Probablemente, lo que parece arrogancia es la presencia imponente que impresiona en un tribunal. Los propios jueces tienen fama de tener este tipo de presencia. A mí tampoco me ha gustado mucho. Pero tengo claro que eso no tiene importancia, no está aquí para caernos bien, sino para hacer su trabajo.
Y él ha decidido cuál es.
Para eso ha sido contratado. Por su pericia.
Y ha decidido que Duncan mató. No puedo, no puedo ni siquiera oírme decirlo. No puedo decirme Duncan mató, Duncan ejecutó un acto patológico. Duncan no es un psicópata, reconocerás que sé lo suficiente sobre estados patológicos como para decirlo. Y no estoy involucrándonos en esto, no baso mi incredulidad en ninguna idea orgullosa de que eso no puede ser porque es nuestro hijo, no es eso lo que un hijo nuestro haría. Hablo de Duncan, no de nuestro hijo. Debe de haber alguna explicación de cómo se produjeron estas «pruebas indiciarias». Ese hombre no lo sabe, pero ¿qué es lo que está preparando? Prepara su defensa basándose en que esta «prueba indiciaria» indica que Duncan mató. Duncan mató porque esa putilla con la que se había juntado, que se iba con cualquiera, cosa que él toleraba, se dio un revolcón en un sofá con uno de sus amigos. Estoy segura de que no fue la primera chica en la vida de Duncan, acuérdate de las otras: Alyse o como se llamara, una estudiante de medicina que me ayudaba hace dos años, fue la favorita durante una temporada.
Por qué Duncan no habla.
No puedo decírtelo. No lo sé. Quizá porque los abogados lo agobian con la «prueba indiciaria», de modo que no tiene fe en que prevalezca la verdad, no se puede ganar contra las pruebas indiciarias, un jardinero te ve cruzar el césped y más tarde la policía recoge un arma. Un hombre que ni siquiera tiene reloj, ni siquiera puede decir qué hora era. Si no puedes demostrar tu inocencia, eres culpable, ¿no es eso a lo que ha llegado Duncan?
Por qué no habla.
Bueno, ésa es la única cosa positiva que dijo el hombre, me parece a mí. Tenemos que intentar que confíe en el abogado, aunque no quiera hacerlo en ti o en mí. Y no me preguntes por qué no quiere.
Ella y él.
¿Y qué le van a hacer si, en ese conflicto, él no los necesita? Él, Harald, tiene que mantener los ojos fijos en la carretera, alejados de ella, porque de repente están inundados de lágrimas, como si un esfínter hubiera sido presionado hasta reventar. Esos trayectos. Esos trayectos, de regreso del desastre.
Harald estaba en la casita. Había ido, de entrada, al alojamiento situado al final del jardín donde vivía el ayudante de fontanero y jardinero a tiempo parcial. Un candado en una puerta de cuadra; la finca era antigua, el hombre ocupaba lo que en otros tiempos debió de alojar un caballo.
Harald había evitado la casa con la intención de enviar al hombre a buscar la llave de la casita, aunque había un coche en el camino de entrada, indicando que había alguien en casa. Cuando llamó con los nudillos, un rostro vagamente familiar apareció en la ventana y Khulu Dladla se dirigió a la puerta. Había visto a Dladla varias veces; de vez en cuando, Duncan invitaba a sus padres a tomar unas copas en el jardín -no esperaban de él que se molestara en darles de comer- y normalmente alguno de sus amigos de la finca se les sumaba. Harald consiguió la llave de Khulu; el voluminoso joven salió caminando descalzo con pesados pasos para ir a buscarla; el procesador de textos que utilizaba cuando fue interrumpido brillaba como un ojo verde ácido en aquel cuarto de estar; aquel sofá. Dejó a Harald sólo con el mueble. Los sentimientos del joven, mientras le tendía la llave de la casita, dieron a sus rasgos el doloroso ceño de quien está apretando un tornillo.
