. Queremos vivir en libertad, ¿verdad? No deberíamos reprimir los impulsos que unen a la gente, ya impliquen sexo, ya dar un largo paseo, qué más da, ¿eh? El paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. Sólo es de lamentar que fuéramos demasiado impulsivos. Vamos, que es una chica que por lo general se lo monta de manera un poco más discreta, ¿no? Todos lo sabemos… tú lo sabes, bra. Las otras veces no ha cambiado nada entre vosotros. ¿Sabes?, no deberías ir siguiendo a la gente por ahí, nunca, eso es un error, eso es para la gente que convierte sus sentimientos en una cárcel y encierra a alguien dentro. Si las cosas no hubieran sido como tú hiciste que fueran -es una gran chica, la tuya-, ella nunca habría vuelto a pensar en ello y yo tampoco, yo no tengo nada que decir, sólo forma parte de una buena noche, las bebidas y las risas mientras recogíamos. ¿Por qué no te sirves algo para beber?

Hablaba.

Mientras él hablaba, Duncan oía otro balbuceo en su interior, como si el botón sintonizador de un transistor corriera de una frecuencia a otra, fragmentos y ráfagas atronadoras del pasado, de la noche, otras noches, desesperación, odio hacia sí mismo, una ternura indescriptible, vivo disgusto, rabia insoportable, incontrolable. Las comunicaciones con el cerebro se habían interrumpido. No podía saber qué pensó, qué sintió bajo aquella manera de hablar, hablar, hablar. Fue el enorme apocalipsis de todo lo que habían hablado durante todas las noches hasta las tres de la mañana. Era eso con lo que tenía que haber terminado cuando cogió el arma doméstica que habían dejado en lo que ahora ocupaba su visión periférica y disparó a su amante, el de ella y el de él, en la cabeza.

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