Está solo como nunca lo ha estado en su vida.
Y ahora empiezan a desfilar en dirección a las butacas oficiales situadas tras la brillante palestra, sonriendo y charlando en voz baja unos con otros mientras buscan el lugar que les corresponde: ahí están los hombres y mujeres que van a ser los jueces. No todos ellos son jueces en los tribunales ordinarios, pero todos ellos reciben ese título en este tribunal. Es imposible -debido al pasado y, todavía más, debido a los cambios del presente- no fijarse de entrada en el color de su piel. Una mujer negra con los pómulos altos y la boca firme de los de su raza que han conseguido triunfar pese a tenerlo todo en contra, un hombre negro con la pesada cabeza sobre anchos hombros de dignidad tradicional transformada en académica (sólo él -Hamilton- ha dejado de parecer en su retina interior, la de la mente, como negro; la dependencia de él ha hecho que su personalidad se imponga sobre su color). Hay una mujer blanca y enérgica, con un familiar apellido irlandés, que podría ser una de las ejecutivas feministas que empiezan a aparecer en la dirección de las empresas; un indio pálido con los ojos semientornados y la curva sardónica en los labios que se asocian con una mente crítica. Un anciano juez blanco emana distinción, un rostro paciente que ha oído todo lo que puede decir la gente que pasa por un momento difícil; otro de aire aniñado con las cejas levantadas en gesto de interrogación mientras coloca su micrófono y la jarra, aunque debe de ser de mediana edad, contemporáneo de Harald (pero Harald ahora no tiene contemporáneos). Otros toman asiento sin captar su atención, excepto uno, un hombre moreno (¿italiano o judío?) con una sonrisa entre cicatrices y unos ojos peculiares, uno oscuro y brillante, otro nublado y ciego, del que emana con descaro una vitalidad radiante, ya que gesticula con un muñón en el lugar de un brazo. Todos llevan togas verdes con fajines negros y cintas rojas y negras en las mangas, una especie de traje de judo con una pechera blanca con volantes que debió de estar diseñada para distinguir a este tribunal de cualquier otro. Por fin aparece el juez presidente por la división entre las cortinas y sólo él es una conexión con la vida pasada, alguien a quien Harald ha conocido -o, mejor dicho, le han presentado- entre la ecléctica lista de invitados de la recepción de un consulado extranjero. Es un hombre con uno de esos rostros que escasean -es fácil olvidar que existen- que no presentan ninguna proyección del ego para imponérsela a los demás, al mundo. Parece atractivo, aunque quizá no lo sea; es la calma sin solemnidad lo que da a sus rasgos la armonía que produce este efecto. Mira hacia el público, reconociendo que es uno de ellos. No sonríe, pero sus ojos, tras los cristales, tienen una expresión sonriente; más aún, compasiva; pero tal vez sea el distanciamiento de las gruesas gafas lo que le sugiere a Harald que ahí está ese sentimiento, y lo conmueve.
En cierto modo, es una vista extrañamente abstracta. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu -ésos son los nombres de los asesinos- no están presentes. Están en las celdas de los condenados a muerte. Los abogados que los representan han hecho una solicitud junto con asociaciones llamadas Abogados por los Derechos Humanos, la Asociación para la Abolición de la Pena de Muerte, e incluso con el Gobierno mismo; un Gobierno que desafía las leyes del país, paradoja que se produce como consecuencia de los vestigios de la legislación del antiguo régimen. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu ¿quiénes son? Eso no importa a este tribunal, quiénes son, qué hicieron, asesinos de cuatro seres humanos; son un caso de prueba para el principio moral más importante de la existencia humana.
Aquel antiguo mandato. No matarás.