– Puedo ir contigo, si quieres.
No. Harald se sintió conmovido por la torpe amabilidad que, de repente, hizo que se sintiera más cerca de aquel hombre, pero no debía haber testigos de lo que implicaba la ausencia de Duncan de la casita.
Harald estuvo en la habitación donde dormía Duncan. Y la chica. Había un frasco de crema facial entre los paquetes de cigarrillos, en la mesilla de noche de la izquierda. No quiso mirar, por respeto, el aspecto de la habitación; cogió camisas, calzoncillos y calcetines de un armario sin fijarse en nada más de lo que se guardaba allí, no era asunto suyo.
No me traigas nada de lo que estaba leyendo.
Los libros aplastaban una desvencijada mesa de bambú situada a la derecha de la cama; pero él se inclinó, los cogió, leyó los títulos, que le resultaban familiares o desconocidos, con la conciencia de ser observado por la habitación vacía. La mesa tenía un estante inferior lleno de revistas de arquitectura y periódicos que se desparramaban por el suelo. Le pareció como si las hubieran dejado caer allí, ese día, cuando el ocupante de la cama estaba echado escuchando cómo golpeaban su puerta. Puso una rodilla en tierra y las colocó bien, pero el estante se combó y se esparcieron de nuevo, y entre ellas había un cuaderno de esos baratos que utilizan los colegiales. Lo puso en equilibrio sobre la pila. ¿Para qué?, ¿Para que Duncan pudiera cogerlo cómodamente cuando volviera a dormir en esa cama? Como si él se engañara pensando que iba a hacerlo pronto.
Cogió el cuaderno y lo abrió. A medida que pasaba las páginas, iba sintiendo cómo se apoderaba de su nuca la mezquindad de lo que estaba haciendo, la traición a lo que el padre había enseñado al hijo, debes respetar la intimidad de los demás, no se leen las cartas ajenas, no se debe leer nada personal que no esté destinado a ti. Todo era normal, inofensivo: la fecha en que el coche había pasado la revisión por última vez, cálculos de dinero con una finalidad u otra, una dirección escrita en diagonal, la anotación de un número atrasado de alguna publicación sobre arquitectura; no era un diario, sino un cuaderno de notas para inquietudes que le pasaban por la cabeza de vez en cuando. No obstante, garabateado en la última página escrita, había un pasaje copiado de algún lugar; Harald le había transmitido su amor a la lectura cuando era todavía pequeño. Le bastaron las primeras palabras para reconocerlo.
Dostoievski, sí, cuando Rogozhin habla de Nastasia Filipovna. «Se habría ahogado hace mucho tiempo si no me hubiera tenido; ésa es la verdad. Tal vez no lo hizo porque yo soy más terrible que las aguas.»
Mientras se está a la espera de juicio, en un caso de asesinato no hay actuaciones con las que los periódicos puedan suministrar algo sensacional a sus lectores. Cuando se publicaron los primeros reportajes contando que el hijo de Lindgard había sido acusado de matar a un hombre, en el momento de la llegada del miembro de la dirección a su despacho se produjo un silencio tácito. Dieron la vuelta a los periódicos para que no se vieran los titulares o se apartaron del lugar donde los ojos de Lindgard y los de los demás podrían cruzarse. El presidente no sabía si, en la intimidad de la sala de juntas, debería manifestarse una expresión formal de comprensión y preocupación hacia un colega tenido en alta estima y hacia su esposa, que estaban pasando por un momento difícil -ésa era la expresión que habría utilizado-, o si era más útil y discreto eludir toda atención oficial, tratarlo como algo que se tendría presente pero no aparecería en las actas de la reunión, lo que sería una especie de condena e iría contra Lindgard, como padre, por lo menos en sentido biológico, de un crimen. Se decidió que la dirección no haría ninguna declaración. Los miembros encontraron, a título individual, un momento adecuado para mostrar su condolencia brevemente, para reducir a dos interlocutores la tensión del momento. La actitud general que había que adoptar era la de mostrarle que, naturalmente, todo aquello era absurdo, un error espantoso. Él les dio las gracias, sin asentir; ellos lo tomaron como que, simplemente, no quería hablar de aquel error espantoso. La mayoría de ellos tenían hijos e hijas para los que un acto semejante sería igualmente imposible.
