Empaquetó, junto con comida, la ropa que Harald había llevado a casa, volviéndola a doblar.
¿Por qué no has traído un pijama?
Los hombres jóvenes no llevan, ¿no te acuerdas? No había. ¿No te acuerdas de cuando todavía vivía en casa?
¿Cómo iba a saber yo con qué dormía?
¿No lo viste nunca circulando en calzoncillos? En verano muchas veces desayunaba así.
Claro, y ella también ordenaba la ropa limpia, arreglaba los armarios de los hombres de la familia, como esposa y madre servicial que se esperaba que fuera, también, la doctora.
No dedicaba todo mi tiempo a los calzoncillos.
Me parece que debe de haber muchas cosas. Muchas que no recordábamos. Que no recordamos.
Me gustaría que dijeras claramente lo que quieres decir.
Es ya bastante difícil… hablar, saber lo que estamos diciendo. Tengo la sensación de que, en cierto modo, recelas de mí. Estás intentando pillarme, hacer que yo te lo explique, porque yo soy su madre, yo debería saberlo, debería saber por qué. ¡Y yo soy su padre! ¡Debería saberlo!
Se acostaron tan tarde como pudieron para acortar la noche anterior a la visita en la cárcel. Al azar, él puso una cinta de vídeo de una película de Woody Allen. Cuando el lúgubre rostro apareció, Claudia comentó que la cinta se la había dejado Duncan y no se la habían devuelto. Quizá fuera un intento, patético o irónico, de afirmar que recordaba algo, un cabo suelto, entre ellos y su hijo. Se oyeron mutuamente reír en diversos fragmentos de la película; hasta que se terminó, la luz de la pantalla se encogió sobre sí misma, se desvaneció en el súcubo de la oscuridad. En la cama, permanecieron acostados en esa misma oscuridad. Harald le rodeó la cintura con un brazo, pero no le tomó los pechos con la mano; ésta quedó ahí, abierta. Harald y Claudia no habían hecho el amor desde la noche en que llegó el mensajero. No podían. Tal vez habría sido bueno, tal vez habría ayudado -al fin y al cabo, habían sido capaces de reír-, pero un testigo, desde la celda de una cárcel, cerraba el cuerpo de Claudia, hacía impotente a Harald.
Él pensó, al amparo de la oscuridad, que podría contarle lo que había leído en la última página del cuaderno. Al amparo de la oscuridad: el lugar adecuado para entender, para que entendieran lo que Dostoievski había revelado sobre su hijo, y a su hijo sobre sí mismo. Claudia leía revistas médicas, probablemente nunca había leído a Dostoievski, él no se lo reprochaba, en su interior; ella curaba mientras que él podía garantizar -asegurar- sólo dinero como compensación ante el dolor y el desastre; pero cómo podía esperar que ella fuera capaz de interpretar un fragmento de las profundidades de una mente con cuyo funcionamiento no estaba en absoluto familiarizada.
En la oscuridad, Harald pudo disfrazar la idea que le rondaba conviniéndola en una cuestión práctica, necesaria; la única acción posible para ellos consistía en encontrar lo que debían hacer a continuación.
Tenemos derecho a esperar que ella venga a vernos. Tenemos que ver a la chica.
Harald se había quedado con la llave que Khulu le diera, volvió a la casita y cogió, en el silencio del dormitorio abandonado, el cuaderno. Leyó de nuevo el fragmento que su hijo había encontrado -¿qué?- tan devastador, un juicio inapelable; aunque también podía hacer suyo el texto como una confirmación del ego, de poder, alardear de él, vivir de acuerdo con él. Guiarse por él.
Harald hojeó de nuevo las páginas. Había unas pocas líneas que se le habían pasado por alto la primera vez, entre anotaciones banales. Otras citas, pero nada que él pudiera identificar. Garabateadas con una escritura amplia y superpuesta, producto de un recuerdo escrito a tientas, a oscuras, adormilado. «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser quien me aquiete para arder.» Había un guión, la inicial «N». Una muestra de dramatización adolescente, probablemente dividida en las líneas rotas del verso libre en el original, lejos de la categoría digna de ser apreciada junto con Dostoievski. Se llevó el cuaderno al despacho y lo guardó bajo llave en un cajón de su escritorio; era confidencial, entre él y su hijo, en su calidad de amantes de la literatura de la familia, conscientes de que el terrible genio de la literatura autoriza a algunas cosas. Su hijo no sabía nada sobre esta confidencialidad. No sabía que su padre se había metido a hurtadillas en su intimidad de adulto y había robado sus crípticas notas con la intención de descifrarlo a él.
Hamilton Motsamai estaba ya en contacto con la chica, naturalmente. Se estiró, detrás de su escritorio, y convirtió un reluciente bostezo en sonrisa, en un gesto tolerante ante el hecho de que los legos ignoraran que los abogados deben pensar un paso por delante de ellos.
