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Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos -asesinatos- que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente:

¿Adonde va ahora la gente con enfermedades infecciosas?

Muy despacio, ella le dirigió una sonrisa. La mayoría de aquellas epidemias ya no existe. Así que ya no quedan hospitales para enfermedades infecciosas. Todo el mundo se vacuna de pequeño. Lo que ahora nos tiene que inquietar desde un punto de vista médico se transmite por contacto íntimo, como ya sabes; no sería correcto aislar de contactos normales a los portadores, impedirles que se movieran entre nosotros. Ésa es otra de las cosas que la gente teme.

Hay un laberinto de violencia que no va contra la ciudad, sino que es una forma de comunicación dentro de la ciudad misma. Ya no son inconscientes de ello, tras sus puertas de segundad. La violencia los reclama. Supone un terrible desafío tener que admitir que, por desesperadamente que luchen para rechazarlo, Duncan está contenido en este laberinto, junto con los hombres que robaron y acuchillaron a un hombre y lanzaron su cuerpo desde la ventana de un sexto piso: la noticia del día; mañana, como ayer, habrá otro, uno que ha estrangulado a su mujer o ha prendido fuego a una familia que dormía en una cabaña. Violencia; se podría hacer una lectura de la variación de su densidad si existiera un aparato capaz de registrarla diariamente, como los que miden la contaminación del aire. El contexto dentro del cual su propio contexto, el de Duncan, Harald y Claudia, encaja, es natural. Se encuentra en el aire viciado de un cuarto de estar a las tres de la mañana, con el olor a lana seca de una alfombra, el tufillo a poso de café y el crujido de la madera sometida a los cambios de la presión atmosférica. La diferencia entre Harald y Claudia, tal como eran antes, cuando miraban la puesta de sol, y tal como son ahora, reside en que se encuentran dentro del laberinto debido a un contacto íntimo con un portador de naturaleza distinta a la de los mencionados por Claudia. Harald, una vez más, encuentra su texto. Está allí, una noche que se ha levantado de la cama sin hacer ruido para no molestarla, ha cogido un libro que ha leído ya aunque no recuerda. «… La transición desde cualquier sistema de valores a uno nuevo debe pasar necesariamente a través de un punto cero de disolución atómica, debe abrirse paso a través de una generación desprovista de toda conexión con el sistema viejo o el nuevo, una generación cuyo mismo distanciamiento, cuya indiferencia casi insensata hacia el sufrimiento de los demás, cuyo estado de carencia de valores demuestre una justificación ética y, por lo tanto, histórica, del rechazo inflexible, en momentos revolucionarios, de todo lo que es humano… Y tal vez deba ser así, puesto que sólo semejante generación puede soportar la vista de lo Absoluto y del brillo naciente de la libertad, la luz que se ilumina sobre la más profunda oscuridad, y sólo sobre la más profunda oscuridad…»

Sin rechazar todo lo que es humano, en tiempos que acaban de convertirse en pasado, un ser humano no podría haber soportado la inhumanidad del asalto del antiguo régimen sobre el cuerpo y el alma, sus palizas e interrogatorios, mutilaciones y asesinatos, o su propia necesidad de colocar bombas en las ciudades y matar en emboscadas guerrilleras. ¿Es eso lo que este texto está diciéndole a Harald? ¿Qué pasa, después, con ese rechazo de todo lo humano que se ha aprendido con tanto dolor, con una desesperación tan lacerante y apasionada, con un cultivo deliberado de la insensibilidad cruel, la duda entre soportar los golpes infligidos o infligirlos a los demás? ¿Eso es lo que perdura más allá de su tiempo, vagando a tientas? No sólo los incendios en las cabañas y los asesinatos de los rivales políticos atávicos en una parte del país, sino también los asaltantes que arrebatan la vida al mismo tiempo que las llaves del vehículo, los taxistas que matan a sus rivales para controlar las tarifas, y lo que autoriza a un joven a coger un arma que está a mano y disparar a la cabeza de un amante (amante de una amante, en nombre de Dios, qué cosas); un joven que ni siquiera estaba sujeto a las necesidades de esa revolución, ni sufría los golpes infligidos sobre él, ni tampoco infligía sufrimiento a los demás, al igual que, con la connivencia de sus padres, nunca fue empujado al conflicto más allá de los campos de entrenamiento donde el blanco era un muñeco. La violencia profana la libertad, eso es lo que dice el texto. Eso es lo que el país está haciéndose a sí mismo; Harald se reconoce como parte de eso, no como afirmación de que lo que ha hecho su hijo blanco puede excusarse dentro de un fenómeno colectivo, una aberración contagiada por aquellos en los que eso mutó como resultado del sufrimiento, sino porque la violencia es el infierno común a todos los que están asociados a ella.

