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PRIMERA PARTE

Ha sucedido algo terrible.

Están mirándolo en la pantalla, después de cenar, con las tazas de café a su lado. Es Bosnia, o Somalia, o el terremoto que, como si fuera un perro, ha sacudido entre sus dientes apocalípticos una isla japonesa; uno cualquiera de los desastres de aquel momento. Cuando zumba el interfono, se miran el uno al otro con cordial reticencia; vas tú, te toca a ti. Forma parte del compromiso para vivir juntos. Hace poco que han tomado la decisión de dejar la casa y trasladarse a este conjunto residencial rodeado de cuidados jardines comunes, con la entrada vigilada por monitores de seguridad, y todavía no están acostumbrados o, para ser más precisos, tienden a olvidar momentáneamente que no es el ladrido de Robbie y el anticuado tintineo de la campanilla de la puerta principal lo que ahora los reclama. No se permiten animales de compañía en la urbanización pero, por suerte, el suyo ha podido ir a vivir con su hijo, que tiene una casita con jardín.

Él, ella; un atisbo de sonrisa, él se levantó con languidez dedicada a ella y fue a coger el auricular más cercano. Quién es, le oyó decir a medias mientras escuchaba a medias el comentario que acompañaba a las imágenes. Quién es. Podía ser alguien que deseara convertirlos a alguna secta religiosa, o la notificación oficial de una multa de aparcamiento, lo hacían trabajadores ocasionales, fuera de horas de trabajo. Él dijo algo más que ella no entendió, pero oyó el ronroneo del botón para abrir la puerta.

¿Sabes quién puede ser un tal Julián Nosequé? ¿Un amigo de Duncan?, dijo él entonces.

Él, ella: no lo sabían, ninguno de los dos. Nada raro, Duncan, de veintisiete años, tenía su propio círculo de amigos, igual que sus padres tenían el suyo, y la intersección entre ambos se producía en raras ocasiones, cuando sus intereses, que sus padres habían inculcado en él cuando era niño, coincidían.

¿Qué quiere?

Ha dicho que hablar con nosotros.

Los dos sintieron al mismo tiempo una descarga eléctrica de alarma. Qué hay que temer, definido en el contexto conocido de un individuo de veintisiete años en esta ciudad: un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa. Los dos permanecieron de pie junto a la puerta, enfrentándose a todo eso, enfrentándose al rumor de los pasos que oían acercarse por su sendero particular pavimentado, bajo las espadas cruzadas de las hojas de ave del paraíso, a la señal del segundo zumbido y a ese chico, ¿enviado por?, ¿a causa de? Duncan. Miraban hacia el suelo cuando él entró, de modo que no pudieron leer en él. Se sentó sin decir una palabra.

Él, ella: a quién le toca.

¿Ha habido un accidente?

Ella es médico, ve lo que traen las ambulancias a cuidados intensivos. Si algo está roto, ella puede estimar si es posible unirlo de nuevo.

El tal Julián aprieta los labios sobre los dientes y mantiene la boca sellada, durante un momento.

Una especie de… ¡No, Duncan no! ¡No! Alguien ha recibido un disparo. Está detenido. Duncan.

Los dos se ponen de pie.

Por el amor de Dios; pero qué dices; qué es todo esto: cómo que detenido, detenido por qué…

El mensajero es atacado, adopta una actitud casi hosca, incapaz de soportar lo que tiene que decir. La abominable palabra le brota avergonzada. Asesinato.

Todo se ha detenido. Podría entenderse un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa.

Él/ella. Él da una zancada y apaga el televisor. Y expulsa el aire con violencia. Mientras nadie se ha movido, nadie ha dicho nada, la palabra y el acto que ésta encierra no han podido entrar en la habitación. Ahora, al tocar el interruptor y exhalar el torrente de aire, se abre un nuevo calendario. El viejo gregoriano no puede registrar este día. No existe en él este tipo de medida.

El tal Julián les cuenta que han llamado al juez de guardia (da el detalle con el peso de su urgente gravedad) para formular la acusación en la comisaría y se le ha negado la libertad bajo fianza. Éste es el objetivo concreto de su visita: Duncan dice, Duncan dice, el mensaje de Duncan es que no vale la pena que vayan, no vale la pena que intenten la libertad bajo fianza, comparecerá ante el tribunal el lunes por la mañana. Tiene su propio abogado.

Él/ella. Ella ha escrito la fecha en las recetas de los pacientes una docena de veces desde la mañana, pero busca una pregunta que dé algún tipo de respuesta a esa palabra pronunciada por el mensajero. Grita.

¿Qué día es hoy?

Viernes.

Fue un viernes.

Tal vez ninguno de los Lindgard había estado nunca ante un tribunal. Durante las cuarenta y ocho horas del fin de semana de espera, examinaron todas y cada una de la posibles explicaciones, dado que no podían hablar con él, su hijo, él. Debido a lo absurdo de la acusación, tenían la sensación de que debían respetar la orden de no visitarlo; seguramente, eso indicaba que todo aquello era ridículo, eso es, horriblemente ridículo, un asunto personal y ridículo que pronto se resolvería, mejor no confirmarlo con la visita alarmada de mamá y papá que llegan a una cárcel acompañados de su abogado, situaciones de gran emoción, etcétera. Así es como se convencieron de que debían interpretar su orden; como una mezcla de consideración hacia ellos -no era necesario mezclarlos en el asunto- y de la independencia propia de la juventud, independencia dada y declarada por mutuo acuerdo desde que era adolescente.

