– No recuerdo haberlo visto beber nunca whisky.
Siguieron el razonamiento de Claudia: hasta la botella de whisky, el vaso sin usar y el cubo de hielo junto a ese sofá.
Antes de irse, pareció prudente preguntarle si, como amigo (íntimo, como resulta evidente) Julián Verster podía sugerir algo en concreto para llevarle a la visita del día siguiente.
Nada, claro. Nada.
Por la noche, insomnes, ponen en escena lo que podría suceder. En el lugar de los paisajes oníricos, la oscuridad da forma a la cárcel, las rejas de acero, las llaves (quizás ahora haya un sistema de segundad controlado electrónicamente, como los ojos verdes o rojos que autorizan o impiden entrar o salir por las puertas de un banco). Si nunca han estado ante un tribunal, menos aún dentro de una cárcel. La estructura procede de la perspectiva de pasillos cada vez más estrechos sacada de escenas de películas de la televisión, ojos a través de las mirillas, con una banda sonora de ecos pesados, puesto que de todo el murmullo de la vida ordinaria, la conversación de los pájaros, los humanos, el tráfico, sólo quedan los gritos y el estallido de las botas contra los suelos de hormigón. No es necesario soñar a los portadores de las botas; los han encontrado ya en la sala B17; jóvenes con rostros curtidos por la intemperie que permanecen de pie con imperturbable falta de atención y aire de estar satisfechos con su vida privada mientras se decreta el crimen y el castigo. La celda… Pero los visitantes de la cárcel no verán las celdas, habrá una sala de visitas, las celdas serán como todo aquello a lo que se ha enfrentado el preso bajo el estrado de la sala: desconocido. No hay intimidad más inviolable que la del preso. Visualizar la celda donde él está pensando, llegar a lo que sólo él sabe; es un hueco en la oscuridad.
Tú tampoco puedes dormir.
Junto a ella, él no contesta. Pero ella sabe por su respiración -no tiene el ritmo familiar- que Harald no está dormido. En la oscuridad, su atención está demasiado concentrada para responder. Eso es todo. Él, también, tiene una intimidad inviolable: está rezando. Harald es lo que se conoce como un gran lector, lo que significa que busca algo ambiciosamente llamado la verdad; él sería el primero en admitir, divertido, la precariedad de ambos conceptos. A lo largo de los años ha intentado, a través de las distintas formulaciones que ha ido encontrando, explicarle a Claudia lo que es rezar de modo que fuera comprensible para alguien sin fe religiosa, y lo más cerca que ha llegado ha sido gracias a la definición de Simone Weil de la plegaria como forma elevada de concentración inteligente. Cuando ella puso en cuestión la condición de «inteligente» -¿de qué otro modo podría ser la concentración?-, él satisfizo su incertidumbre señalando que existe la posibilidad de una concentración pasmada en algo banal, que no implica inteligencia en el sentido religioso y filosófico. La oración como una forma de concentración inteligente queda secularizada de manera tal que Claudia ha tenido que aceptarla. Lo ha hecho separando la concentración inteligente de aquel o aquello a lo que va dirigido; entonces no es una comunicación con un Dios supuestamente existente, sino un modo elevado de comunicarse con los propios recursos para buscar algo que nos guíe a través de los miedos, fracasos y penas.
Harald está rezando. Su oración introduce la puesta en escena de lo que tendrá lugar mañana. Ella está acostada a su lado en la oscuridad. ¿Por qué reza? ¿Reza para que su hijo no haya hecho aquello de que lo acusan? Si Harald necesita rezar por eso, ¿significa que cree en lo que no puede decir? ¿Que su hijo ha matado a un hombre?