En la concentración situada bajo el cercano techo, sólo hay un individuo presente para el cual estas medidas no se encuentran en el elevado plano de la justicia abstracta. Sin embargo, la elocuencia de los argumentos algunas veces arrastra a Harald al plano elevado, en una atmósfera de vivo debate, en la que los abogados de los abolicionistas basan su punto de vista en los fragmentos que citan de la declaración de derechos de la Constitución (en el aura de lirios, la joven de su derecha garrapatea lo que él lee de reojo: «Artículo 9 garantiza el derecho a la vida Artículo 10 protección de la dignidad humana Artículo 11 proscribe el trato o castigo cruel inhumano o degradante.» La espalda del abogado abolicionista, que es todo lo que puede verse de él desde la quinta fila mientras se dirige a los jueces, oscila convencida mientras da su interpretación del artículo 9: el primer principio es el derecho a no ser matado por el Estado. El abogado partidario de mantenerla interpreta el mismo artículo como la obligación del Estado de proteger la vida conservando la pena de muerte como medida eficaz contra el crimen violento que arrebata la vida. Apela a la emoción citando una carta de un miembro del público: «la única manera de limpiar nuestra tierra es con la pena capital». Los jueces interrumpen, hacen preguntas hábiles y exponen sus puntos de vista; el punto de vista a favor de la conservación de la pena de muerte parece llegar a un punto sin respuesta en el momento en que el juez que perdió un brazo y un ojo cuando un agente del régimen anterior intentó matarlo no respalda la ley del brazo por brazo, ojo por ojo; no expresa ningún deseo de ver al hombre colgado. Sólo el juez que preside se contiene, reflexivamente, presta total atención a todo lo que se dice y retoma la discusión cuando ésta adquiere un cariz demasiado discursivo. Existe cierta cláusula en el artículo 33 que permite la limitación de los derechos constitucionales, con lo que pone en cuestión el Juicio Final (ella garrapatea otra vez: «sólo en la medida en que sea razonable y en una sociedad democrática y abierta basada en la libertad y la igualdad». El abogado partidario de la abolición se abre camino por el discurso sobre las cláusulas discrecionales y argumenta que, aunque existiera una postura «mayoritaria» en favor de mantener la pena de muerte, eso no significaría necesariamente que fuera la postura correcta: recuerda al tribunal con acritud que la cuestión que debe debatir es si la pena de muerte es constitucional y no si está justificada por la demanda popular.
El tribunal se ha levantado para el descanso de mediodía. En cuanto el juez presidente se ha deslizado entre las cortinas, el ambiente se vuelve informal. Los grupos se reúnen y bloquean el paso entre las hileras de los asientos del público. Uno de los jueces vuelve del lugar en donde estén descansando para coger algún documento que le trae un mensajero, sonríe y levanta la mano en dirección a unos amigos, pero cuando éstos avanzan hacia él, mueve la cabeza y desaparece: no es adecuado que los jueces discutan el caso con nadie. El perfume a lirios se desplaza por la hilera con una apresurada disculpa, declarando ya por encima de Harald, en dirección a alguien que espera: ¡Pero qué gente sedienta de sangre…! La gente pregunta si hay algún lugar en el edificio donde se pueda tomar una taza de café, una mujer guapa de cabeza imperiosa, con mechones blancos, abre una bolsa y saca un tentempié de agua mineral y fruta para sus compañeros, y se muestra divertidamente grosera con el funcionario que le dice que está prohibido comer o beber en la sala. Todo esto se arremolina alrededor de Harald y se esfuma.
Han ido en busca del lugar donde satisfacer sus necesidades -aseos, comida, bebida-, como en cualquier otra interrupción. Sentado, solo entre las hileras vacías, ya no pasa inadvertido; es el centro de atención del brillante escenario, el vacío semicírculo de butacas oficiales se identifica ahora con las características de los hombres y mujeres a los que han sido asignadas. Se levanta, baja por las escaleras en lugar de coger el ascensor, sale a la irrealidad de la luz del sol y al contrapunto de voces de los hombres negros que trabajan en un agujero donde alguna instalación, de agua o electricidad, queda expuesta para ser reparada. Sol y mano de obra, eso es, han sido el clima de la ciudad, lo humano y temporal considerado eterno junto con lo eterno. Estarán siempre allí cavando y cantando. Durante unos pocos minutos, desconcertado por el sol, es fácil tener la ilusión de que no ha cambiado nada. Esos nombres, Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, dos criminales negros, están en las celdas; el joven arquitecto está en las oficinas de su empresa en algún lugar de la ciudad viva, dibujando planos.
La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tribunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.
Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.
Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.