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Cuando Duncan llevaba chicas -sus mujeres- al adosado del conjunto residencial, no era (en el fondo) como si las trajera «a casa», ellos dejaron su «casa» cuando él creció, «casa» era el edificio que vendieron, que abandonaron porque se había convertido en una carga que ya no era necesaria. Que apareciera por ahí a comer o a cenar acompañado de una chica no significaba que la presentara a sus padres como si tuviera con ella un compromiso serio, pero tampoco quería decir que fuera un pasatiempo pasajero; si éstos existían, no justificaban el grado de intimidad que implicaba ser admitido, aunque fuera de modo informal, en la zona de su vida que compartía, comprometido por el pasado, con Harald y Claudia. La habría llevado, aunque sólo fuera por eso, porque consideraba que tenía una personalidad interesante; en realidad, eso era lo que él, Harald, pensaba del criterio que seguía un hijo cuando presentaba una amante a sus padres.

¿Y qué pensaba Claudia de todo aquello? Se había referido a la chica como «esa putilla que se había juntado con Duncan». Cómo podía haberse formado esa opinión en las pocas veces que Duncan había traído a la chica al adosado; ah, más una ocasión en que Duncan compró entradas para el teatro y los cuatro fueron a ver una obra juntos, ocasión en que escucharon y miraron, y no hablaron demasiado. Las mujeres se ven mutuamente unos rasgos que uno no puede atribuirles si no pertenece a su sexo, sean o no justas dichas atribuciones. Fuera lo que fuere esa chica, Claudia la había juzgado la causa de las terribles consecuencias que había acarreado el que Duncan se hubiera mezclado en su vida.

Pero cómo creer, Claudia, al mismo tiempo, que Duncan no podía haber cometido aquel acto, el acto final de todos los actos humanos, el irreparable, el irreversible, y, a la vez, que aquella chica, aquella putilla, fuera lo bastante importante para él como para que la conducta de ella lo convirtiera en sospechoso de haber cometido ese acto. La inquietud torturadora que aquella idea causaba a Harald estaba fuera de lugar en aquel momento y situación: había dejado de prestar atención a lo que estaba sucediendo mientras los tres, él, la chica, Motsamai, estaban sentados juntos en el bufete del abogado. ¿Qué acababa de decir Motsamai? Como es obvio, el señor Lindgard y su esposa están interesados en conocer su versión de lo que sucedió aquel jueves por la noche.

Manos finas entrelazadas, dedos con las puntas respingonas, apoyadas con calma sobre sus muslos.

– Ya se lo he dicho a usted. Puede darles esa información.

Respondía al abogado, pero se había dirigido al padre de Duncan; bajo los mechones del flequillo que se movían sobre su frente, aquellos ojos lo miraban sin apartar la vista. Si tenía que haber una maldición, vendría de ella. Rechazó aquel contexto rápidamente.

– No nos interesa tu conducta aquella noche. Sólo tus observaciones. Sobre el estado de ánimo de Duncan. Hasta aquella noche, ¿cómo estaba últimamente? Tú vivías con él, ¿qué clase de relación era ésa?

Y su rostro desnudo ante su mirada decía, entre ellos dos: ¿qué eres tú, qué le hiciste?

– Fue él quien me pidió que me fuera a vivir con él. Fue él quien lo decidió.

– Eso no basta. ¿Por qué fuiste?

– No lo sé. Él parecía ser una solución. Estoy segura de que no quieren oír la historia de mi vida.

Aunque allí la acusada era ella, no el que estaba en una celda, dijo esto último con un tono encantador que sedujo a los dos hombres, sus interrogadores.

– Sólo en la medida en que pueda ayudar al señor Motsamai en la defensa de Duncan. No sé si sabes que Duncan corre un grave peligro, ¡estamos hablando aquí como si tú fueras una desconocida para él, pero estabas viviendo con él, acostándote en la misma cama! ¡Por el amor de Dios! Para ser francos, tu vida es tuya, es cierto, pero lo que hiciste esa noche no pudo suceder porque sí. Algo habría en vuestra relación, alguna cosa habría, lo que hiciste tuvo que ser consecuencia de algo. ¿Estabais peleados? ¿Fue una crisis o sólo un incidente más que ambos habíais aceptado en otras ocasiones? ¿No te das cuenta de que esto es importante?

Escuchaba atentamente, pensativa, como si se tratara de una voz confusa en otra longitud de onda.

– Duncan se apodera de los demás. Los fuerza. No puede dejarlos en paz. Le gusta manipular, no puede evitarlo. Y se pone muy desagradable cuando te resistes, y considera que resistes cuando lo que él hace, lo que te ofrece, no es lo que tú quieres. Y cuanto más fracasa, peor se pone. Creo que no sabe cómo es. -Escenificó un estremecimiento.

– Pero te quedaste con él. Te quedaste con él hasta que te subiste a tu coche, te marchaste y lo dejaste solo esa noche, y no volviste.

Ella seguía mirándolo en plena cara, con las manos todavía entrelazadas con calma.

Cerró los ojos un momento. Las negras pestañas presionaron sus mejillas.

– Yo era libre.

– Así que tenías miedo de mi hijo.

– Él me tenía miedo.

Después de que se fuera, Harald permaneció sentado en el bufete de Motsamai, mirando los estantes llenos de libros jurídicos con sus papelitos indicando las páginas importantes que podrían determinar un resultado, aunque no sería la justicia; ya no podía pensar en la justicia como antes. La ley como juego de pistas cuyas cláusulas subsidiarias podrían conducir a través del bosque. Motsamai pidió café a través del intercomunicador y, a continuación, sin dar una explicación a su cliente, anuló la orden. Salió de detrás de su escritorio y se dirigió a un armario con tiradores de latón. En él había hileras de archivos y, en un compartimiento interior, unas copas colgaban de la base por una ranura, como en un bar elegante. Levantó en una mano una botella de whisky y, en la otra, una de coñac, ¿preguntando? Harald hizo un gesto con la cabeza señalando la de coñac. Motsamai sirvió a ambos un buen trago. Era una pequeña muestra de tacto, amable, silenciosa, inesperada en aquel hombre. Harald fue capaz de decirle:

– Así que ella cree que Duncan mató al hombre que vio follársela en el sofá.