Se levantaron más temprano de lo que lo habrían hecho rutinariamente en un día laborable. Les sobró tiempo antes de que se iniciara el horario de visitas. Pasaron las páginas del periódico hacia delante y hacia atrás, leyendo la continuación de las crisis cuyos primeros episodios estaban mirando cuando llegó el mensajero. Para él, la fotografía de un niño agarrándose al cuerpo de su madre muerta y el reportaje sobre una noche de fuego de mortero que enviaba a personas anónimas, al azar, al refugio de paredes destrozadas y los sótanos que se hundían, pasó a ser de repente parte de su propia vida, ya no como algo externo, sino dentro de los parámetros del desastre. La noticia era su noticia. Para ella, aquellos acontecimientos quedaban más lejos, incluso más alejados de lo que lo habían estado por la distancia, más distantes de lo que lo habían estado en relación con su vida, debido al mensaje que los había interrumpido: el desastre personal aleja del resto del mundo.
Él salió y dio vueltas por el pequeño jardín que les correspondía, vallado y mantenido, dentro de la ajardinada urbanización; el sendero de intrincado pavimento situado bajo las aves del paraíso se recorría en unos pocos pasos, adelante y atrás. No había adonde ir. Allí donde se detuvo, el rayo tangencial del sol encendía las flores, colgadas como pájaros, en llamaradas naranjas y azules. Ella estaba en la cocina, entreteniéndose con algo. Cuando llegó el momento, apareció con un cuenco de plástico tapado con papel de aluminio que depositó a los pies del asiento delantero. Mientras él conducía, ella sostenía el cuenco entre sus pies calzados con sandalias.
Supongo que nos dejarán pasar esto.
Él meneó la cabeza con gesto de duda. Estaban a la espera de juicio, a lo mejor sí.
Es sólo una ensalada y un poco de queso.
Claro. Las mujeres, y sólo las mujeres, tienen este tipo de recursos. Piensan en cómo mejorar las cosas. De manera subliminal, advirtió cierta ternura mezclada con burla; no hacia ella, sino hacia todas ellas, pobrecillas; dignas de envidia.
En aquel lugar, la cárcel, al que se dirigieron de manera inevitable, fueron recibidos con esa clase de cortesía que se aprende en los cursillos de relaciones públicas para las nuevas fuerzas policiales, destinados a borrar la tradición de autoritarismo racista y brutal de otros tiempos pasados. De todos modos, el funcionario encargado es un afrikáner, hombre de mediana edad con todo lo que eso implica de hijos adultos, cargas parentales, sentimientos familiares, etc., que tendrá en común con una pareja blanca. Adelante, señala el cuenco con comida.
– Pero no se preocupen, tiene una buena dieta, de todo. Y pueden llevarse su ropa sucia y todo eso, neee.
La cárcel es un lugar normal. Eso es lo que ellos no saben; el funcionario tiene un ordenador y varios tipos de teléfonos, normales y móviles, sobre su escritorio, y hay un cesto lleno de plantas de flor de interior con su puñado de cintas de plástico que, sin duda, jalonó un aniversario u otra celebración. Los pasillos llenos de ecos de la oscuridad de la noche están ahí, pero no pasarán por ese camino; son conducidos por las fuertes nalgas de un joven policía negro hasta una sala cercana. Es cierto que no hay nada que distinga a esa habitación; si lo hay, no lo ven. Es el espacio, alejado de todo lo que resulta reconocible en la vida, donde se sientan en dos sillas situadas ante una mesa, al otro lado de la cual está su hijo. Duncan. Es Duncan, procedente de los pasillos llenos de ecos, procedente de la celda, procedente de lo que contempla en sí mismo, allí. Sus manos abiertas golpean la mesa cuando ellos entran, como si tocara acordes en un piano, y sonríe con un gesto de advertencia, nada de sentimentalismos. Las señales vuelan como murciélagos por la habitación. No me preguntéis. Sólo queremos saber qué hacer. Necesito veros. Si no nos cuentas. No quiero veros. En cualquier caso: hay que saber. No podéis saber. Por lo menos cómo fue. No tenéis que mezclaros. No puedes mantenernos al margen. No preguntéis lo que no podréis aceptar. Venid. Quiero veros. No vengáis.
Incluso allí -ese lugar que no puede existir para los tres- debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.
Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.
El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.
Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.
Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo -cómo pueden saberlo- en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.