Sin embargo, el temor acompaña a lo desconocido. El temor les llegó como una droga, aunque no procedente del botiquín de ella; caminaron con calma sin nada que decirse por los pasillos de los juzgados, Harald dejó pasar a Claudia con la cortesía de un desconocido cuando encontraron la puerta, entraron y avanzaron de lado torpemente para sentarse en los bancos.

Incluso el olor del lugar era como el de un país extranjero al que hubieran sido deportados. El olor a barreras de madera pulidas y suelo encerado. Las ventanas coronaban la pared hasta el techo, como reflectores inclinados. Los uniformes los llevaban unos hombres con la impersonalidad de los miembros de un culto, todos ellos intercambiables. Había unas pocas figuras sentadas ahí cerca, el mismo tipo de gente que mira desde los bancos de los parques o se tiende boca abajo en los jardines públicos. El pensamiento huye de lo que tiene delante, como hace un pájaro que ha entrado volando en un espacio cerrado, debe de haber algún agujero por donde salir. Harald se dio de bruces con la presencia del colegio, demasiado lejano para recordarlo de modo consciente; el olor institucional y la madera dura bajo las nalgas. Incluso topó con el nombre de un maestro; nada del pasado podía ser más remoto que este presente. Desvió la atención y observó que Claudia salía de su inmovilidad para desconectar el mensáfono que la mantenía en contacto con su consulta. Ella advirtió su distracción y volvió la cabeza para leer su mirada tangencial: nada. Le dirigió la sonrisa rígida con la que uno saluda a alguien que no está muy seguro de conocer.

Sale de la caja de una escalera entre dos policías. Duncan. ¿Es posible que sea él? Deben reconocerlo en un personaje que no le pertenece, tal como lo conocen, como siempre lo han conocido, ¿y quién podría identificarlo mejor? Lleva unos tejanos negros y una camiseta negra de algodón. El tipo de ropa que acostumbra a llevar, pero el pulcro cuello de una camisa blanca asoma doblado bajo el cuello de la camiseta. Los dos se dan cuenta, un foco de atención tácito; ése es el detalle, muestra de sumisión a los convencionalismos esperados por un tribunal, lo que establece el vínculo de realidad entre el que conocían, él, y ese otro, flanqueado por policías.

Un estallido de calor invadió a Harald, una confusión similar a la ansiedad o la rabia, pero no era ninguna de las dos cosas. Un tipo de reacción que nunca había tenido ocasión de aparecer hasta ese momento.

Duncan, sí. Los miró, reconociéndose. Claudia le sonrió alzando la cabeza, para que todos lo vieran. Y él contestó con un gesto de asentimiento. Pero no volvió a mirar a sus padres directamente durante los trámites que siguieron, excepto cuando su mirada, controlada, casi pensativa, se deslizó por encima de ellos al recorrer la galería del público situada más allá de los dos jóvenes negros con las piernas extendidas cómodamente ante sí, el anciano blanco sentado e inclinado hacia delante, con la cabeza entre las manos, y el grupo familiar que, probablemente, se había metido ahí, despistado, a la espera de que llegara el caso que le concernía, y hablaba en susurros sobre sus asuntos.

El juez entró en escena, todos se pusieron en pie de un brinco y se dejaron caer de nuevo. Era alto o bajo, calvo o no: qué más daba. Sacudió los hombros bajo la voluminosa toga, encorvado sobre los papeles que le entregaban, hizo unos breves comentarios con tono de interrogación al estrado, donde daban la espalda a la galería quienes, seguramente, serían el fiscal y el abogado defensor.

Bajo las inclinadas escaleras de luz, unos policías entraron y salieron llevando recados y deliberando entre sí con roncos susurros, y terminó la rutina de los trámites. Se dictó auto de procesamiento contra Duncan Peter Lindgard por asesinato. Se rechazó la segunda petición de libertad bajo fianza.

Se acabó. En realidad, empezaba. Los padres se acercaron a la barrera situada entre la galería y el estrado de la sala, y no se les impidió establecer contacto con su hijo. Los dos lo abrazaron mientras él mantenía el rostro vuelto hacia un lado.

¿Necesitas algo?

Esto todavía no ha empezado a juzgarse, estaba diciendo el joven abogado, voy a presentar una protesta por la denegación, ahora mismo, Duncan. No dejaré que el fiscal se salga con la suya. No te preocupes.

Esto último lo dijo dirigiéndose a ella, la doctora, en el mismo tono tranquilizador que ella utilizaba para dirigirse a un paciente cuando no estaba segura de su diagnóstico.

El hijo tenía un aire de impaciencia, la mirada huidiza propia del que desea que se marchen los bienintencionados; una necesidad urgente de atender alguna preocupación, un asunto propio. Podían interpretarlo como señal de confianza; en su inocencia, por supuesto; o podía ser una máscara ante el terror, similar al terror que ellos habían sentido, para ocultar su terror por orgullo, para que no se uniera al suyo. Ahora estaba acusado oficialmente, aparecía registrado como tal. El acusado tiene derecho a sentir terror, ¡quién lo duda!

¿Nada?

Yo me encargaré de todo lo que Duncan necesite; el abogado apretó el hombro de su cliente mientras mecía su maletín y se marchó.

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