– Ella sabe qué clase de mujer es. Nos toca a nosotros ir más allá.

Motsamai encogió la lengua para saborear el coñac; hete aquí un hombre que disfruta con la boca, ha conseguido mantener la avidez con la que el recién nacido ataca el primer alimento en el pecho.

– ¿sí?

– A ver: ella lo provocó más allá de lo soportable, lo sacó de quicio, no sólo esa noche, con su exhibición, sino durante el año o los dos años anteriores. Que culminaron en esto.

– Eso no es lo que ella dice. Dice que era él. Que era él quien… cómo ha dicho… quien se ponía muy desagradable.

– Ah, pero usted lo ha dicho: ella se quedó. Y lo ha oído: él me tenía miedo. Esa ha sido su respuesta cuando usted ha preguntado, después de todas sus quejas, de sus acusaciones contra él, si tenía miedo de su hijo. Ella se quedó, ¡se quedó!

Porque él era más terrible que las aguas, distinguido abogado. Pero ese juicio del acusado sobre sí mismo no estaba destinado al oído de los abogados; todavía no, si es que alguna vez llegaba a estarlo. Cuando se prepara un caso se produce un proceso de criba del que un lego debía aprender; Harald tenía cierta experiencia en atrapar matices en un contexto muy distinto, en las reuniones de la dirección a las que asistía y que, en algunas ocasiones, presidía. Algunos hechos serían útiles para el abogado, otros irían en contra de su argumentación, ¿cómo actuar?

Motsamai se deslizó entre su majestuosa butaca tapizada en cuero castaño y su escritorio para sentarse de nuevo. Lo que tenía que decir debía ser dicho desde ahí y no desde la informal postura de una copa compartida.

– Mira, Harald: va a dar lo mismo que se descubran o no huellas dactilares bajo la suciedad del arma. Me lo ha dicho mi cliente.

– Duncan lo ha dicho.

– Sí, Duncan me lo ha dicho.

– Te lo ha dicho. Y te ha dicho que nos lo digas.

– Sí. Ejeee…

Ese sonido procedente del pecho puede ser, es cualquier cosa: un reconocimiento, un lamento. Al oír que aquel hombre lo tuteaba y lo llamaba por su nombre de pila, por primera vez, Harald entendió lo que se expresaba en ese momento en un sonido más antiguo que las palabras, situado más allá de éstas.

– Entonces, esto es el final.

– No, esto no es el final. Aquí empieza nuestro trabajo.

– El tuyo y el del buen amigo, el abogado ayudante.

Un hormigueo le recorre todo el cuerpo, la droga de una emoción desconocida inyectada en esta sala bien arreglada donde se ha anunciado una condena; una sala cuyo significado sustituye ahora el de cualquier otra morada en esta tierra, en esta vida.

– ¿Un abogado está obligado a encargarse del caso de una persona que ha dicho que es culpable? ¿Que ya se ha juzgado a sí misma? ¿Qué puede defender?

– ¡Claro que un abogado puede encargarse de un caso así! El individuo tiene derecho a ser juzgado de acuerdo con muchos factores en relación con el acto confeso. Las circunstancias pueden afectar de manera vital el peso de las pruebas indiciarias. El acusado puede juzgarse, pero no puede sentenciarse. Sólo puede hacerlo el juez. Sólo según el veredicto del tribunal.

»En relación con el tipo de sentencia que es probable que se le imponga, esto sólo es el principio del caso, ¡vamos! El que nos centremos en un aspecto u otro garantizará que la sentencia no sea ni un día más larga, ni un grado más severa de lo que permitan los atenuantes. Se ha abierto, Harald: ahora tu hijo me habla, hay aspectos del caso que la defensa debe seguir, ¡todavía hay defensa!

La visita en la cárcel a un asesino.

Cuando regresó del bufete del abogado y se lo contó a Claudia, el rostro de ésta se fragmentó en parches de color escarlata, como si sufriera una feroz alergia, era raro verlo. Como algo indecoroso. Deseó con angustia que llorara para poder abrazarla.

Repasaron lo que había dicho el abogado sobre su caso, su tarea. Se había desmoronado el principio legal, inocente hasta que se demuestre la culpabilidad, que ellos respaldaban, junto con todos los que creen que sus transgresiones nunca irán más allá de la infracción de tráfico. En la polvareda que levanta, el desconcierto aisla; ambos hablaron en primera persona, sin conseguir llegar al otro.

Seguro que otra mujer habría llorado, habría emitido un lamento fúnebre por su hijo, y él habría sabido qué hacer, la habría abrazado y se habría sumado a ella.

Harald dijo vacilante, hablando de sí mismo: Sabemos menos que antes. Motsamai no le preguntó la única cosa que importa. A mí. A nosotros. No se trata de por qué, eso es lo único que a Motsamai le preocupa, en eso se basa la defensa. También se trata del cómo. Cómo pudo hacerlo. Duncan pudo llegar a hacerlo, coger un arma y matar. El es tú y yo, ¿no es cierto?, y nosotros no podemos saberlo. No porque Duncan no se lo vaya a contar a Motsamai ni a nosotros ni a nadie, sino porque es algo que no se puede «contar». Tiene que estar en uno. En él.

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