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Se le pasa una manutención a través del bufete del abogado Hamilton Motsamai; la única condición sobre la que Harald y Claudia tuvieron el valor de insistir con Duncan fue que los acuerdos debería hacerlos Hamilton y no ellos a través de un contacto personal. Duncan no pone objeciones, que sea como ellos quieran, sonríe como si dejara que su padre, compañero de lecturas, le escogiera los libros, y tampoco ofrece ninguna expresión de gratitud. De pronto, todo es sencillo entre ellos; ¿por qué? Harald se pregunta si ha estado viéndola, ¿Natalie/Nastasia tiene sus días de visita en la cárcel? ¿Le escribe cartas, poemas? No se puede preguntar. Pero Duncan ha sido capaz de acudir a ellos, sus padres, para pedirles algo, incluso lo del niño. Están allí para ayudarlo.

Quizá, dentro de un tiempo -incluso cinco años son mucho tiempo-, verán al niño; Hamilton confía en ello, como siempre: la engatusará, de la misma manera que la llevó a condenarse con sus propias palabras durante su interrogatorio. También conseguirá arreglar lo que él denomina el acceso. Conocer al niño. Tenerlo en el adosado, mirar cómo juega con el perro.

¿Y Duncan?

Se le ha concedido permiso para trabajar en la biblioteca de la cárcel, así como para seguir sus estudios en la celda. La biblioteca no es gran cosa, si se toma como referencia el tipo de libros que él y Harald necesitan leer, las obras que son peligrosas e indispensables, que te revelan lo que eres. No se utiliza mucho. Los presos con condenas largas que ocupan celdas junto a la suya son, en su mayoría, hombres para los que la vida ha sido acción, no contemplación; en la violencia, la de Duncan y la de ellos, se encuentra la huida de uno mismo. Cuando matas al otro intentas matar al yo que acosa tu existencia. De modo que sólo la bestia sigue viviendo, enjaulada: la mayoría de ellos son terribles, farfullan llenos de odio, hacen oscilar puños cerrados preparados para golpear de nuevo, esas manos no pueden coger los frágiles objetos que pueden ofrecerles la única libertad que existe entre aquellas paredes.

¿Quién demonios decide qué es adecuado y qué no es adecuado para que lean los delincuentes, presuntamente basándose en el criterio de que no debe haber nada que suscite las pasiones que han hecho estragos y destruido? Rehabilitación. La biblioteca está llena de cosas sobre religión; como si la religión no hubiera suscitado nunca pasiones criminales, y no lo hiciera de nuevo, fuera de los muros de la cárcel. Manuales para mejorarse a uno mismo que raras veces coge alguien: Aprenda por sí mismo contabilidad, sistemas para una vida que no conoce el caos. Pero en la hilera de libros de bolsillo de misterio (¿por qué habrán considerado que a los presos les interesaría leer sobre asesinatos de ficción cuando los han conocido en la vida real?), abiertos por el lomo, como si lo que se pudiera encontrar en ellos tuviera que abrirse como un coco o como una ostra, hay algunos libros de verdad, Dios sabe cómo han llegado aquí. Quizá cuando sales, cuando has cumplido tu tiempo, como decimos aquí, es costumbre dar tus libros para quien venga después. Algunas veces encuentro algo para mí. Hay una traducción de la Odisea con lepismas que han pasado a mejor vida entre sus páginas. Nunca había leído de este libro, equiparado a la Biblia, otra cosa que citas en otros libros; si Harald lo ha leído, no consiguió interesarme en él. Otra cosa es la arquitectura de la antigua Grecia, claro: eso estaba dentro de lo mío, cuando estudiaba, y sabía alguna cosa de mitología. Edipo se sacó los ojos por su crimen. Poco más. Pero aquí hay algo dirigido a mí, que ha estado esperando ahí que me llegara el momento de leerlo y releerlo.

«Tal diciendo, una amarga saeta lanzó contra Antínoo, que en el mismo momento iba a alzar de la mesa a sus labios áurea copa de dos cavidades: teníala en sus dedos y a apurar disponíase el licor, bien ajeno en su alma de matanza y de sangre y ¿quién pudo pensar que allí, en medio del festín, uno solo entre tantos, por grande que fuese su vigor, consumara su muerte y su negro destino? Mas Ulises certero alcanzó su garganta y la punta traspasó el blando cuello y salió por detrás: el herido se rehundió en el sillón y la copa cayó desprendida de su mano.»

Y ahí está Ulises gritando a los otros hombres que rodean a Penélope:

¡Perros viles… que a mi esposa asediabais estando yo en vida!

En el momento en que extiendes la mano para hacerlo… El hombre del manicomio tenía razón, no recuerdo ese momento pero lo reconstruyo, he tenido que hacerlo; he averiguado que uno piensa que es un descubrimiento, es algo que se te ocurre y nadie ha sabido nunca antes. Pero ha estado siempre allí, se descubre una y otra vez, siempre. Una y otra vez, lo que hizo Ulises, y lo que Hornero, fuera quien fuera, sabía. La violencia es una repetición que no parecemos capaces de romper; míralos, mis hermanos, bra, tienen derecho a aclamarme, comensales de nuestra propia carroña en este lugar seguro sólo para nosotros. Los miro cuando estamos en el patio para hacer ejercicio, y caminan con pies pesados, trotan dando vueltas, vueltas y vueltas. No he llegado al final del libro, no sé cómo Ulises reconstruyó lo que hizo, qué camino encontró. Sácate los ojos. Vuelve el arma hacia tu cabeza.

O tira el arma en el jardín. Fue una opción. Tal vez, para romper la repetición, baste con no perpetrar la violencia contra uno mismo. Tengo esta vida, aquí dentro. No di la mía a cambio de la suya. Incluso saldré de aquí con ésta, un año u otro. El asesino no ha sido asesinado. He tenido la suerte de que se aboliera en mi época. Pero tengo que encontrar un camino. La muerte de Cari y el hijo de Natalie, pienso en uno, después en el otro, después en uno, después en otro. Se convierten en uno solo, para mí. No me importa que los demás lo entiendan o no: Cari, Natalie/Nastasia y yo, los tres. He tenido que encontrar un modo de unir la vida y la muerte.

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