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No fue a ella, fue a él a quien hice callar, al final.

Siempre estaba intentando ganármela a base de reforzar su confianza en sí misma, creyendo que podría hacerlo con alabanzas, diciéndole lo inteligente que era.

Ella se reía: ¿Cómo mides la inteligencia de tu perro? ¡Por cómo obedece las órdenes!

El olor corporal de la ciudad, a orina y a flores de los puestos callejeros. Todavía no es invierno. Ni siquiera mediados de otoño, desde la alta ventana.

Un final irregular.

Qué es eso. No es de ella. No.

El final irregular de un continente.

L'Agulhas.

El estuvo allí con Cari. El mar brillaba en los bajíos cuando subía la marea; rocas (L'Agulhas, «las agujas», en portugués, explica él, el habitante del Norte que se divierte enseñando al del Sur lo que debería saber sobre su propio país). Las rocas ensangrentadas por los líquenes. Era divertido, los dos allí, con el peso y la extensión del continente a sus espaldas, sentados en el filo de la existencia. A escasa distancia de la furia oscilante de los dos océanos, en el punto donde chocan las corrientes opuestas, la del índico y la del Atlántico. Con ella… ah, fue en otro sitio, sólo el índico, del que la sacó a rastras para que respirara. En el Atlántico fue con él. Donde se encuentran los dos océanos se produce un punto fatal. Con Cari, llegó el final de todo. Entonces, alguien cogió el arma y le disparó en la cabeza. Un final irregular.

Los que quieren ojo por ojo, asesinato por asesinato; no querrán olvidarlo. Harald no sabe si, por esta convicción, que Claudia, probablemente, tiene la suerte de ignorar, debería sugerir: Quizá podría ir a ejercer su profesión en otro país.

¿De algo terrible surge algo nuevo y hay que vivir la vida con ello y de otro modo? Ése es el país para ellos, allí, ahora. Para Harald, implica una nueva relación con su Dios, el Dios de los que sufren al que antes no podía tener acceso. Claudia, en cambio… tuvo una salida que lo desorientó por completo sobre ella, sobre un aspecto que no había advertido nunca.

Quizá deberían intentar tener un hijo.

Que se permita refugiarse en una ilusión semejante, siendo médico, con cuarenta y siete años… qué esperanza podría haber de concebir, otro Duncan, en su cuerpo.

Todavía no soy menopáusica.

Él se sentía tumescente con el dolor de Claudia; con todo, le hizo el amor, por algo imposible. Era la primera vez que hacían el amor desde que entrara el mensajero en el adosado y nunca lo habían hecho así, como un ritual en el que no creían, ejecutado con desolada pasión.

Los primeros meses pasaron rozándolos. Entonces, las viejas rutinas empezaron a tirar de ellos, en un retorno: los viejos contactos de cada día, el contexto de las responsabilidades, rostros, documentos, decisiones que afectan a los demás, si hay que recetar este antídoto o ese otro para la clase de dolor que sufre alguien, si la subida de los tipos de interés podría contenerse sin elevar los pagos mensuales de los préstamos hipotecarios, decisiones en las que no tenían relevancia un hombre muerto en un sofá, un juicio, siete o cinco años. Nada más a ese respecto; nada más respecto a ellos. Sólo que, en lugar de sus habituales actividades de ocio, están las visitas, el viaje a otra ciudad, donde se cumplen las condenas largas.

Un colega invita a Harald a comer. El hombre acaba de recuperarse de la implantación de un doble bypass en un corazón obstruido por sangre espesa, y come los alimentos más fuertes del menú. Parece como si fuera una demostración; dice, sonriendo, a Harald:

– Uno tiene que morir.

Es una manera delicada de hacer referencia al desastre y ofrecer consuelo, todo el mundo sufre de un modo u otro, todos somos personas en un momento difícil.

Harald y Claudia vuelven a moverse en su propio círculo, no hay motivo para mantener contacto con la casa comunal; sin duda, en esa casita habrá ya nuevos inquilinos. Difícilmente podría esperarse que Baker, en cuyo dormitorio de la casa se suponía que estaba el arma bien guardada, quiera encontrarse frente a frente en aquel cuarto de estar con los padres del asesino de su amigo, suponiendo que éstos fueran capaces de acudir. Y Claudia no ha entrado en la casita después de que el mensajero dijera lo que tenía que decir. Una empresa ha llevado los objetos personales del anterior inquilino al adosado. Aparentemente, como muestra de consideración, los demás ocupantes de la urbanización no se han quejado a Harald y a Claudia de que la prolongada presencia del perro va contra las normas.

Ellos han perdido todo contacto con Khulu. Lamentablemente. Igual que uno pierde contacto con la persona que queda alejada de su vida, predeterminada tiempo atrás, también lo pierde con las circunstancias que rodearon el período de crisis en que la vida produjo sus propias intimidades extrañas, que no encajan con la necesidad de seguir la propia vida como uno sabe vivirla. No han vuelto a ver a Motsamai. Khulu visita a Duncan, según dice éste. O, para ser exactos, lo comenta de pasada, en la conversación que tiene lugar en un nivel tácito que evita determinadas referencias y preguntas a las que no se puede responder, entre él y sus padres cuando lo visitan. Intercambio de noticias personales; porque ahora Duncan tiene ese tipo de noticias, ha terminado el plano en el que estaba trabajando y ha tenido como respuesta (ventajas de las relaciones amistosas de Motsamai con el director de la cárcel) un informe detallado favorable de sus compañeros de proyecto. A la siguiente visita, puede decirles que tiene permiso para empezar a estudiar a fin de obtener un título superior de urbanismo. Y al mes siguiente les cuenta que -sí- está cuidando su salud haciendo gimnasia en su celda por la tarde y por la mañana. Les hace reír un poco la idea de su gimnasia improvisada.

