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Tiene que haber alguna manera.

Naturalmente, si yo «confesara» todo esto a Motsamai, se movería, empujado por los remordimientos, y quizá incluso conseguiría -es un genio en su devoción a sus clientes- una remisión más temprana que la que me ha hecho creer que tendré. Pero entonces todo esto que vivo me sería arrebatado; no podría soportarlo, sin esto, este espacio hecho para ello.

El Juicio Final del Tribunal Constitucional ha declarado que la pena de muerte es inconstitucional. El tono firme y amable del juez presidente tiene la seguridad de un hombre que, mientras expresa la resolución a la que han llegado tras vanos meses de sopesar escrupulosamente las conclusiones de un tribunal de pensadores independientes, ha recibido él también la gracia. Hay cierta serenidad en la justicia.

Si la decisión hubiera sido que el Estado volvía a tener el derecho de quitar una vida a cambio de otra vida, habría sido demasiado tarde para decretar que Duncan debía ser colgado una mañana temprano en Pretoria. Su sentencia lo mantenía a salvo. Sin embargo, la noticia hace que ella tiemble visiblemente; él le coge las manos para calmarla; y calmarse a sí mismo. La sentencia extrema aplazada por una moratoria era la amenaza que todavía existía; en el conjunto de leyes del país, incluso Motsamai lo había dicho. Y mientras todavía existía, podría ser que se exigiera para el acto que su hijo había cometido un viernes por la tarde. De modo que una liberación, alivio, un curioso rastro, como de felicidad; qué extraño que sea posible sentir nada parecido. Duncan sigue donde está.

Harald y Claudia decidieron irse. De vacaciones. Resulta embarazoso admitirlo delante de Duncan, en la sala de visitas. Él dice ¡ya era hora de que os tomarais un descanso! ¿Cuánto tiempo?

Pero mejor no hablar de eso; las últimas vacaciones las cogieron antes, cuando existían unas sístoles y diástoles habituales entre trabajo y recompensa. Han pasado para él muchos meses, para él, ahí donde está, y para ellos, fuera.

Al Cabo.

– ¿No fuiste una vez a L'Agulhas? ¿Crees que nos gustaría?

– Es el fin del continente -dice él, como un homenaje.

– O quizá a Hermanus. Pero nos gustaría probar algo nuevo.

No importa adonde fueron, volaron, condujeron: el mundo que los llamaba era hermoso. Él estaba en su celda y un niño infeliz se tapaba la cabeza con los brazos mientras dormía en las calles de Ciudad del Cabo bajo la montaña eterna que hacía que uno quisiera vivir para siempre, como ella. Lo que parecía, desde la perspectiva de un coche en marcha, como el vertedero de la ciudad era una superficie baja y vasta de planchas, latas, trozos de plástico y personas reducidos a detritos bajo un cielo gloriosamente emplumado, un pájaro cósmico, cirros dorados por una luz que brillaba desde billones de kilómetros. Una noche espléndida temblaba con truenos mientras los relámpagos huían en todas direcciones. El mar sereno cubría por igual los antiguos naufragios podridos y la contaminación presente con un brillo de color intenso, y dejaba descansar el pecho de las gaviotas. Se podría haber caminado sobre el agua, no es de extrañar que Harald pudiera creer que sucedió una vez.

Todo emite señales de vida, a pesar de todo. La sombra del avión es una gran mariposa que pasa sobre el verde, campos con espigas, desiertos color lila. Desde la ventanilla, las luces del valle vibran para atraer, atraer. Claudia empezó a tener la sensación de que ella y Harald estaban esperando alguna señal, la señal que haría que la vida siguiera adelante, los sacara de la regresión en que se habían refugiado, donde seguían su rutina y el eco de sus voces ocupaba lo que estaba vacío de sentido. Intentaba pensar sobre todo eso en términos prácticos: quizá deberían dejar el adosado tal como estaba ahora, sin vida dentro. Quizá deberían cambiar de casa.

¿Un equipo de profesionales, con sus cajas de embalar, podría hacer la mudanza? ¿Y no podrían las posesiones de Duncan, procedentes de la casita, junto con todo lo demás, ser entregadas, descargadas, y rodear a Harald y a ella en su futura vivienda?

Motsamai se aseguraba de que la empresa enviara a Duncan parte de los proyectos que tenía que diseñar. Duncan nunca veía el conjunto completo de planos para los que dibujaba el alzado, la planta y la vista lateral, aspectos del norte y sur, este y oeste. Pero algunas veces pensaba en cómo había realizado ya su propio trabajo: la estructura de aquella celda era su obra, diseñada de acuerdo con las especificaciones de su vida.

Harald y Claudia no cambiaron de casa. A principios de verano, Harald -que, como tantas otras veces, había llegado al adosado antes que Claudia- encontró una llamada en el contestador. La voz le resultó familiar de inmediato: el acento de bajo africano y el tono distendido de Khulu. ¿Qué hacéis, muchachos? Hace tiempo que tengo ganas de pasar a veros. Pero ya sabéis cómo pasa el tiempo; de todos modos, sé de vosotros a través de Duncan.

Claudia no quiso devolverle la llamada a aquella casa. Harald lo entendió: podría contestar Baker. Recordaba cuál era el periódico para el que Khulu hacía la mayor parte de sus reportajes, según les contó durante la charla que mantuvieron cuando los tres fueron a una cafetería entre dos sesiones del tribunal. Harald hizo que su secretaria llamara varias veces, pero no tuvo éxito y dejó un recado.