Conseguir que le den la bola.

Esta expresión tan vulgar procedente de la fraternidad criminal era la adecuada para la determinación con que estaban comprometidos: sí, como fuera, con las artimañas necesarias. Desde que Harald leía en voz alta a Claudia las noticias sobre juicios que nunca habían mirado, ya que no habían tenido nunca interés por experimentar sensaciones ajenas, eran conscientes de cómo los intersticios de la ley, las interpretaciones abstrusas del texto de la ley salvaban acusados que en todos los demás aspectos eran indudablemente culpables. Les daban la bola.

Mientras que antes Claudia acudía con desgana a las citas en el bufete del abogado, ahora ella y Harald acosaban a Hamilton Motsamai para que les dedicara un poco de tiempo. Lo que querían de él era astucia, un tipo especial de habilidad que un lego no podía tener y que la gente con prejuicios generalizadores que ambos acostumbraban a encontrar desagradables atribuía a los abogados que pertenecían a determinadas razas: judíos o indios, para ser exactos. ¿Un abogado negro podía tener los mismos recursos secretos? ¿Era una agudeza que se adquiría mediante la formación y la práctica legal? ¿O era algo que formaba parte de un estereotipo racial que tuvo su origen en la necesidad de estas razas concretas de encontrar medios para derrotar las leyes que los discriminaban? En ese caso, ¿por qué motivo no habría desarrollado Hamilton el instinto natural de una astucia y una habilidad salvadoras?, ¿quién mejor que él? ¿Por qué iba a suponerse que había renunciado a ello para siempre por la elevada rectitud profesional de un miembro ario de la abogacía que no había vivido nunca en el Otro Lado? ¿Estaba allí en su bufete, astutamente, bajo la mirada de las fotografías enmarcadas de su presencia entre los distinguidos colegas de Gray's Inn de Londres? Harald pensaba que sí; la manera en que había tratado a la chica, el modo en que había husmeado en sus motivaciones en la relación con su hijo le parecía una señal. Pero Claudia, en conflicto con la confianza que había entregado a aquel hombre, se preguntaba si uno de los otros, de aquellos de los que hablaban algunas personas con una admiración que era también menosprecio, no sería el abogado adecuado para utilizar cualquier medio, cualquiera, para defender a su hijo. Un judío, un indio. Aunque no lo decía, su marido lo entendía; muchas actitudes estereotipadas que rechazaban con facilidad en su vieja vida segura aparecían ahora que habían roto con los otros valores de esa época. Cuando se ha producido un asesinato, ¿qué otra cosa importa? Sólo lo que puede evitar otro. La ética de zona residencial de un médico o un ejecutivo es trivial.

Hamilton respondía con brío a la nueva actitud que percibía en ellos. Como si hubiera estado trabajándola desde el principio, ejeee… ejeee…, la honrada y decente pareja blanca procedente de un mundo ideal. No veía, o fingía no ver, que creían estar pidiéndole disimuladamente que hiciera algo, cualquier cosa poco ética (desde el punto de vista de ellos) para defender a su hijo. La ignorancia de la gente educada, tanto blanca como negra, sobre las convenciones de la ley no dejaba de sorprenderlo; probablemente, ella diría lo mismo sobre la gente y la práctica de la medicina. Todavía no entendían el ámbito que podía abarcar un destacado abogado en cuestión de tácticas de defensa. ¿De qué otro modo se podía representar a un asesino confeso?

– ¿No podrías utilizar a… cómo se llama… Julian, el que habló con nosotros, al que Duncan llamó en cuanto pudo aquella tarde? Tengo la sensación de que no le gusta la chica, ha estado presente en algunas escenas suyas que le han desagradado, cuando ella se comportaba, no sé, como una loca, provocando a Duncan de la manera que has dicho que sería importante.

– Sí, en eso baso mi argumentación. -Anima a Claudia.

– Puedes sacarle algo. Aunque me parece que es un poco reacio a hablar porque tiene una idea especial sobre el carácter confidencial de la amistad y todo eso. Lealtad a lo que sucedía en esa casa, quizá tiene miedo de que los demás se lo reprochen…

– ¡Oh!, tienes razón. He estado trabajando con él. Es un individuo retraído. Pero la cuestión está en lo que has dicho sobre la casa, sobre los que la frecuentaban o vivían allí; es cierto, le gusta llevarse bien con ellos, aunque está más ligado a Duncan, es Duncan quien le importa. Pero dudo que valga la pena citarlo como testigo.

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