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Claudia fue a la cocina a buscar comida porque aquélla debía de ser más o menos la hora en que acostumbraban a comer. Él no prestaba atención a las cosas de la casa. La siguió, movido por una especie de cortesía que, en su situación, era lo único que les quedaba. No había nada más que decir; tal vez había dicho ya demasiado. Lo que Claudia estuvo pensando, lo que estuvo forjándose en el silencio de madriguera de la cocina, apareció al día siguiente cuando caminaban juntos por el sendero en dirección al garaje, de camino a la cárcel. Una de las hojas rígidas y espatuladas del ave del paraíso quedó atrapada en su cabello, ella se echó a un lado, interrumpiendo su avance inevitable, y él se volvió para ver qué era lo que la retenía. Una sonrisa transformó rápidamente el rostro de ella y desapareció con igual rapidez. Aquella noche creíste que podía haberlo hecho. ¿Verdad? Lo decidiste. No necesitabas esperar ninguna confesión hecha a un abogado.

Al principio, al otro lado de la mesa de la sala de visitas de la cárcel, se encontraba el personaje de un preso; aquel día se encontraba el personaje de un asesino, acusado por sí mismo, definido por sí mismo como tal. Duncan. Claudia, su madre, administró la media hora recurriendo al formato de su profesión, una seguridad que ninguna calamidad podía arrebatarle; la confesión de culpa como un diagnóstico.

De nuevo se planteó la cuestión del abogado. ¿El paciente estaba completamente satisfecho con la competencia del encargado de su caso, estaba lo bastante impresionado con Motsamai, ahora que había hablado con él? ¿Desearía pedir otra opinión? Había muchos abogados con experiencia, ¿no merecería la pena? La naturaleza del diagnóstico mismo, esa terrible malignidad declarada, no está en discusión. Su padre confirma:

– Yo también he podido hablar con Motsamai. Creo que es un hombre hábil. Y él sabe que vas a necesitar a un hombre hábil. Creo que deberíamos dejar que él decida si quiere consultar con alguien. Si hay alguien cuya experiencia particular en algún tipo de caso quiera utilizar.

El hijo de ambos -en su nuevo personaje- está ahí, vestido con una de las camisas que su padre cogió de la casita; su hijo, que ha matado a un hombre. Ya no está observándolos atentamente como hizo durante las visitas anteriores, cuando podían representar para él la fantasía que su presencia postulaba de que no había hecho lo que había hecho, encontrarían a alguien que hubiera lanzado el arma a un macizo de helechos.

Está distraído, ojos y manos inquietos. Ella incluso le pregunta si tiene fiebre, es todo lo que sabe, pobre madre abnegada, pobrecilla.

Qué podría recetar para una fiebre como ésa.

– Motsamai es un gilipollas pedante, pero está bien. Me entiendo con él. Así que habéis estado con él. Sabéis lo que hay que saber.

– No. No sabemos lo que hay que saber. Sólo tu decisión. Y que él la acepta. No hay alternativa. Duncan.

Bruscamente, Duncan extiende una mano, la mano de un hombre que se ahoga, haciendo un gesto desde las profundidades, y coge la de su padre a través de la mesa. Su mirada oscila entre Harald y Claudia.

– Si no hubierais vuelto, lo habría entendido.

Eso es lo más cerca que llega Duncan de admitir lo que les ha hecho.

El hombre del sofá no es la única víctima. Ahora, Harald y Claudia albergan, cada uno de ellos, en su interior, un resentimiento maligno contra su hijo que parecería tan imposible en ellos como la capacidad para matar en él. El resentimiento es vergonzoso. Lo que es vergonzoso no puede compartirse. Lo que es vergonzoso separa. Pero la manera de hacer frente al resentimiento llegará, tiene que llegar, de manera individual para ambos. El resentimiento es vergonzoso: porque ¿qué le han hecho ellos a él? ¿Es ahí donde hay que encontrar -¿por qué?, ¿por qué?- la respuesta? Harald se inspira en los jesuitas; Claudia, en Freud.

Es necesario concebir el hijo otra vez, volver a gestarlo.

Se divirtieron mucho haciéndolo, Harald lo sabe bien. Es difícil recordar la emocionante frescura de la transformación de la personalidad en el primer amor sexual: no sólo se rompe el himen, también se abre la crisálida para liberar las alas plegadas de la emoción y la identificación con todas las criaturas vivas. Harald fue el primer amante de Claudia, cuando ella era la estudiante de medicina más joven de su clase, y él se encontraba indeciso sobre si cambiar los estudios de ingeniería por los de económicas. La arrogante confianza de estar enamorado le dio valor para decepcionar a su padre y abandonar la tradición de una línea de ingenieros que se remontaba hasta el bisabuelo que emigró de Noruega.

El padre de Claudia era cardiólogo y los juegos de ésta durante su infancia consistían en jugar a que era médico con un viejo estetoscopio; no decepcionó a nadie, puesto que su madre era una maestra de escuela cuyo incipiente feminismo deseaba una carrera más ambiciosa para su hija.