Él/ella. Una llamada a través del monitor de seguridad, una noche en que no esperaban a nadie. Esta vez, fue Claudia quien contestó. Khulu anunció su presencia. Cuando llegó a su puerta, ahí estaban ambos para recibirlo, con la aguda sensación de que se habían privado del placer de verlo por no haber sido ellos quienes hubieran ido a buscarlo, meses atrás. Sus pesados brazos los rodearon sucesivamente. La habitación se llenó de animación mientras Harald iba a buscar bebidas y Khulu decía:

– Claudia, ¿tienes pan o algo que comer, alguna fruta? He pasado el día fuera por un artículo ¡y no he comido nada!

Claudia tenía un chico al que preparar una comida. Iba y venía con carne fría, queso, chutney y pan, y Harald le trajo el frutero. Khulu comía con distraído entusiasmo mientras hablaba de los cambios producidos en la propiedad de los periódicos con la adquisición de un grupo por parte de unos individuos negros. Estaba orgulloso; y escéptico en relación con el progreso que, según Claudia, eso pudiera suponer para su carrera; Harald levantó una mano en un gesto procedente de su experiencia en asuntos de poder financiero, las rivalidades que tienen lugar en las salas de reuniones cuando un grupo de traseros dejan vacíos unos asientos que otros pasan a ocupar. Rieron ante esa desenfadada muestra de comprensión que el estado de ánimo traído por el visitante había hecho posible.

Pero Khulu también era un mensajero. Tras apartar el plato con pieles de plátano y agitarse en la silla con el vaso de cerveza en la mano, hizo su entrega.

– Duncan quiere que hagáis algo en relación con el niño. Si no es suyo, es de Cari. Duncan…

Duncan ha entrado en la habitación, en el adosado. Incluso el perro, que duerme junto a la silla de Harald, podría levantarse para saludar la entrada vacía.

Nadie habla, y entonces Khulu bebe un sorbo de cerveza. Desplaza el frutero para hacer sitio al vaso.

– Duncan lo quiere.

Él/ella dijo:

– ¿Qué podemos hacer?

Harald lo recuerda bien:

– ¡Esa chica no querrá que nadie reclame al niño! Lo dijo en el juicio. Es suyo.

– Duncan no está de acuerdo.

– ¿Qué quiere? ¿Análisis de sangre? ¿Que Motsamai ponga en marcha todo eso? ¿Y para qué? ¿Demostrar que el hijo es suyo y quitárselo a la madre? ¿Para que viva dónde? ¿Dárselo a quién? Si lo consigue, ¿quién va a cuidar al crío durante siete años? Tendrá siete años, quizá cinco, antes de que Duncan pueda hacerlo.

– No creo que Duncan se refiera a eso.

– Entonces, no entiendo nada. ¿De dónde viene esa idea? ¿Está perdiendo el sentido de la realidad, allí encerrado? Después de todo lo que le ha sucedido, lo que ha tenido que pasar, remover todo eso, meter a la siguiente generación.

– Espera, Harald.

– Veamos… no creo que pretenda quitarle el crío, ¡para nada! Nada de análisis de sangre y todo eso: el tipo de cosas que el periódico del domingo pone en portada. Sabéis que Duncan es una persona reflexiva, tiene su propia idea sobre la paternidad.

– Quién sabe si la criatura ha nacido ya. O si ha existido nunca: he tenido pacientes de historial similar con embarazos fantasma. Tal vez Duncan esté inquietándose por nada.

– Ha nacido. Tiene un mes.

Harald permanece sentado mirando a Claudia hasta que ésta dice, como si ya supiera la respuesta:

– ¿Y qué es?

– Un niño.

– Entonces, ¿qué te parece que quiere decir Duncan?

Harald intenta esforzarse en pensar en eso como si fuera una propuesta que hay que colocar sobre la mesa entre el frutero y el vaso empañado con los restos de la cerveza.

– ¿Dinero?

– No precisamente; pero, sí, los bebés necesitan cosas, supongo. Algún tipo de respaldo para ella, asegurarse de que puede cuidarlo adecuadamente.

– Ni siquiera sabemos dónde está ella.

– Sé cómo encontrarla.

Quizá la chica está escondida en algún lugar con su bebé, refugiada del mundo, y no sabe que los dos hombres, Duncan y Khulu, la buscan; Claudia, que ha visto tantos nacimientos, también conoció después de dar a luz un momento como ése, de pura posesión, que creía olvidado hace tiempo.

– Quizá Duncan debería dejarla sola.

Los dos hombres interpretan mal a Claudia; lo que oyen es la amarga oposición al dinero, al respaldo, al contacto con esa chica y su dudosa progenie.

Khulu repite amablemente la expresión de la voluntad de Duncan.

– Sé dónde encontrarla.

Con la familia.

Es un asunto entre ellos, los tres que están en el adosado. Esa noche, se separan compartiendo de nuevo la intimidad de los días del juicio.

Khulu Dladla sabe algo sobre esa pareja, para la que el hecho de que él sea negro y homosexual no impide que sea, para ellos, como un hijo: bien, después de todo, son blancos y lo que les aterra es que se pueda pedir que demuestren ser padres de su propio hijo recogiendo al niño. ¡Como si, entre la gente de Khulu, fuera necesario pensarlo dos veces! Los niños deben estar con la familia, qué importan las dudas sobre su origen.

No hubo concepción para la mujer de cuarenta y siete años. Pero hay un niño.

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