Tiene buen aspecto.

Aunque algo diferente de la imagen que llevan consigo, como algunas personas llevan una fotografía en la cartera como identificación de un compromiso; sus rasgos son más toscos, más vigorosos, y los tendones que asoman por el cuello de la ropa de la cárcel corresponden a un hombre de más de veintisiete años. Igual que cuando estaba en el internado, había un rostro, un contorno en la mente que no se correspondía exactamente con el del chico al que visitaban en el colegio, que llevaban a comer fuera cuando había necesidad de hablar con él en serio sobre algo.

Se le ocurre a Harald que ahora, cuando salen de la cárcel, es igual que cuando lo dejaban en el colegio. El período de tiempo que tienen por delante, los impensables siete o cinco años, se reduce a algo más comprensible.

Él sabe que, cada vez que lo visitan, en su mirada está la pregunta pendiente; necesitan una respuesta. El juez lo afirmó como un hecho, no como una pregunta. «No ha dado muestras de arrepentimiento.» Cómo puede saber, ninguno de ellos, lo que sólo conocen de oídas. Cómo pueden saber qué es eso cuando piensan, cuando hablan. Harald y Claudia, mis pobres padres, ¿queréis que vuestro hijito se eche a llorar y diga que lo siente? ¿Se arreglará todo, como la ventana que he roto con una pelota? ¿Queréis que sea otra vez un ser humano civilizado, por lo primero, y Dios me perdonará y me dejará limpio, por lo segundo? Así creen que son los remordimientos.

Fue él quien me trajo un libro cuando yo estaba a la espera de juicio, creo que fue cuando él estaba tan enfadado, tan horrorizado que deseaba acusarme, castigarme, pero había algo en el libro que no sabía, no sabe, no puede saber nunca. El párrafo sobre quien lo hizo y sobre aquel al que se le hizo. «Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos -juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro sufre-, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»

Los escritores son peligrosos. ¿Cómo puede ser que un escritor sepa estas cosas? Aunque en este caso, somos tres, solos y unidos. En la «otra relación humana» -hacer el amor y todo lo demás- Cari actuaba, yo lo sufría, yo actuaba, Natalie me sufría, y esa noche en el sofá, ellos actuaron y yo los sufrí a los dos. Nos pertenecemos.

He copiado esta cita una y otra vez, no sé cuántas veces, en plena noche, la he escrito de memoria en un fragmento de papel, como ella acostumbraba a garrapatear un verso de un poema, me he detenido en medio de una sección cuando estaba concentrándome en el plano y he tenido que escribirla en algún sitio. Él está muerto, y él, ella y yo compartimos un secreto que nos une para siempre. No podría decirse mejor; él está muerto, no sé cómo cogí el arma y le disparé a la cabeza. Hay otro fragmento en ese libro; sobre el que lo hace. «Ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.» Cuando los encontré así, mi más profundo deseo ¿cuál fue? Daría lo que fuera por saber qué era lo que quería entonces, de lo que vi como su traición o la consumación de la unión entre nosotros tres, y por saber si, porque no pude obtener lo que quería -fuera eso lo que fuera-, mi más profundo deseo se vio satisfecho cuando disparé a mi amante y amante de ella. El está muerto, yo estoy vivo, me alegro con todos -mis padres, Motsamai- de que ya no haya pena de muerte. El asesino ha sobrevivido al asesinado. Intenta decirles esto a mis jueces, al del tribunal y a los del adosado. No puede contarse, sólo vivirse, en este espacio entre muros hecho para esto. Lo que está fuera, lo que puedo ver desde la ventana de Tántalo cuando me pongo de pie sobre la cama; estaré fuera, tras siete años (cinco, promete Motsamai); acaso se olvidará, acaso aquel que está muerto y yo ya no nos perteneceremos. Tendría que preguntárselo a algún preso veterano; los de la finca no nos movíamos en un medio de criminales. Hay tantas cosas que no sabíamos, que no deberíamos haber necesitado saber nunca. Los tres, Cari, muerto, Natalie y yo vivos, Nastasia mi víctima y, como dice Khulu, Natalie mi torturadora, esté donde esté, estamos unidos por lo que he hecho, lo sepa ella o no, sea o no un secreto lo que lleva en su vientre.

El reproductor de discos compactos está guardado en el adosado con otras cosas. No hay música en estas noches que separan estos días de mis siete años. El estrecho orificio de la ventana vigila mientras está cerrada la mirilla de la puerta; qué discípulo de la arquitectura funcional inventó las especificaciones para esta ventana en forma de rombo que se divide tan satisfactoriamente en segmentos hechos por barras verticales. La noche cortada en cinco trozos.

No hay equipo de música, pero oigo una y otra vez algunos fragmentos, el adagio de la Tempestad de Beethoven y el alegreto de un impromptu de Schubert. Él y yo acostumbrábamos ir a conciertos en esa época, la época de L'Agulhas. Con él había algo más que Brubeck y ese otro músico de jazz. El fallecido tenía una colección de discos, también de Penderecki y Stockhausen. Si escuchas la música que se forma en tu propia cabeza, que está allí sin ningún aparato reproductor -¿cómo?, ¿cómo?-, durante horas, empiezas a saber qué es la música. Es una de las maneras -sólo una entre muchas- de crear orden a partir del caos original. Cuando estaba con ella, escuchaba a Beethoven y Schubert solo, con cascos; ahora es algo parecido. Ella no quería oírla; no creo que fuera porque necesitara que yo le enseñara a apreciarla y demás. Era porque se rebelaba contra el principio del orden; en cualquier cosa, en todas las cosas, por eso nunca terminaba los poemas.

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