Harald y su chica, Claudia y su chico (así es cómo sus padres pensaban de ellos en la década de los sesenta) fueron amantes cuando eran demasiado jóvenes para casarse, pero se casaron cuando ella quedó embarazada. Se divirtieron al hacerlo. A medida que una pareja se conoce a lo largo de los años no sólo cambia la perspectiva sobre lo cautivador del primer apareamiento, la atracción compulsiva por el compañero; ese comienzo también revela algo más, algo que estaba ya allí pero nadie vio. Claudia, tan joven, ya entonces estaba convencida de que sanar el cuerpo era lo que le satisfacía, no sólo personalmente, sino también con respecto a sus posibles obligaciones humanas: era un destino, si se quería utilizar un término pomposo y pasado de moda. Harald, incapaz de comprometerse con ninguna definición similar de sí mismo, escogió una ocupación que le interesó por la influencia que ejercía sobre su propia existencia, dedicado ya a extraer distintos sentidos a la vida como si fueran capas de pintura vieja. Ninguno de los dos se sintió atraído por los hippies de la época. Hacer el amor…, hacer el amor era algo exclusivo y serio: es imposible entender ahora lo que significaba entonces para ellos. Cómo podían, al mismo tiempo, ser conscientes de la singularidad que los separaba, incluso cuando sus cuerpos se unían en gozosa revelación. Y habían superado, también -no, dominado- estas incompatibilidades a través de las distintas etapas, en el matrimonio, en el amor que se tenían, como algo diferente de estar enamorado; incompatibilidades ignoradas en el momento de la concepción: pero presentes. El hijo nació de todo ello.

El movimiento reptante del espermatozoide y su recepción por el óvulo, lo que se une en la concepción es lo que los padres son y lo que son sus dos series de antepasados. Pero uno podría remontarse hasta Adán y Eva buscando indicios de ello. Hamilton Motsamai, a quien se le ha confiado la vida de su hijo -y la suya-, sin duda puede repasar sus antepasados a través de la lengua hablada, la leyenda oral, canciones y ceremonias vividas en la misma tierra natal. Para aquellos cuyos antepasados salieron de la suya para conquistar, o la dejaron debido a la persecución y la pobreza, su linaje empieza con los abuelos que emigraron. Hay un País Viejo y un País Nuevo; la herencia de quien es concebido aquí empieza con el País Nuevo, con los diversos mestizajes que se han producido. El abuelo noruego era protestante, pero el padre de Harald, Peter, se casó con una católica de origen irlandés, por ello Harald tiene nombre escandinavo pero fue educado -era deber de su madre hacerlo, según su fe- en la religión católica. Los padres de Claudia fueron a Escocia sólo una vez en su vida, en unas vacaciones que pasaron en Europa, pero su padre, el médico del que era discípula, recibió su nombre de un abuelo escocés, llamado Duncan, que emigró en fecha olvidada, y por ello el hijo de Claudia ha recibido el nombre codificado genéticamente de Duncan Peter Lindgard.

Un anzuelo en el dedo.

Cuando algunas cosas entran, se abren paso hasta lo heredado, ¿no pueden ser extraídas?

Duncan hizo más cosas con su padre, compartió más actividades. Ella supone que es natural, cuando el hijo es varón. Así pues, el padre tiene una responsabilidad particular. Su padre se lo llevó consigo, a pescar, y el anzuelo se clavó en la suave almohadilla del anular, tal vez tendría unos seis años. O menos. Fue llevado a casa, a su madre médico, para que le quitara el anzuelo suavemente, como ella sabía, haciéndole el menor daño posible, un ejemplo temprano para él. El cuerpo humano no debe lastimarse deliberadamente.

Cuando era niño, poseía el equilibrio perfecto de un pájaro en la más alta fronda de un árbol.

La imagen acudió a Harald procedente de la época en que lo llevaba a observar a los pájaros. Ella ponía excusas para no ir, era demasiado lento para ella, la larga espera para que se posara algo, mientras barrían el cielo vacío en pos de una silueta recortada que cruzara los gemelos; entre tanto, el chico buscaba la ilustración pertinente en el manual de ornitología con aire de importancia, incluso cuando era demasiado pequeño para leer el texto.

Procedente del tiempo, se le acercó una imagen, como las lentes de los gemelos hacen con lo distante: la luz del sol tocaba con sus dedos el bosque larguirucho (dónde, qué año) y rayaba su figura, como si fuera un pequeño animal, mientras se movía con cuidado, para no molestar a ninguna criatura de la naturaleza; qué respeto por la vida.

Cuando hubo que sacrificar al perro -sola, claro, cómo podía no volver a analizarlo- fue ella quien tuvo que hacerlo porque él le rogó que no dejara que lo hiciera el veterinario. El tenía diez u once años, quería que lo hiciera su madre médico porque confiaba en que lo haría sin dolor, que «hiciera dormir» (lo protegieron del asesinato con ese eufemismo) al animal que, mientras él era cada vez más alto y fuerte, se había vuelto demasiado viejo para andar. Ella lo hizo sin demora porque él dudaba, con una indecisión casi adulta, sobre si debía quitar la vida al viejo animal; y, después, en su rostro abatido, se reflejaba lo que decía su conciencia por haberlo hecho, su reproche hacia ella por haber sido su cómplice; los adultos deberían saber cómo hacer que las criaturas vivieran para siempre, abolir la muerte.

Cada uno de ellos, Harald y Claudia, observa con recelo en el otro esta búsqueda sentimental en el pasado de lo que era Duncan; no porque busquen la debilidad del consuelo en el otro, sino porque podría revelarse algo vulnerable que incriminara a uno de los dos. Debe de haber alguien a quien culpar. Si Duncan dice que es culpable. A veces, a uno de ellos se le escapa algo que indica la existencia de esa búsqueda: mientras sacan el perro a pasear (han decidido desafiar la norma que impide tener animales en el conjunto residencial, es lo mínimo que pueden hacer: por su hijo), ella hace una repentina observación sobre el modo en que se expresaba el niño, especialmente cuando estaba intrigado por lo que acababa de aprender. «El papel es árboles, la lluvia es el agua que viene de la tierra cuando el sol la calienta. Entonces todo es otra cosa. ¿Y las lágrimas, cuando lloro?, ¿qué son?»

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