El período de prisión preventiva fue enfocado según el único modelo que Lindgard y sus colegas conocían: como una remisión en una enfermedad sobre cuyo diagnóstico es mejor no preguntar.
Un día, en el aseo de hombres, un colega con el que trabajaba desde joven, más preocupado por la franqueza en los sentimientos humanos que por mantener convencionalismos sobre la dignidad, le dijo mientras orinaban, como si se aliviara doblemente:
– Si hay algo que yo pueda hacer… No tengo ni idea de qué podría ser… pero no lo dudes ni un momento, bajo ningún concepto. Debes de estar pasando por un infierno. Nunca sé si hablar de ello o no, Harald; si te molestará. Sea cual sea ese montaje, debe de ser una tortura hacerle frente, sabiendo que no puede ser, que está fuera de toda duda.
Lindgard se había lavado las manos. Estaba tirando meticulosamente de la toalla enrollada para obtener un trozo seco. Y habló en aquel enclave alicatado, destinado a las humildes funciones humanas.
– No está fuera de toda duda.
Su colega se enderezó, pasmado. Ahí no se había dicho nada. Uno no debe oír algunas cosas, y quien las diga lamentará de inmediato haberlo hecho.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta, se dio la vuelta, volvió junto a él y le puso la palma de la mano sobre el omoplato, exactamente en el mismo lugar donde el hijo la posó, en un único gesto de comunicación, la primera vez que fueron a la sala de visitas.
Pocos de los pacientes de la doctora la relacionaron con uno de los casos de violencia sobre los que tal vez habían leído algo. Había tantos; en una región del país donde la ambición política de un líder había llevado a asesinatos que, a su vez, se habían convertido en vendettas fomentadas por él, el total diario de muertes formaba parte de la rutina, al mismo nivel que el parte meteorológico. En cualquier sitio, los taxistas se pegaban tiros por los clientes; en las peleas de las discotecas, las armas decían la última palabra. La violencia del Estado bajo el antiguo régimen, el anterior, había acostumbrado a sus víctimas a ella. La gente había olvidado que hubiera otra manera de resolver los problemas.
Ella no trabajaba dentro de un grupo, con colegas que tuvieran que adoptar una actitud hacia la situación que la distanciaba de los demás. Sólo estaba Queen, la alegre belleza preocupada por su propia autoridad como enfermera jefe en el hospital, y, en la consulta privada, la señora February -cuyos antepasados habían recibido como apellido el nombre del mes en que fueron comprados en el mercado de esclavos- permanecía sentada ante el escritorio de la recepción con los ojos lúgubres propios de la actitud tradicional y digna de quien pasa por una situación difícil, representando el papel que correspondía a la doctora. Era una delicada expresión de empatía que no necesitaba intercambio de torpes palabras. En el hospital y en sus horas de consulta, la doctora se encontraba dentro de una parcela inalterada de su vida, en un lugar seguro; las personas rodeadas por un peligro invasor pueden protegerse precariamente, durante un tiempo, en zonas definidas por quienes son ajenos a la amenaza, agentes de la misericordia. Sin embargo, le costaba sostener un interés personal por la vida de los pacientes, cosa que siempre había considerado esencial para la práctica de la curación. La identificación primera con otra persona cuyo hijo estaba en la cárcel pronto desapareció en la multitud de los desafortunados; en cuanto uno es empujado, se convierte en uno más entre ellos, aparece la sensación de que si yo he tenido que escuchar tu problema, tú tendrás que escuchar el mío.