– No conocemos a esta señorita. ¿La han visto en varias ocasiones? No se ha puesto en muy buen lugar, dada su actitud aquella noche. Habrá cierta reticencia, imagino, en… ejeee… -aleteó en el aire con las manos abiertas- llevar su pequeña actuación en el sofá ante un tribunal, somos conscientes. Así que no me molesta en absoluto que el fiscal la haya puesto en la lista de testigos de la acusación. Eso significa que yo podré hacerle preguntas después que él. ¿Me siguen? No podría hacerlo si la citara yo como testigo de la defensa. Pero también he hecho una petición al fiscal que no ha sido rechazada. Va a permitirme tener acceso a ella, para que venga aquí a hablar. Por el momento, él no sabe si va a utilizarla o no, pero estoy seguro de que, al final, lo hará. Seguro. De manera que volverá a pedir permiso después de que yo la vea, pero no pasa nada, está bien. Ella, para cubrir su jugada, podría intentar algunas alegaciones dañinas contra el modo de ser de Duncan que podrían ser útiles a la acusación. Aunque espero conseguir de ella todo lo que quiero cuando la tenga en el estrado de los testigos. Es muy importante su actitud hacia su hijo. ¿Todavía siente algo por él? O tal vez tenga resentimiento hacia él, de manera que intentará parecer libre de toda culpa en la provocación que lo condujo a ese acto, pasando por alto el sofá. Qué sabemos de su carácter. Lo único que conocemos es su nombre, Natalie James, ha trabajado en un instituto de estudios de mercado, ha sido azafata en un barco de crucero por las islas griegas, fue secretaria de un catedrático de universidad por ahí y ahora se describe como trabajadora free lance. No sé en qué. En qué campo. También escribe poemas. Le he dicho que ustedes quieren verla. Dice que sólo les verá aquí, conmigo, pero no en su casa…
Claudia está sentada de lado mientras habla Motsamai, de la misma manera que podría cerrar los ojos para concentrarse mejor en lo que está diciendo.
– ¿Le ha hablado a Duncan sobre ella?
– Él dice que vivían juntos, pero que «cada uno vivía su propia vida», textualmente.
Fijaron un día y una hora para encontrarse con la chica en el bufete del abogado. Esa mañana, Claudia telefoneó a Harald al despacho desde su consulta. Estaba con él un representante de la Comisión de Vivienda del Gobierno; estaban discutiendo un acuerdo de préstamos a bajo interés que diera pared y techo a miles de pobres; se produjo una larga negociación sobre si debían llegar a una conclusión o arriesgarse a verlo retrasado una vez más.
Harald, no voy a ir. No hace falta que la veamos si el abogado ya está tratando con ella. No quiero verla. Deberíamos dejárselo a él.
Como si lo hubieran sacudido y lo hubieran arrastrado de la cama en plena noche; durante un momento, Harald no reconoció qué era lo que le estaba recordando, su capacidad de comprensión estaba dividida en dos. El hombre de la Comisión recogió sus papeles para demostrar que no estaba escuchando. Harald se sintió ferozmente irritado con ella, Claudia, con su intromisión, el que le recordara la intromisión en su vida que había desplazado monstruosamente a todo lo demás, sus cincuenta años, que había eclipsado el sol y aislado el aire de todo lo que había aprendido, la comprensión que creía haber alcanzado en el conocimiento de los seres humanos y las costumbres que había analizado, la satisfacción en el trabajo y los placeres de las emociones aceptadas, el amor entre hombre y mujer, entre padres e hijo, la tranquilidad de la amistad; una irritación que se fue hinchando y alcanzó incluso a su hijo, Duncan, que había ido a parar a la cárcel. ¡Sí! Unas fuerzas vociferantes luchaban para apoderarse de sus entrañas, fuerzas que si se dejaban salir al exterior libremente podían llegar a ser violentas. No podía hablar, ni siquiera pronunciar una respuesta de rechazo indirecta, frases tranquilizadoras para ella que, sin embargo, tuvieran relación con una situación totalmente remota para el otro hombre que estaba en la habitación, alejado, inocente. Le colgó el teléfono en mitad de la frase.
Natalie-Nastasia. Motsamai dijo que ya había llegado, estaba en el cuarto de baño de señoras.
Cuando entró, fue recibida por los ojos de un padre: encajaba con la joven que Duncan había llevado a la casa una o dos veces. Era ella, de acuerdo. Estaba cerrando la puerta con una mano curvada con gracia a su espalda, Motsamai le agradeció el detalle con una sonrisa. Así pues, Motsamai, él también, sentía la atracción que, por lo que parecía, ejercía sobre algunos -muchos- hombres.
Los mismos hombros caídos de una modelo de Modigliani (y había una reproducción de un desnudo de Modigliani, inadvertido hasta aquel momento, en el dormitorio que había saqueado). Harald no era de los que se fijaban mucho en la ropa de las mujeres, sólo en el efecto que producía, pero le pareció que llevaba el mismo tipo de ropa que en otras ocasiones, piernas perfiladas por algo parecido a las mallas de una bailarina y una camisa ancha desabrochada sobre la gran uve de una garganta moteada por el sol. El cabello era algo distinto -tal vez antes fuera de otro color, pero ahora era negro como el betún-, pero los ojos, la mirada que le dirigió, eran reconocibles, sin duda. Quizá había un lugar en la memoria donde existiera un álbum de fotos barato con todas las novias de Duncan, aunque nunca lo hubiera abierto. Ésa fue la impresión que le produjo: ojos oscuros con destellos amarillos (los colores del pisapapeles de ojo de tigre del escritorio de Motsamai), secretos tras unas pestañas muy espesas, arriba y abajo, que se enmarañaban en los extremos externos. Y estos extremos de los ojos caían ligeramente, fuera debido a sus músculos faciales o por la expresión que adoptaba permanentemente; los ojos eran una afirmación legible, según quien la recibiera: podían ser perezosamente, vulnerablemente atractivos o calculadores, vigilantes.